Un relato que desafía al "principio de realidad" | 26 MAR 23

El monstruo

Narrar una experiencia es buscar sentido a lo que parece no tenerlo
Autor/a: Yanina Rosenberg 

Desde el pasillo escuché la voz de mamá:

–¿Sabés que a Nelly ayer casi la pisa una moto?

Me quedé quieta, llaves en mano, desconcertada. ¿Nelly? ¿Qué Nelly? ¿Con quién hablaba mamá? Abrí la puerta y la cerré con un empujón de caderas.

–Má, soy yo, llegué...

Crucé el hall de entrada hacia la cocina y sobre la mesada de mármol dejé las bolsas del supermercado con el  brócoli fresco, las masitas de chía, los saquitos de té verde,  los comprimidos de resveratrol. Estaba todo limpio y ordenado, aunque en la pileta había un par de tazas usadas con sus cucharitas. Toqué la pava, que estaba fría, y encendí la hornalla para preparar té. Abrí la heladera, y ya guardaba la leche de soja cuando escuché:

–Dos segundos antes, y chau Nelly, ¿podés creerlo?

Volví a quedarme quieta, la puerta de la heladera abierta con su cascabeleo de fondo. ¿Habría invitado a sus amigas de aquagym o a las del club de burako? Cerré los ojos para escuchar mejor porque:

–... mierda, yo también puedo salir a que una moto me ap...

Volví a abrir los ojos para cerrar la heladera de un golpe antes de caminar hacia el living.

–Má, soy yo...

El living estaba a oscuras, pixelado por los grises de la penumbra, salvo por una pared que recibía renglones de luz a través de la persiana entreabierta.

–Má, ¿a dónde te metiste? Soy yo, llegué... –subí el tono de voz porque parecía que mamá escuchaba cada vez menos.

Volví a la cocina y crucé el lavadero para salir al patio, porque incluso con este frío mamá es capaz de estar en el  patio, y dije:

–Puse agua para un té, ¿tomamos?

Mamá, que tampoco estaba en el patio, seguía su charla de:

–... ni motos ni autos... no, señor, porque yo, querido, tengo que estar acá con vos y solo con...

Mi corazón se salteó un par de latidos antes de volver a bombear. Mamá con un... no, no podía ser... mamá, ¿con quién estaba mamá?

Volví a entrar a la casa y fui directo a su habitación. La puerta estaba apenas abierta, y no se veía más que un triángulo de la cama y la mesita de luz. Antes de entrar, me quedé quieta un instante para escuchar un par de chancleteos seguidos de un tintineo de vidrios. Di un paso adelante y golpeé:

–¿Má...?

Sin esperar que me respondiera, empujé para abrir bien la puerta. Mamá estaba sentada en la cama, con su bata de  toalla entreabierta, completamente sola. Me acerqué, la besé en la frente y me senté en la cama junto a ella.

–Escuché que hablabas, ¿con quién hablabas?

–¿Yo? No...

Tomó las cintas de su bata, y cuando se ajustó el nudo los dedos le temblaban como con Parkinson.

–¿Cómo estás, má? ¿Te sentís bien?

–Sí –movió la boca a un lado y después despegó los labios con un chasquido–, ¿y los chicos?

–En el colegio, como siempre.

–Quiero verlos, ¿cuándo los traés para que los vea?

–Hoy a la tarde, te dije, ¿no te acordás? Ahora te traje unas cosas del super. ¿Seguro que estás bien? Me pareció que hablabas con alguien y...

–¿Me vas a comprar unas figuritas, así les doy?

Asentí, pero:

–Mirá que si no te sentís bien llamo al médico...

Volvió a torcer la boca.

–¿Estás loca? Si estoy bárbaro... –con las manos se aplastaba el pelo, que más bien era una pelusa amarillenta

–¿Me vas a llevar a la peluquería entonces?

Yo asentía como en piloto automático cuando escuché la pava tiritar sobre la hornalla.

–Puse el agua, ¿tomamos un té?

Ella asintió, y mientras yo me levantaba de la cama, mientras me incorporaba y le daba la espalda para acercarme a la puerta y ganar el pasillo, escuché que la cama hacía rechinar sus resortes de una manera extraña. ¿Habría alguien debajo de la cama? Me di vuelta rápido como para agarrar in fraganti al amante de mamá, pero lo que encontré fue a mamá haciendo fuerza con los brazos para levantarse. Es verdad que en los últimos tiempos mamá había cambiado su agilidad por un andar más lento, más robótico, pero ella seguía negándose a compartir la casa con una enfermera o una dama de compañía, decía que ni loca aguantaría las manías de un extraño, mucho menos de una enfermera vieja o solterona, y que su falta de elasticidad era algo normal, que sus problemas eran solo de almanaque. Me acerqué, la ayudé a levantarse y volví al pasillo. Aunque antes de entrar de nuevo a la cocina volví a la pieza, casi en puntas de pie para no hacer ruido, como guiada por un sexto sentido, y vi que mamá se apuraba a cerrar con llave la puerta del placard.

–¿Qué tenés ahí? 

–Nada. Hoy no quiero edulcorante, por favor.

Asentí, pero:

–¿Qué escondés? O a quién...

Me acerqué a ella, que seguía firme con las llaves en la mano junto al placard.

–Mami, por favor, a quién tenés ahí... mirá que si lo dejás mucho tiempo encerrado se va a ahogar.

Una vez más, torció la boca y chasqueó. Miraba hacia la ventana, como absorta en sus propios asuntos, y aproveché para acercarme despacio y sacarle las llaves de las manos. Dentro del placard, en el único estante, arriba de todo, frascos de vidrio de distintos tamaños, y en cada uno una masa amarillenta, de apariencia viscosa y como hecha de grasa, atravesada por un extenso mapa de venas que, como ríos de sangre, desembocaban en cinturones rojos de mayor extensión. Con una mano me tapé la boca, pero después me di vuelta y, sin llegar al baño, vomité sobre la alfombra. Mamá ahora me miraba desde donde estaba, junto al placard, con una expresión que no terminaba de decidirse entre la vergüenza y la culpa. Cuando mi estómago al fin se tranquilizó, me incorporé y miré a mamá:

 

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