¿Comunicados?

Tanta conexión, tan poca comunicación...

Relacionarse o comunicarse en la era del exceso.

Por Sergio Sinay 
 
En la Argentina, dicen los datos de una consultora, 18 millones de personas usan teléfonos celulares. Existen, asegura otra fuente, entre ocho y nueve millones de usuarios de Internet. Y hay alrededor de dos millones y medio de cuentas de correo electrónico. ¿Qué significan estas cifras en un mundo que ha hecho de las estadísticas y de los porcentajes verdaderos tótems, muestras de verdades indiscutibles? En principio, se da por descontado que esto nos incluye, de manera irreversible, en el mundo globalizado, que nos hace partícipes de la comunicación y beneficiarios de su tecnología.

La necesidad de comunicarnos es evidencia clara de la diversidad que nos define como humanos. No hay dos personas iguales, no hay dos experiencias idénticas. En la vinculación de estas diferencias nos reconocemos. Es el otro, el semejante, su mirada y su presencia quien garantiza nuestra identidad. Tenemos nombres para ser llamados, nombrados, entre otros, por otros. Comunicarse es alcanzar la humanidad del otro y abrirle el acceso a nuestra propia humanidad. Es ampliar la mirada sobre nuestras experiencias, ofrecernos mutuamente diferentes perspectivas sobre nuestras historias y sobre nuestra condición común. La condición humana. La comunicación es impensable sin el prójimo, el semejante. Y, considerándola así, hasta podríamos decir que la comunicación es amor.

¿Millones de celulares y de cuentas de correo electrónico y de chateadores”  (conversadores cibernéticos, a veces de tiempo completo) son testimonio, entonces, de un mundo más comunicado?

La respuesta pide que quitemos la vista de las cifras y estadísticas para posarla en las personas. Podríamos ver, así, parejas que transcurren un almuerzo completo (están ahí, en cualquier restaurante) con uno de ellos aferrado a su celular, en una o en varias conversaciones en serie. No cruzan palabra entre sí. No se miran. Veríamos familias que, en apariencia, comparten una actividad, en donde uno o más de sus componentes están de cuerpo presente, pero ausentes desde lo vincular. Se los ve rehenes de su celular. En aeropuertos, salas de espera, supermercados, centros comerciales (esos sitios que el antropólogo francés Marc Augé denominó no lugares) nos encontraremos con seres mudos, sin contacto entre sí, con sus miradas absortas en las pantallas o perdidas en el vacío mientras sus orejas (que no oídos) están pegadas a un auricular. En las calles veremos amigos, matrimonios, padres e hijos, que caminan como si anduvieran por rieles paralelos, que no se tocan, mientras hablan, tecnología mediante, con alguien que no está allí. Entretanto, llueve sobre nosotros una incitación cotidiana: ¡conectate!

El celular, el correo electrónico y toda la parafernalia comunicante de nuestra era tienen la virtud de abreviar los tiempos y hacer desaparecer los espacios que nos separan de otros. Son medios para salvar distancias con diferentes propósitos (afectivos, médicos, económicos, comerciales, científicos, deportivos, informativos, etcétera). El problema con los medios de cualquier tipo surge cuando se convierten en fines.    Y quizá sea tiempo de preguntarnos si estos medios de comunicación no se han convertido en fines en sí mismos. De a poco se desplaza la cualidad del servicio y aparece la de símbolo de identidad. Sin celular,     sin cuenta de correo electrónico, se corre el riesgo de empezar a quedar afuera de ciertos vínculos y actividades. Escuché decir hace pocos días a una mujer de 35 años, tras haber salido con un hombre: “Me encanta, es inteligente, me atrae, pero no tiene celular, ¿qué puedo esperar de él?”.

No sólo se trata del celular, la computadora, la palm o la cuenta de correo, que como medios tienen una utilidad. El riesgo es que se puede no pertenecer simplemente por no exhibir el adminículo de última generación. “¿No te da vergüenza andar con esa cosa de hace cinco años?”, escuché preguntar, en un restaurante, a una persona al ver el celular de su acompañante. La comunicación ya no es lo importante, sino el objeto, el aparato, el artefacto. El medio es el fin. De hecho el uso del celular en ciertos lugares donde se necesita silencio, sólo interrumpe la comunicación de los demás, del prójimo.

Muchas conversaciones y mensajes de texto por celular, mucho chateo no son más que intercambios onomatopéyicos, deformaciones y empobrecimiento del idioma, sobreentendidos, simples ejercicios destinados no al receptor, sino a hacer ostensible algo ante quienes están alrededor. El 90% de los mensajes electrónicos, admiten los estadígrafos, es correo basura (spam). La comunicación en sí importa cada vez menos. Ya no se trata de alcanzar al otro en un lazo esencial que nos recuerda nuestro vínculo, nuestra calidad de semejantes. Lo que cuenta es la apariencia: aparentar que se está comunicado. Que me llaman, que llamo, que no estoy solo. Porque en la posmodernidad estar solo es una mácula. Aún cuando para reflexionar, para registrar el propio mundo interior, para transitar ciertos procesos (de duelo, de creación,  de gestación, de búsqueda espiritual, de crecimiento) la soledad sea parte necesaria del itinerario. Hay que aparentar que se está ocupado y contactado, que se pertenece al universo virtual de los conectados.

¿Están de verdad vinculados, en un sentido trascendente, los habitantes de ese universo? En su lúcido y movilizador ensayo Amor líquido, el sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman alude a este fenómeno y concluye que cada vez hay más gente conectada y menos personas comunicadas.

Asistimos a un crecimiento metastático de la conexión y a un empobrecimiento dramático de la comunicación. Los medios de comunicación se convierten en fines (hay que cambiar el celular cada seis meses, renovar la computadora todos los años, la palm envejece en semanas, el último juguete se llama I-Pod, hay que ganar velocidad en la comunicación, aunque nada tenga que ver con la profundidad o la realidad del encuentro).

Mientras más mensajes cruzan el espacio, menos contactos ciertos, con soporte y significado, con presencia y compromiso, parece haber entre las personas. De esto da fe una cierta angustia existencial, una creciente pregunta por el sentido real de la existencia que se escucha en cuanto se establecen conversaciones verdaderas, sostenidas, ni efímeras ni virtuales. Si nos prometemos con un amigo una charla con tiempo y sin celulares que nos interrumpan, aparecerán los temas postergados, las necesidades desoídas del alma. Invito   a realizar esta experiencia.

Vivimos una era de contactos virtuales y soledades reales. El uso que se le está dando a los aparatos de comunicación no hace más que subrayar esto, lo profundiza. Quizá debamos volver a las herramientas de enlace imperecederas y esenciales, aquellas que siempre, han estado en nosotros. La mirada, la palabra, la presencia, la escucha receptiva, la palabra elegida desde la empatía, el registro emocional.

Quizás una comunicación de este tipo resulte “lenta” y hasta precaria para quienes sustituyen el contacto por la conexión. Y tendrán razón. La verdadera comunicación entre las personas requiere tiempo, constancia, dedicación. Es un arte y, como todas las artes, necesita de un proceso sutil. Su resultado es el encuentro, la comunión. De lo contrario, podremos estar muy conectados (a la Red, a este aparato, al otro artefacto) y, sin embargo, muy solos.

© La Nación

* El autor es periodista y escritor.

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Ipoddies

Por JAVIER CASTAÑEDA  
(La Vanguardia, España)

Como si de una tribu de alienígenas fashion se tratara, resulta fácil tropezarse por las calles de cualquier lugar del mundo, con muchos seres con cables colgando de sus orejas. Al final de esos cables hay dos pequeños bultitos: dos colgajillos blancos que huelen a nuevo. No tienen un rostro definido, aunque sabemos que pueden adoptar quizá, el rostro de cualquiera de nosotros. Mejor aún, poseen un no-rostro común a todos; que viene ataviado por ese nuevo artilugio que les une, a su música por un lado, y a todos ellos entre sí. Pero no se asusten, en realidad no es una invasión. Es solo una nueva y revolucionaria tribu que ha llegado a nuestras pantallas: los ipoddies.

Hoy mismo, sin ir más lejos, por la calle he visto a una persona cuyos cables aún guardaban el apresto; los dobleces y marcas que revelan la forma con la que suelen venir guardados en sus cajas y muestran el esplendor de lo nuevo. Blancos y refulgentes, los iPod y sus clones triunfan doquiera que van y provocan que la gente no sea capaz de contener la cartera en el bolsillo ante el irresistible encanto de tan seductor aparatito. Y menos aún a poder llevar miles de canciones, fotos y todo tipo de documentos encima: cabe toda una vida. El ritmo de ventas ha disparado todas las previsiones y amenaza con convertirse en un nuevo boom social que, de paso, ha activado el nervio simpático de la industria musical, que se hallaba inmersa en una encarnizada batalla.

El mundo de la música anda revuelto. Bueno, no sólo el musical, pero si es cierto que es un sector que anda especialmente revuelto y en el que –paradójicamente- reina de todo menos la armonía. Quizá porque en poco tiempo se ha pasado del vinilo y las casetes; al CD y de éste al DVD. Porque la llegada de Internet ha hecho saltar el tradicional modelo de negocio en que se asentaba la industria del disco por los aires y, porque algún que otro software -como el pionero Napster y derivados, han hecho posible que los MP3 vuelen a la velocidad de la luz por toda la Galaxia Internet. Así las cosas, la ipodmanía irrumpe en escena para dar una vuelta de tuerca más a un mundo en clave de sol; silba una nueva melodía que sólo está en la obertura.

Por un lado, los defensores de la clásica industria del disco, olvidan históricos ejemplos que muestra cómo la venta y las fábricas de hielo, cayeron en picado al inventarse las primeras neveras. Ajenos a que el modelo de negocio ha cambiado, casi tildan de delincuente a cualquiera que vaya por la calle tarareando alguna melodía sin haber pagado copyright. Por otro, la gente ofrece resistencia a pagar los desorbitados precios que puede llegar a costar un CD y mete en la tostadora todo lo que encuentra; o acude al topmanta de turno para hacerse con su música favorita. Y si la cosa ya no estaba para muchas solfas, en mitad de la batalla arrasan los nuevos reproductores portátiles de MP3, sustitutos de los clásicos walkman, que parecen haber reinventado la música to take awayi.

Desde mi punto de vista, estos gadgets unidos a nuevos modelos de negocio imaginativos, podrían ser una óptima vía para revitalizar la industria de la música –ya al parecer, los resultados de las ventas son asombrosos-. Pero lejos de afinar con notas dulces tan maltrecha melodía, la portabilidad de la música parece potenciar la guerra entre los músicos. Algunos ponen su música directamente en Internet, conscientes de que la mayor parte de sus ingresos la obtienen de los conciertos; mientras otros no dudan en reconocer abiertamente que es la industria del disco y no los artistas, la que percibe la mayor parte de los ingresos por la venta de los discos. También los hay que intentan ofrecer algún material extra con el disco (un DVD de un concierto, temas extra o fotografías inéditas, etc.); a fin de darles mayor valor añadido. E incluso los hay que por su cuenta aplican la Ley del Talión y se ponen a romper los discos que encuentran en circuitos no oficiales por la calle; o la emprenden a palos con los manteros en una suerte de cruzada personal que, lejos de acabar con las redes de producción y venta ilegal, está cercana a un matonismo de baja estofa que difícilmente parece resolver el problema.

Al margen de esta guerra abierta; lo que parece claro es que la fiebre de los ipoddies -y sus respectivos clones- ha reinventado la moda llevar todo nuestro haber digital encima: literalmente colgando. El siguiente paso para movilizar adeptos es la fusión entre el iPod y el móvil; una vez que los consumidores han bendecido el matrimonio entre el móvil y las agendas de mano (y como paso previo a la TV en el móvil). No entraré ahora en el dilatado debate sobre la incomunicación en un mundo ultraconectado; es decir, si la gente prefiere aislarse del mundo y la música a todo volumen que sale del interior de sus auriculares, a la conversación de un circunstancial vecino de tren o de autobús. Tampoco abundaré en si la música les acompaña en su trasiego diario -a veces un tanto tedioso y atestado de obligaciones- simplemente porque está de moda o para evadirse de todo. Pero sí parece muy interesante el fenómeno de que toda una vida quepa en 60GB y que podamos llevarla encima: ¿Se trata de una mera desconfianza por dejar en la computadora todo lo que nos importa?. “¿Para qué dejarla allí dentro?, se preguntarán muchos, “con tanto virus suelto, no sé si cuando vuelva estará. Mejor la llevo conmigo, me quedo más tranquilo”. Al final, va a ser verdad que el individuo del SXXI es un poco neonómada y que, lo que realmente nos importa, igual cabe en una pequeña maletita de sueños y poesía, cuya versión moderna es digital y portátil, a juego con los tiempos que corren.

'Patologías Urbanas' se asoma a la radio. Dentro del programa que dirige Jordi Sacristán en COMRádio, Tal com som, cada miércoles de 15-16.00 horas. También a través de Internet.