William Harvey, el dogma, la teoría y la práctica | 19 MAR 23

Teorías si sentencias no

El arduo camino entre la teoría y la praxis en la historia de la ciencia y la medicina
Autor/a: Dr. Oscar Bottasso 

Las observaciones -y, más todavía, los enunciados de observaciones y los de resultados experimentales- son siempre interpretaciones de los hechos observados, es decir, que son interpretaciones a la luz de las teorías. (Karl Popper)

Derivada del griego theōría -por contemplar- el término está particularmente referido al pensamiento especulativo. Teoría también tiene que ver con nuestra capacidad de entender, de avistar más allá de la experiencia perceptible. En paralelo, el Theorein fue igualmente asimilado al acto de asistir a la puesta en escena de una obra teatral. Remedando aquellos anfiteatros donde se representaban las tragedias griegas, quienes acumulamos demasiados abriles, supimos de tantísimas clases teóricas con ribetes de verdaderos melodramas helenísticos.

Epistemológicamente, las teorías constituyen un conjunto de estructuras, donde abundan muchos términos observacionales (para la medicina glucosa, fiebre, peso) y otros teóricos ideados por la misma ciencia, como el epigenoma, con una chance variable de llegar a posicionarse en el primer grupo en determinado momento. Se trasladan con mayor o menor éxito a la realidad, en función de sus modelos de aplicación cual especie de anclaje entre lo uno y lo otro. La misma fenece cuando el empleo de los mismos deja de funcionar.

La transición entre una concepción teórica y la subsiguiente no es fácil, ni que hablar si esta subsumida en un auténtico cambio paradigmático. El caso que hoy traemos a colación, precisamente en la persona de William Harvey (1578-1657) nos ayuda a visualizar estos avatares. Al maestro le cupo vivir en un tiempo en que el estudio de la anatomía comenzaba a permear toda la medicina, a la par de advertir la necesidad del conocimiento fisiológico, para comprender cabalmente el comportamiento del cuerpo humano. Gracias a esa preclara percepción llegó a vislumbrar el modo en que la sangre realmente circula por el cuerpo; en oposición a lo que venía sosteniendo la tradición secular.

Mucho antes del siglo XVI, el tema de cómo se generaba la sangre y su destino dentro del organismo venía preocupando al grueso de la profesión. Ya en la antigüedad se hablaba de una producción continua, por lo que no existía razón para preocuparse con las sangrías. El griego Herófilo de Calcedonia (335-280 a. C.) llegó a la conclusión que las arterias transportaban sangre en lugar de aire en tanto que Erasístrato de Ceos (304-250 a. C.), imaginó que esta debía circular de manera similar al flujo de la savia en los árboles para lo cual el corazón debía funcionar como una bomba impulsora. Bastante bien rumbeados los muchachos. Galeno no solo fue crítico de Herófilo y Erasístrasto, sino que se puso a concebir sus propios dixit circulatorios. A partir de los trabajos en animales el natural de Pérgamo estableció la existencia de dos tipos de sangre: la fresca y roja oscura que a través de las venas se dirigía a la aurícula derecha y luego al ventrículo derecho para franquear el tabique y llegar al lado izquierdo, donde se mezclaba con la sangre arterial rica en el aire de los pulmones, y más brillante. La sangre venosa era producida en el hígado a partir de sustancias nutritivas a fin de sustentar órganos y tejidos. Por su parte la acción de las arterias era llevarla desde el corazón al cerebro, para su filtración y purificación.

En 1924, un facultativo egipcio, Muhyi ad-Din at-Tatawi, consiguió recuperar algunos escritos poco conocidos del médico Ibn an-Nafis (1210-1280) quien había aportado algunas ideas sobre la mentada circulación. Ibn an-Nafis acordaba con algunas propuestas de Galeno, pero disentía con la afirmación de los poros del tabique como posibilitadores del pasaje del noble fluido. Ibn an-Nafis pensaba que el mismo debía ir desde el ventrículo derecho a los pulmones para adquirir aire, y solo entonces entraría al ventrículo izquierdo! Si la obra de Ibn an-Nafis se hubiese traducido oportunamente la visión Galeno habría perdurado menos.

Tras casi cuatrocientos años William Harvey entra en escena; hijo de un exitoso hombre de negocios, con vocación para la medicina. Graduado en Cambridge, en 1597 prosiguió sus estudios en la Universidad de Padua, guiado por Hieronymus Fabricius. De regreso en Londres obtuvo una posición en el Hospital St Bartholomew y fue miembro del Royal College of Physicians. Durante el transcurso de su labor profesional, fue médico de James I, como así también de Carlos I.

Las iluminantes inferencias de Harvey estuvieron basadas en minuciosas observaciones clínicas y experimentos de vivisección, como buen Moderno que era. Durante su pasantía en Padua tomó conocimiento del descubrimiento de Fabricius sobre las válvulas presentes en las venas. Si bien se sentía fascinado por este hallazgo, el paduano no terminaba de brindar una clara explicación en cuanto al propósito de este elemento en términos funcionales. Harvey estaba decidido a indagar sobre el movimiento del vital elemento, y al reconocer que en los animales de sangre caliente la sístole y la diástole ocurrían muy rápidamente decidió realizar vivisecciones en aquellos de sangre fría, porque en estos el corazón latía más lento, con lo cual se facilitaban los estudios. Las venas parecían llevar el fluido en una sola dirección: hacia el corazón. Para reforzar sus presunciones circulatorias colocó una ligadura en la parte superior del brazo de una persona a fin de interrumpir el flujo tanto arterial como venoso. Así observó que la parte del brazo por debajo de la ligadura estaba fría y pálida, mientras que por encima aparecía caliente y tumefacta. Al aflojar la ligadura, estas modificaciones desaparecían. También observó que era posible propulsar la sangre venosa hacia el corazón, pero no al revés; lo cual venía a esclarecer el papel de las benditas válvulas de Fabricius.

Posteriormente concluyó que la sangre era expulsada de los ventrículos durante la contracción o sístole la cual arribaba a esa cavidad desde las aurículas durante la expansión o diástole.

La controversia en torno al pulso arterial es un ejemplo acabado de hasta dónde nos pueden conducir las máximas en la piel de teorías. No debe haber sido sencillo salir a objetar la geometrización de Galeno según la cual la arteria se dilata simultáneamente con el pulso ya que el corazón envía los espíritus vitales fortaleciendo la “vis pulsifica[1]”, para así aumentar la luz del vaso. El fenómeno en realidad era consecuencia de la arremetida de la sangre contra la pared arterial, tras ser eyectada por el corazón. Esta “vis afronte” del torrente sanguíneo era en realidad lo que expandía el vaso: arterias distendi, quia replentur, ut sacculi et utres, atque non repleri, quia distenduntur ut folles.[2]

 

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