Opinión

Vivir la utopía de la normalidad

La psicoanalista Silvia Bleichmar reflexiona acerca del escenario propuesto por el nuevo gobierno y la reacción pública frente a la esperanza posible.

Autor/a: Por Silvia Bleichmar

Indice
1. Esperanza en peligro
2. Recuperar ilusiones

Quisiéramos volver a la cotidianidad, despertarnos mañana y que todo haya sido una pesadilla, que estos años no hayan existido. Quisiéramos levantarnos y no tener que cuidar más a la Patria como una madre enferma cuyos índices vitales seguimos todos los días en la sala de terapia intensiva, y cuyo deterioro tememos no sólo porque nos desespera la orfandad sino porque nos derrumba que ya no sea sino un remedo patético de sí misma.

Quisiéramos volver a la cotidianidad y que nuestros miedos sean los miedos de los seres que disfrutan la paz, tener miedo al fracaso en los estudios, al desamor, a la traición en la amistad, a la enfermedad incurable, a sobrevivir a los seres amados, a producirles dolor con nuestra muerte.

Pero nos tocó un país que ha dejado de ser cotidiano hace ya mucho tiempo. Un país en el cual el ejercicio diario de la supervivencia es un desafío; en el cual, desde un 'malthusianismo' perverso, durante demasiado tiempo los que cayeron no fueron los más débiles ni los más ineptos sino, muchas veces, los más éticos, los menos especuladores, los generosos, los que resistieron desde la autopreservación de la identidad a la autoconservación de la vida o al pragmatismo económico.

Porque no es verdad que los argentinos seamos, todos, una horda de inmorales y pragmáticos. Y si periódicamente perdemos la apuesta fuerte, y nos retiramos de la mesa y juramos no confiar más, no apostar más, no dejarnos convencer nunca más, ése es el momento en el cual cedemos a los inmorales y nos acostumbramos a convivir con su indecencia.

Es entonces cuando nos tornamos "pragmáticos", y abjuramos de nuestras ilusiones, y nos consideramos tontos por nuestra moralidad, y sentimos cierta envidia por los psicópatas exitosos, y nos convencemos de que no hay premio ni castigo, sino éxito, y nos vamos sumergiendo, lentamente, en la desidentificación de nosotros mismos, en la pérdida del sentimiento de pertenencia a las generaciones que nos engendraron, de los maestros que nos educaron, de los gobernantes que no se entregaron.

Y cuando emergemos del desastre, desconfiamos de nuestra propia percepción de las cosas, y en razón de ello desconfiamos de los otros, porque tenemos miedo de no estar suficientemente alertas, despiertos y avispados, para detectar el engaño del cual podemos, una vez más, ser víctimas. Y entonces, nos decimos sólo en voz baja, y de una manera un tanto pudorosa, que hemos retornado a la esperanza; porque tenemos miedo, una vez más, de que se nos diluya entre las manos.

(...)

Y tratamos de ser mesurados, y distantes, no sea cosa de que nos tomen una vez más por tontos; que después de todo esa es la mayor vergüenza que tememos los argentinos, tal vez porque en una o dos generaciones todos somos inmigrantes o payucas, y siempre nos ha dado vergüenza ser estafados, lo cual es absolutamente extraordinario, porque debería darnos vergüenza estafar, pero todo llegado a la capital, sea de provincia o del exterior, debe demostrar, desde principios del siglo XX, que no es tan tonto como parece, y que está dispuesto a no ser llevado entre las patas por ingenuo. Y que si compró un buzón lo revendió, ya que éste fue un país de revancha rápida, al menos durante un siglo y medio, hasta que se decidieron a no dejar más vivo con cabeza que el que realmente tenía la concesión de todos los buzones, o de todos los correos, esa alianza entre mafia y corrupción política con intervención del capitalismo neoliberal que no nos hizo ya el cuento del tío sino la pirámide del dólar.

Y es verdad que en los últimos años fuimos estafados, pero como todo estafado, no dejamos de ser atrapados por nuestra propia codicia. Porque nadie compra un buzón si no piensa que el otro es un tonto que lo vende barato, o un billete premiado si no está especulando con la miseria de un provinciano que debe volver a su tierra de origen, o un anillo de falso oro si no sueña con quedarse por un precio que no corresponde con el oro del anillo Y ahora, nuevamente, así como esperábamos que el estafador nos hiciera ricos, nos ilusionamos o desilusionamos con la idea de que un nuevo gobierno nos haga dignos.