Jujuy es una ciudad del norte argentino rodeada de cerros en la frontera norte con Bolivia. Cercada por la Puna, ingenios azucareros y plantaciones de tabaco y cítricos. Su gente se mueve con la calma sabia del altiplano y sin la urgencia ciega de las magalópolis. Hiere el silencio apenas se sale de la ciudad. Una atmósfera serena, montañas de colores que no son de este mundo y ese silencio que aturde al viajero. Es imposible para quien llegue desde una gran ciudad ignorar la extrañeza del ambiente o dejar de percibir el estremecimiento que produce la imposibilidad de esconderse de uno mismo.
A unos 100 km de San Salvador (capital de Jujuy) está San Pedro. Un pueblo que se extiende sobre las ruinas de lo que alguna vez fue una ciudad construida alrededor del ingenio azucarero La Esperanza. Como testigos mudos de una época de esplendor que ya no volverá se ven por las calles casas de una solidez y belleza que contrastan con el crecimiento anárquico y la precariedad del presente. Allí vive don Jobino.
Un lector de IntraMed, el Dr. Juan Carlos Giménez Gloss nos advirtió de su existencia y decidimos ir a buscarlo para nuestra serie de fotoentreivstas sobre "Maestros de la Medicina".
Nos recibió en su casa junto a su esposa Esther y su hijo. Vive en un departamento austero con las paredes tapizadas de libros, una computadora que aprendió a usar y en la que escribe diariamente, fotos de los pioneros de la Medicina de la región y una sensación indescriptible pero rotunda de que allí nada es superfluo, de que en ese sitio todo tiene historia, de que sus memorias están encerradas en esos pocos metros cuadrados.
El Dr. Jobino Sierra e Iglesias llegó a San Pedro apenas graduado en Medicina en la Universidad Nacional de Córdoba y recorrió un largo camino asistencial hasta ser director del hospital del ingenio, más tarde estatizado. En ese lugar atendió a niños, hombres y mujeres ejerciendo la Medicina heroica de aquellos tiempos. En un ambiente que le permitía a sus pacientes recibir los mejores cuidados profesionales sin importar su condición social, donde resultaba posible elaborar y cumplir con planes preventivos poblacionales, detectar y resolver los problemas sanitarios más apremiantes, don Jobino fue labrando el amor sincero y la admiración profunda que hoy siente por él la gente de San Pedro. En esos tiempos -que hoy parecen imposibles- los “gringos” que manejaban el ingenio podían combinar un negocio que les permitía ganar dinero, mucho dinero, con la dignidad de volcar parte de sus ganancias en la gente que las hacía posibles. Todos los recuerdan con nostalgia y admiración, también el Dr. Sierra que investigó sobre la familia Leech y el Dr. Paterson, un médico inglés que fue el primero en ese lugar. Sobre ellos escribió dos magníficos libros.
En el hospital conoció a la enfermera Esther, formada en la escuela de la Standard Oil de Tartagal. Con ella encontró el amor, los hijos y más de 50 años de vida en común.
Me habló durante varias horas con una voz sin estridencias y con sus manos apoyadas sobre la mesa. Me escuchó como si fuese yo el que tuviera algo que decir. Me contó cosas impresionantes como si fuesen pequeñas y cotidianas. Su trabajo contra el Chagas, la Malaria o la Leishmaniasis. Su concepción científica, moral y social acerca del ejercicio del médico. Le pregunté si se sentía reconocido luego de tantos años de trabajo silencioso. Una vez más comprobé que soy un idiota. Don Jobino bajó sus anteojos hasta dejarlos sobre el borde la nariz, me miró por encima de ellos, entrelazó sus dedos. Comprendí que no entendía muy bien esa pregunta.
–Claro –me dijo- yo salgo a la vereda y las personas se detienen, me saludan, se acuerdan del parto que le hice a su madre, de la neumonía con que asistí a su abuela, de la tuberculosis del tío. Me agradecen aún hoy, cincuenta años más tarde. ¿Qué otro reconocimiento podría pedir?
El Dr. Sierra desarrolló un prolífico trabajo como escritor publicando varios volúmenes y aprobando cinco tesis doctorales en distintas universidades del país con las mejores calificaciones. Muchas de ellas luego de retirarse de la tarea profesional. Así fue como investigó con profundidad y dedicación sobre hombres ilustres de la Medicina: Arturo Oñativia, Salvador Mazza, Carlos Alberto Alvarado, Cecilio Romaña dejando sobre cada uno de ellos libros memorables que los rescatan del olvido. También se ocupó de la historia de su pueblo y de la epidemia de Cólera de 1886 entre otros temas.
Cuando le llegó la jubilación, harto de la burocracia y el retroceso de la salud pública por la que tanto había trabajado, pensó en irse a vivir a Salta y compró allí un departamento con mucho esfuerzo. Llegado el momento de trasladarse, se encontró con un vecino que le dijo:
– Dr. Usted no puede irse de San Pedro. Acá es donde está la gente que lo conoce y lo quiere. ¿Quién le daría eso en otro lugar?
Don Jobino lo pensó. Vendió su departamento sin haberlo estrenado y se quedó en San Pedro donde encuentra todo lo que él necesita. Donde su presencia tiene sentido y su historia tiene valor. A veces más, es menos.
Volví a Buenos Aires pensando en muchas cosas. En la trivialidad a la que entregamos nuestras vidas. En la absurda definición vigente del éxito. En las recompensas valiosas y en los espejitos de colores. Mientras el avión me traía de vuelta a casa pensé que don Jobino no sólo está “lejos” (a 1300 km) sino que está “antes”. El es el testimonio de una época que ya no existe y el dedo silencioso que señala lo que se ha perdido. Pensé en mi incapacidad para escuchar ese silencio insoportable y en mi cómplice tolerancia a los gritos de quienes no tienen nada que decir. Pensé en un hombre digno y austero que no busca en la vulgaridad lo que por mérito propio obtuvo con el trabajo. En ese médico de 84 años que nunca deseó ninguna de las cosas en las que muchos de nosotros invertimos nuestros días tan vacíos y en los imbéciles que suponen que todo tiene precio.
Daniel Flichtentrei
* Fotografía: Ary Kaplan Nakamura