La verdad y otras mentiras | 27 MAY 09

La muerte y otros silencios I

La palabra ausente y la muerte propia.
Fuente: IntraMed 

Un hospital es siempre un sitio caótico. Un espacio habitado por un silencio ficticio. Bajo su aparente calma se ocultan pliegues de vértigo y confusión. Uno es allí siempre extranjero, cautivo de su atmósfera impersonal, anónima.

La habitación de Valentina era, sin embargo, luminosa y amplia. Podían verse las copas de los árboles y un fragmento de cielo recortado por los límites de la ventana. La cama inusualmente alta, las colchas dobladas con una precisión artesanal. Su silueta era la esfinge de una virgen cadavérica, quieta y muda. El cabello recogido, el rostro limpio y ausente. Los ojos abiertos no miraban hacia ninguna parte. El brazo derecho se extendía por fuera de las ropas y desde él partían -o llegaban- una serie de cánulas conectadas a tres frascos que colgaban de un pié metálico. El conjunto resultaba armónico, fatalmente sereno, aunque algo siniestro.

Fernando, su esposo, descansaba sobre un pequeño sillón en las proximidades del sueño. Joven aún y vestido con elegancia pero sin ostentación. Algo en su expresión - no sabría especificar qué – delataba cansancio, una fatiga inscripta en el cuerpo que le llegaba desde un tiempo inmemorial como si siempre hubiese estado allí.

La entrada del médico produjo efectos inmediatos. Un sobresalto en el hombre que abrió sus ojos y se puso de pié y un trémulo estremecimiento en la mujer, algo mínimo, apenas perceptible.

Seguido por una asistente el doctor se acercó a la enferma. La observó, tomó su mano, miró el complejo sistema de tubos que salía o ingresaba en su cuerpo y luego fijó su mirada en el marido. Habló con tono acusador.

- Me han informado que ha decidido llevarse a su esposa a casa. Vine a discutir ese tema con usted.

- Creo que ya lo hemos discutido antes doctor.

- Hemos hablado del estado de salud de Valentina, de sus posibilidades, pero en ningún momento de sacarla del hospital.

- Si no hay nada más por hacer, tampoco hay motivos para permanecer en este lugar.

- Hay límites. Una cosa es su mal pronóstico y otra es alejarla del cuidado médico.

- Sus límites no son los míos doctor. Le agradezco su preocupación pero nuestros criterios no coinciden.

- Valentina morirá en su casa, en poco tiempo.

- ¿No sucedería eso también si se queda en el hospital?

- Sí, pero más tarde, y en otras condiciones.

- No creo que a ella le interesen ninguna de las dos cosas.
- ¿Va a decidir Ud. por ella?

- ¿Hay otra alternativa? O cree que Ud. está en mejores condiciones para hacerlo sin haber escuchado jamás su voz, sin conocer sus creencias, sus deseos, sus valores.

- Dispongo del conocimiento que me permite evaluar la situación de un modo más objetivo que usted. Puedo abstraerme de sus emociones y evaluar el caso con neutralidad.

- Se lo agradezco sinceramente doctor pero no estamos interesados ni en su objetividad ni en su neutralidad. No ahora, no en estas circunstancias.

- ¿Qué le ofrecerá en su casa que acá no tenga?

- Un lugar habitable, una historia, la intimidad y la dignidad de pasar sus últimos días en un espacio que ha sido el suyo.

- ¿Si se trata de confort?

- No se trata de confort.

- ¿Si quiere recibir más visitas?

- No se trata de visitas.

- ¿Podemos solicitar un subsidio para solventar los costos del tratamiento?

- No se trata de costos.

- Lo comprendo, aunque no lo justifico. Estamos empeñados en un combate frontal contra el mal que padece Valentina. La enfermedad y nosotros en una lucha cuerpo a cuerpo. Valentina es el campo de batalla.

- Son esos justamente los argumentos por los que nos vamos a casa. No estoy dispuesto a convertir a mi mujer en campo de batalla si ello no implica una posibilidad razonable de vencer.

- Entonces haré los arreglos y le dejaré una forma de contacto ante cualquier eventualidad. Puede contar con nosotros cuando sea necesario.

El médico y su asistente se retiraron.


Hacía más de veinte años que estaban juntos. Las cosas se sucedieron naturalmente, casi sin proponérselo. La vida transcurrió en un tono menor, como una melodía monocorde y repetitiva que, finalmente, ambos terminar por no escuchar más. La primera casa: austera pero confortable. El único hijo: deseado y recibido con alegría. El trabajo: liso, sin sobresaltos. Las vacaciones: regulares, pero sin entusiasmos.

Fernando pintaba desde la adolescencia. Tenía afinidad por la luz y una mirada infrecuente que le permitía producir imágenes extrañas y perturbadoras. Pasaba noches enteras encerrado en su taller ensayando perspectivas y mezclando colores. En ese pequeño espacio encontraba una rara inquietud que lo rescataba de la indiferencia de todas las cosas. Algo -que él no podía nombrar- le producía un entusiasmo furioso que en ocasiones lo asustaba. Entonces se avergonzaba de esa sensación. Decidió callarla, incluso para sí mismo. Vivía la experiencia pero jamás reflexionaba sobre ella. Valentina pudo, pero no quiso, ingresar a ese mundo privado.

Tampoco esto le ocasionó mayores angustias. Supo que aquel sería su reducto personal, íntimo. Necesitaba conservar ese lugar y esas horas como un refugio privado. Le resultaba imprescindible pero nunca sintió la necesidad de compartirlo ni se esforzó en ocultarlo.

Al poco tiempo de vivir juntos recibió el pedido de su mujer como si lo estuviese esperando. No opuso resistencia. Sospechó que era un hecho trascendente y que algo en su interior se quebraba de manera definitiva desde ese momento. Pero lo aceptó con una sorda resignación. Entendió que algo en él callaba para siempre pero no supo qué era. Sintió que desde aquella tarde dentro de su cuerpo habitaba un cadáver.

Invirtió todo un domingo en guardar sus pinceles en cajas de cartón y proteger con diarios viejos las obras ya finalizadas. Tiró a la basura los bocetos abandonados. La habitación de la terraza se convirtió en sala de planchado. Un olor a ropa húmeda y un atmósfera pegajosa lo expulsaron de allí durante los últimos veinte años. No había para qué volver, y jamás volvió.


Los primeros dos días con Valentina de vuelta en la casa se sucedieron con relativa calma. Ella permanecía sumergida en un letargo que la sacaba del mundo. Había que fijar la atención para percibir algún signo de vida en su cuerpo. No se quejaba, pero eso hacía que tampoco emitiera ese lamento apenas audible que hasta hacía poco había sido su único signo de comunicación con el mundo. Fernando no supo qué era peor. Permaneció a su lado de día y de noche. Comió, durmió y recordó a su lado. Ni la enfermera ni su hijo lograron alejarlo de allí en ningún momento. No podría decirse que lo movía un sufrimiento atroz. Tampoco una indiferencia ciega. Sintió que debía permanecer allí y allí estuvo. Eso fue todo.

Al tercer día subió al cuarto de planchado para regresar con un atril de madera envejecida y dos lienzos amarillentos. Los ubicó frente a su mujer de manera que recibieran toda la luz que provenía desde la ventana. Enjuagó los pinceles y ablandó los pomos de pintura. Tuvo que descartar la mayoría por inservibles pero logró reunir una cantidad suficiente. Se detuvo un largo rato observando la escena antes de comenzar a dibujar con carbonilla negra sobre la tela. Desde entonces no se detuvo más. Pintaba y dibujaba durante horas sin emitir sonido mirando a su mujer sólo cuando el dibujo lo requería. Cada dos o tres días, según el caso, consideraba finalizado un cuadro y lo ubicaba sobre el piso debajo de la ventana. Lo observaba con atención, “clínicamente” y dejaba una pequeña esquela debajo del lienzo con observaciones: “está perdiendo expresión en el rostro” o “ahora se observan signos de adelgazamiento” o “desde el Jueves no mueve los labios” o cosas por el estilo. Luego se dormía exhausto y satisfecho sobre el sillón.

Fue necesario que la enfermera y su hijo se ocuparan de proveerle los insumos para su tarea. No tenía que solicitarlo, ellos inventariaban las reservas cada día y se ocupaban espontáneamente de reponer lo faltante. Ninguno de los dos logró, y no por que no lo hubieran intentado, establecer una conversación con Fernando. La única vía de relación parecía restringirse a sus escuetas observaciones escritas al pié de cada obra. Fuera de éso, silencio, sólo silencio.

 

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