Un relato que desafía al "principio de realidad"

El monstruo

Narrar una experiencia es buscar sentido a lo que parece no tenerlo

Autor/a: Yanina Rosenberg

Desde el pasillo escuché la voz de mamá:

–¿Sabés que a Nelly ayer casi la pisa una moto?

Me quedé quieta, llaves en mano, desconcertada. ¿Nelly? ¿Qué Nelly? ¿Con quién hablaba mamá? Abrí la puerta y la cerré con un empujón de caderas.

–Má, soy yo, llegué...

Crucé el hall de entrada hacia la cocina y sobre la mesada de mármol dejé las bolsas del supermercado con el  brócoli fresco, las masitas de chía, los saquitos de té verde,  los comprimidos de resveratrol. Estaba todo limpio y ordenado, aunque en la pileta había un par de tazas usadas con sus cucharitas. Toqué la pava, que estaba fría, y encendí la hornalla para preparar té. Abrí la heladera, y ya guardaba la leche de soja cuando escuché:

–Dos segundos antes, y chau Nelly, ¿podés creerlo?

Volví a quedarme quieta, la puerta de la heladera abierta con su cascabeleo de fondo. ¿Habría invitado a sus amigas de aquagym o a las del club de burako? Cerré los ojos para escuchar mejor porque:

–... mierda, yo también puedo salir a que una moto me ap...

Volví a abrir los ojos para cerrar la heladera de un golpe antes de caminar hacia el living.

–Má, soy yo...

El living estaba a oscuras, pixelado por los grises de la penumbra, salvo por una pared que recibía renglones de luz a través de la persiana entreabierta.

–Má, ¿a dónde te metiste? Soy yo, llegué... –subí el tono de voz porque parecía que mamá escuchaba cada vez menos.

Volví a la cocina y crucé el lavadero para salir al patio, porque incluso con este frío mamá es capaz de estar en el  patio, y dije:

–Puse agua para un té, ¿tomamos?

Mamá, que tampoco estaba en el patio, seguía su charla de:

–... ni motos ni autos... no, señor, porque yo, querido, tengo que estar acá con vos y solo con...

Mi corazón se salteó un par de latidos antes de volver a bombear. Mamá con un... no, no podía ser... mamá, ¿con quién estaba mamá?

Volví a entrar a la casa y fui directo a su habitación. La puerta estaba apenas abierta, y no se veía más que un triángulo de la cama y la mesita de luz. Antes de entrar, me quedé quieta un instante para escuchar un par de chancleteos seguidos de un tintineo de vidrios. Di un paso adelante y golpeé:

–¿Má...?

Sin esperar que me respondiera, empujé para abrir bien la puerta. Mamá estaba sentada en la cama, con su bata de  toalla entreabierta, completamente sola. Me acerqué, la besé en la frente y me senté en la cama junto a ella.

–Escuché que hablabas, ¿con quién hablabas?

–¿Yo? No...

Tomó las cintas de su bata, y cuando se ajustó el nudo los dedos le temblaban como con Parkinson.

–¿Cómo estás, má? ¿Te sentís bien?

–Sí –movió la boca a un lado y después despegó los labios con un chasquido–, ¿y los chicos?

–En el colegio, como siempre.

–Quiero verlos, ¿cuándo los traés para que los vea?

–Hoy a la tarde, te dije, ¿no te acordás? Ahora te traje unas cosas del super. ¿Seguro que estás bien? Me pareció que hablabas con alguien y...

–¿Me vas a comprar unas figuritas, así les doy?

Asentí, pero:

–Mirá que si no te sentís bien llamo al médico...

Volvió a torcer la boca.

–¿Estás loca? Si estoy bárbaro... –con las manos se aplastaba el pelo, que más bien era una pelusa amarillenta

–¿Me vas a llevar a la peluquería entonces?

Yo asentía como en piloto automático cuando escuché la pava tiritar sobre la hornalla.

–Puse el agua, ¿tomamos un té?

Ella asintió, y mientras yo me levantaba de la cama, mientras me incorporaba y le daba la espalda para acercarme a la puerta y ganar el pasillo, escuché que la cama hacía rechinar sus resortes de una manera extraña. ¿Habría alguien debajo de la cama? Me di vuelta rápido como para agarrar in fraganti al amante de mamá, pero lo que encontré fue a mamá haciendo fuerza con los brazos para levantarse. Es verdad que en los últimos tiempos mamá había cambiado su agilidad por un andar más lento, más robótico, pero ella seguía negándose a compartir la casa con una enfermera o una dama de compañía, decía que ni loca aguantaría las manías de un extraño, mucho menos de una enfermera vieja o solterona, y que su falta de elasticidad era algo normal, que sus problemas eran solo de almanaque. Me acerqué, la ayudé a levantarse y volví al pasillo. Aunque antes de entrar de nuevo a la cocina volví a la pieza, casi en puntas de pie para no hacer ruido, como guiada por un sexto sentido, y vi que mamá se apuraba a cerrar con llave la puerta del placard.

–¿Qué tenés ahí? 

–Nada. Hoy no quiero edulcorante, por favor.

Asentí, pero:

–¿Qué escondés? O a quién...

Me acerqué a ella, que seguía firme con las llaves en la mano junto al placard.

–Mami, por favor, a quién tenés ahí... mirá que si lo dejás mucho tiempo encerrado se va a ahogar.

Una vez más, torció la boca y chasqueó. Miraba hacia la ventana, como absorta en sus propios asuntos, y aproveché para acercarme despacio y sacarle las llaves de las manos. Dentro del placard, en el único estante, arriba de todo, frascos de vidrio de distintos tamaños, y en cada uno una masa amarillenta, de apariencia viscosa y como hecha de grasa, atravesada por un extenso mapa de venas que, como ríos de sangre, desembocaban en cinturones rojos de mayor extensión. Con una mano me tapé la boca, pero después me di vuelta y, sin llegar al baño, vomité sobre la alfombra. Mamá ahora me miraba desde donde estaba, junto al placard, con una expresión que no terminaba de decidirse entre la vergüenza y la culpa. Cuando mi estómago al fin se tranquilizó, me incorporé y miré a mamá:

–¿Qué es eso? Por Dios...

–Por Dios nada.

–¿Qué...? ¿Qué es? ¿Qué hacés ahí con esa asquerosidad?

Bajó la cabeza, como una nena que sabe que hizo algo malo y espera el castigo, y después volvió a mirarme con cierta firmeza.

–Mami, ¿querés decirme qué mierda es eso?

–Es...

–¿Es qué? ¿Qué es eso? No me digas que... ay, mamá, ¿con eso hablabas?

Mamá asintió, y yo, sin levantar los brazos, entonces entrelazados a la altura de mi abdomen a modo de cinturón protector, me pellizqué. La pava, a lo lejos, seguía tiritando.

–No entiendo, vos... Mamá, ¿vos...?

Despacio, volví a levantar la vista, volví a mirar esas masas monstruosas y deformes que, con algo de soberbia, nos miraban desde la comodidad del líquido que supuse era formol. Tardé en entender qué eran y qué hacían en el placard de mamá, pero después de acercarme un poco, de ver bien los frascos rotulados con números que debían ser fechas, distintos días, meses, años, enseguida uní con flechas cada frasco con cada operación de mamá.   

–Mami, eso es un asco, por Dios, ¿cómo podés dormir con eso ahí en el placard? Y los médicos... ¿cómo te dejaron traer eso los médicos?

–Yo le hablo...

–¿Al médico?

Me miró como quien dice sos o te hacés, pero no lo dijo.

–Somos amigos, ¿no es cierto? –dijo, y miraba hacia el placard con una sonrisa un tanto artificial, como de compromiso, casi la sonrisa de un empleado al festejar un estúpido chiste de su jefe.

–Mamá, yo... voy a llamar al médico, ahora mismo lo llamamos y...

–No.

La pava, no sé cuándo, había dejado de tiritar, y aunque supuse que el fuego ya había evaporado el agua, que pronto el acero empezaría a quemarse, me quedé junto a mamá, esperando algún tipo de explicación mínimamente lógica, pero mamá insistía:

–Estoy bien, no...

 Y yo de verdad quería creerle, pero ¿y si era como dijo el médico? ¿Y si era que mamá había empezado a alucinar? ¿Hace cuánto habría empezado a...? ¿Tan rápido podían empeorar los síntomas? ¿Cómo podía ser, si apenas ayer...? Cuando dejé de pensar en eso vi que mamá, en puntas de pie, estiraba los brazos para pasar, de manera casi cariñosa, una franela por el vidrio de los frascos, un gesto maternal, de protección, que conecté con el de un adulto al taparle los oídos a un chico justo antes de decir alguna barbaridad.

–Por favor, mami, ahora mismo tiramos todo ese asco a la basura.

Me acerqué y agarré un frasco, el más grande, que debía pesar más de dos kilos, y supuse era el de su primera operación. Mamá, que seguía en puntas de pie, apoyó enteras las plantas sobre el piso, con el suspiro de alivio de quien pisa tierra firme, y a la vez una mueca que parecía recortada de una película de terror.

–No –dijo, mientras me agarraba de un brazo con una fuerza que no sabía que podía tener.

Di media vuelta y avancé hacia el pasillo con el frasco en la mano; mamá me seguía sin soltarme el brazo.

–Salí, me duele...

–No.

–Sí, mami, ahora mismo tiramos todo –levanté el frasco con un gesto repugnante, aunque para no mirarlo giré la cabeza hacia el otro lado.

–No.

–Te pido por favor, má, el médico dijo que tenés que ser positiva, pensar en cosas lindas y no en...

–No...

–Vos lo escuchaste, dijo que si empezabas a ver... no sé, cosas, que podíamos llamarlo, que él te daba unas pastillas y...

–No, por favor...

Ya en la cocina, junto al tacho de basura, mi brazo listo para encestar el frasco, mamá me miró fijo. Y por primera vez desde que ella había enfermado vi cómo toda su fortaleza se derretía, se hacía líquida en sus ojos. Y en ese Aleph de lágrimas también la vi a ella, cansada, con la cofia puesta, camino al quirófano una y otra vez, su máscara de soy fuerte, su saludo guerrero de nos vemos pronto, y a las enfermeras manipulando su cuerpo todavía anestesiado en la cama del hospital; vi sus desayunos de yodo radioactivo y sus efectos adversos de ir al baño todo el tiempo; vi la casa de Mataderos y a mamá de jovencita, cómo cuidaba a su propia madre cuando al enfermar, igual que ella, enfermó sin vuelta atrás; vi a mamá como madre de sus propios hermanos, y también la vi al hacerme trenzas para un acto escolar; vi sus raquetas de tenis, sus días del amigo en Colonia, a todas sus amigas, también a ella con papá; vi sus cejas maquilladas y sus sonrisas, sus colmillos desparejos, los aros de piedras violáceas, sus mejillas perladas por la crema antiedad; incluso alcancé a ver el departamento de la calle Artigas, y una noche en que yo, de seis o siete años, tuve fiebre, sus manos con paños fríos en mi frente, y sus brazos, cómo sus brazos, porque solo sus brazos, lograban calmarme. Entendí que debía dar unos pasos al costado, dejar el frasco sobre la mesa y abrazar fuerte a mamá.


Autora: Yanina Rosemberg

  

Es farmacéutica y licenciada en Letras. Es autora de La piel intrusa (Páginas de Espuma, 2019), libro de cuentos premiado por la Fundación El Libro. Traducidos al inglés, sus relatos han sido publicados en diarios, antologías y revistas literarias internacionales como Trampset, Granta, The Journal, Iowa Literaria, Revista Ñ/Clarín, entre otros, y han sido premiados en Argentina, Perú y España. Su primera novela, Momento Estocolmo, fue distinguida por el Fondo Nacional de las Artes.