"¿La verdad es un síntoma?" María Negroni
Arturo acaba de cumplir 65 años. Ha sido pediatra durante los últimos cuarenta y desde anoche calla y mira el techo sobre la cama de la Unidad Coronaria. Atrapado en su casa, en su consultorio de barrio y en el hospital regional ha sido un hombre bueno, un médico abnegado, un padre sensible y un marido resignado. Como casi todos, aceptó el disfraz que él mismo se puso y actuó el personaje que eligió representar.
Pero anoche le dolió el pecho. Un animal enorme se le sentó encima. Pudo oler el agrio perfume de la muerte y escuchar el estruendo final del tiempo que se acaba. Lo recibió con serenidad. Como un castigo justo que él mismo reclamaba. Todos somos culpables de algo, pero Arturo tenía plena conciencia de ello y ya no podía soportarlo. Allí afuera su mujer llora y hace el repertorio de todo aquello que le recomendó y Arturo nunca hizo. Una serie larga y pormenorizada de trivialidades que ahora la enfermedad le cobra en su nombre. El balance absurdo de unos pecados que no ofenden a nadie. Un cigarrito a escondidas, sus escapadas de pesca con amigos, el queso de cabra y el salame de campo, el vinito casero y la siesta del domingo. Arturo lo sabe. Y lo prefiere. Desea verse obligado a arrepentirse de sus faltas menores y guardar su auténtica condena para su propia intimidad como un secreto intransferible.
Anoche le dolió el pecho y fue un alivio enorme. Lo esperaba. Sabía que iba a llegar pero ignoraba cuándo. El dolor le oprimió el tórax pero le aligeró el alma. Como una fiera invisible al que él nunca le había visto la cara pero sabía que estaba allí, ese dolor siguió sus pasos hasta tomarlo por el cuello. Él necesitaba que eso sucediera para mirarlo a los ojos, para poder nombrarlo. Ahora, que se siente un poco mejor, percibe las cosas tan claras como si un agua purísima les hubiera lavado las sombras. Piensa, pero por primera vez en décadas, vuelve a pensar en él mismo, y ya no sabe cómo hacerlo. Exiliado de sus propios sueños, pálido, tras años de una hemorragia continua que le quitó todas sus ilusiones, se observa incrédulo como si fuese otro. La muerte lo rozó con sus alas y le encendió la memoria con una luz siniestra que ilumina su propia derrota.
Quiere hablar. Lo escucho como a tantos otros antes. Como parte de una ceremonia que conozco bien. Anticipo lo que me va a decir. Cambiarán la historia y los personajes, pero el drama de una vida vista desde la perspectiva de esta cama es un guión que ya han actuado para mí muchos actores.
Hace más de veinte años comparte la vida con la familia de su amigo de la universidad. La tardes de paseo con los chicos, las cenas, los cumpleaños, las navidades y los bautismos. El espectáculo conmovedor de los hijos que crecen y de sus propias vidas que se hunden. La serenidad de los días iguales y el olvido de sí mismos. La felicidad como una jaula. El cautiverio en un mundo donde nunca pasa nada porque ya nadie espera nada. Dos familias que recorren sin sobresaltos un camino que no conduce a ningún lado.
Pero apenas comenzada esa amistad tan entrañable Arturo sintió que la mujer de su amigo veía, como él, el estúpido lugar donde se estaban instalando. Como él, percibía ese naufragio voluntario y callaba. Largos silencios los sorprendían mirándose. El agobio de los festejos y las reuniones de fin de semana los ahogaban como un gas venenoso que sólo ellos respirarban. Comenzaron a intercambiarse libros. Más tarde a subrayar fragmentos que hablaban de lo que no se animaban a decirse. Los textos iban y venían con una asombrosa velocidad. Se acostumbraron a hablarse de aquella manera silenciosa y ajena. Permitieron que Murakami, Pavese, Saramago o Pessoa hablaran por sus bocas. Se soñaron en secreto muchas madrugadas. Les gustaba coincidir en la cocina o en el pasillo del baño donde el roce fugaz de sus cuerpos les erizaba la piel. Hasta que una tarde se encontraron en la plaza empujando las hamacas de sus hijos bajo el implacable sol del verano. Uno al lado al otro dejaron que el sonido de las cadenas los guiara hasta sus propios corazones. Nada en sus cuerpos delataba lo que les estaba sucediendo. El trémulo temblor de la proximidad y la certeza de la infinita distancia. Los separaba apenas un paso. Pero ese paso incluía un abismo. No hubo emociones en el tono de la voz. Pero se miraron y se vieron llorar. La mujer quitó la vista como si estuviese viendo a un demonio. Empujó la hamaca con más fuerza y habló con los ojos ciegos en el horizonte del domingo. “Esto no puede seguir. ¿Te das cuenta? No puede seguir.”
No hubo más libros, no más miradas, ni silencios compartidos. Esa mujer durmió en su cama como un fantasma y lo acunó en sus noches vacías. Dos décadas de insoportable felicidad familiar les contaminó la sangre hasta hacerlos creer que habían olvidado lo que jamás sucedió. Una rutina sin sobresaltos los preservó de enfrentar el horror de no haberse atrevido. La cordura sensata de los cobardes los abrigó de la intemperie del mundo. Les cubrió las caras con una máscara de hierro. Les cosió el cuerpo con hilos de acero y secó el manantial de todas sus humedades como un sol mortífero e impiadoso. El absurdo fantasma de la traición los amordazó hasta arrancarles las lenguas. Los éxitos minúsculos de la vida los distrajeron de lo incurable. Adoptaron lo que suponían inevitable y se acomodaron sin resistencia en la provincia fatal de la desdicha que no se combate y de los sueños que no se persiguen.
Hace apenas quince días las dos familias se reunieron para celebrar la graduación de uno de los hijos de su amigo que se iba a vivir solo. Hubo comidas exquisitas y bebidas prudentes. Lágrimas de despedida y abrazos de dolor ante un hijo que se aleja. Arturo recogió en una bandeja las tazas y los platos y los llevó a la cocina donde la mujer permanecía de pié, absorta, paralizada. El chorro de agua salía de la canilla y una montaña de espuma verde desbordaba la pileta. Arturo cerró la canilla y apoyó su mano sobre el hombro de su amiga. Sin darse vuelta ella le dijo: “¿Sabés Arturo? Vos y yo nos vamos a morir sin habernos atrevido.” Se dio vuelta y le acarició la cara con la punta de los dedos. La recorrió desde la frente hasta el cuello. Arturo no supo qué hacer. Ella rodeó su cabeza y lo besó en la boca. Su lengua tibia depositó en la de Arturo el veneno mortal de la memoria. Él dejó la bandeja sobre la mesada y se fue. Ella abrió la canilla y lavó los platos. Otra vez las cosas retornaron a la normalidad. Pero para Arturo ya nada fue igual.
Los espectros del cadáver de sí mismo -que hasta entonces consideraba definitivo- lo rondaron sin descanso. Volvió a ver el futuro como una alternativa pero tomó conciencia de su extrema brevedad. Pudo ver hacia atrás sobre el camino de su propia vida y lo que vio lo estremeció hasta la locura. No durmió, pero logró volver a soñar. Por primera vez en muchos años las mujeres se encendieron en la penumbra espesa de su imaginación que agonizaba. Y fue feliz, y desgraciado. Vio su propio cautiverio por una ventana minúscula que se le abrió en los ojos. Una ventana, como una mujer, siempre tientan a escapar. Pero escapar nunca es gratuito, ni el coraje un recurso renovable. Escuchó esa música prohibida que todos silenciamos pero supo que ya no sería capaz de bailarla. Arturo deambuló esos pocos días como un sonámbulo en busca de su precipicio. Lo sobrevolaron los pájaros negros de la autodestrucción y los mortíferos fantasmas del fracaso. Pero anoche le dolió el pecho. Y desde entonces piensa, habla y me mira como un niño asustado. Me interroga sin preguntas aunquelos dos sabemos que yo no tengo las respuestas.
Mañana por la mañana le presentaré su caso a mis compañeros. Les hablaré de moléculas y de sustancias que no explican nada, a ellos que suponen que lo explican todo.
Daniel Flichtentrei
* Imagen: Edward Hooper: "La figura y el lugar"