¿Por qué es necesario el pensamiento crítico y escéptico en medicina? | 01 MAR 16

Una invitación de IntraMed ¡ÚLTIMAS VACANTES!

Un grupo de expertos hace una lectura comentada del libro "Escepticemia" de Gonzalo Casino que presentará IntraMed el 7 de abril
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Escepticemia de Gonzalo Casino
Una saludable invitación al pensamiento crítico

Por el profesor Alcides A. Greca (UNR)

Pensar es una función de nuestro cerebro que nos emparenta con los animales superiores y que al mismo tiempo, nos hace únicos sobre la tierra. Existe un nivel de pensamiento que podríamos denominar divagante, del que casi no somos conscientes, excepto cuando ejerciendo un acto voluntario, echamos luz sobre él. Se desarrolla de un modo enteramente automático y puede llevarnos a una retahíla aparentemente inconexa de elucubraciones, sensaciones, recuerdos, asociaciones caprichosas a la manera de monólogo interior, que muy pocos han logrado expresar como un discurso con aspiración de coherencia. De no haber sido por estos verdaderos privilegiados (¡gracias te damos, James Joyce!), muy poco o nada podríamos decir de él. Un segundo nivel es el del pensamiento rutinario, que nos permite reiterar día tras día, funciones que por repetitivas, se nos hacen más o menos sencillas sin demasiado trabajo aparente para nuestras neuronas. Algo más específico, aunque no muy elaborado, es el nivel de pensamiento controlado y orientado a un objetivo, con el que nos proponemos desarrollar una actividad determinada, que puede ser desde procurarnos el alimento, medir la presión arterial o aplicar mecánicamente el mandato de una guía de diagnóstico y tratamiento (la que nos apetezca elegir entre los centenares existentes), a nuestro paciente.

    Hasta este punto, nuestra actividad neuronal no se diferencia demasiado de la de cualquier animal con un desarrollo anatómico cerebral semejante al nuestro (un  primate tomado al azar puede servir muy bien de ejemplo). No ponemos en juego ningún refinamiento cognitivo para cumplir estas funciones. Es sólo cuando llegamos al pensamiento crítico, que el homo sapiens sapiens utiliza ese quantum de capacidad intelectual que lo hace único y extraordinario. Es este tipo de pensamiento el que nos posibilita no aceptar la información que se nos ofrece sin una evaluación cuidadosa, analizar nuestras presunciones, y sobre todo la calidad de los métodos puestos en juego para llegar a un nivel razonable de confianza en nuestras hipótesis y formular soluciones operativas para problemas complejos. Podría decirse que el pensamiento crítico nos permite la función superior de cuestionar las respuestas que nos damos a la ligera, o que tomamos de otros con no poca holgazanería intelectual. Va de suyo que este tipo de pensamiento consume tiempo y energía, pero por sobre todo, requiere un entrenamiento y una sistemática.

    El libro Escepticemia. Una mirada escéptica sobre la slaud y la información, de Gonzalo Casino, constituye una provocadora e inquietante incitación a su ejercicio, aplicado a la medicina en primer lugar, pero podría decirse, extensivo a la vida en general. Sus ensayos breves, haciendo gala de una prosa elegante, analítica, no desprovista de un humor incisivo que la vuelve más atractiva, abordan una extensa temática que abarca tópicos diversos, pero inteligentemente interconectados a lo largo de las diez secciones que componen el texto.

En los Apuntes escépticos, con que se inicia el libro, el autor nos enfrenta con la religión y el pensamiento dogmático. Este comienzo es un verdadero hallazgo, ya que intuitivamente, cualquiera pensaría que para ser crítico se debe pensar con apego estricto al método científico y despojarse de la idea de magia que cubrió durante siglos el pensamiento del hombre. El autor nos advierte sin embargo, que “el pensamiento mágico y el científico están irremediablemente presentes en nuestras vidas; lo importante es aprovechar esta cohabitación y saber discernir lo lógico de lo analógico”. La noción de inteligencia, que considera “un concepto en revisión”, sobre todo a partir de la teoría de las inteligencias múltiples de Howard Gardner, refuerza la idea que expresara claramente Stephen J. Gould en “La falsa medida del hombre”, de que el coeficiente intelectual no es más que un instrumento de la dominación y de la discriminación y que los seres humanos podemos tener habilidades diversas y capacidades complejas. Asimismo, las supersticiones, a las que llama “creencias extrañas a la razón con su irremediable arraigo”, son presentadas como sesgos cognitivos que nos habitan y a los que debemos conocer y aceptar para no ser dominados por ellos. Confundir por ejemplo, asociaciones con causas es una de las deformaciones intelectuales más generalizadas y difundidas entre la comunidad médica, que nos ha llevado a postular que se deben tratar los riesgos. La aceptación acrítica de esta propuesta, sin investigar si estamos o no frente a verdaderas causas de enfermedades ha llevado a groseros errores, a cuantiosos dispendios económicos y a no poca iatrogenia.

El capítulo Periodismo Biomédico hace foco en los comunicadores, pero los médicos debemos sentirnos especialmente aludidos. Comunicar idóneamente, a no olvidarlo, es una de las funciones fundamentales del quehacer del médico. “Para ser un buen médico – dice Casino- no basta con ser competente en el diagnóstico o el tratamiento, hay que estar bien informado y saber informar”. Ejercer un sano Infoescepticismo parece ser indispensable, habida cuenta de que “ciudadanos desinformados son más proclives a perder autonomía y tomar decisiones equivocadas”. Este aserto va mucho más allá de lo referido a la información médica y puede aplicarse a cualquier aspecto de la vida, como puede advertir fácilmente el menos sagaz de los lectores. El autor nos advierte que en España (y acaso en el resto del mundo), “los científicos y los médicos ocupan las primeras posiciones en la escala de confianza entre los diferentes profesionales e instituciones de una sociedad democrática”. Resulta evidente que esto debe cargarnos de responsabilidad a la hora de justipreciar la información médica y divulgarla.

La salud y sus contornos se inicia con un recuerdo de la definición de la persona sana, madura e integrada en la sociedad (hoy la llamaríamos el ser biopsicosocial), que diera Sigmund Freud en 1939 ante el requerimiento de un periodista, como aquélla capaz de amar y trabajar. Así de simple y de iluminante. Este feliz episodio abre el camino para la revisión del concepto clásico de salud (estado de completo bienestar y no simplemente ausencia de enfermedad, según la Organización Mundial de Salud)  y la inclusión entre las personas sanas de las que “aun con sus limitaciones, achaques y enfermedades” pueden tener una integración social adecuada. Un verdadero retorno a las fuentes. Las denominadas conductas de riesgo y su análisis crítico constituyen el tema del notable artículo Despotismo de salud. Se pregunta el autor “¿por qué se culpabiliza al obeso, al drogadicto o al sedentario y no al que hace deportes de alto riesgo?”. Es evidente que la estigmatización de ciertas maneras de vivir es una expresión más de los prejuicios de la sociedad en general y de los médicos en particular. La empatía, inteligentemente diferenciada de la simpatía (contagio emocional), permite al médico distinguir entre sus emociones y las del enfermo. Categóricamente afirma el autor que la conducta empática puede y debe enseñarse, dando por tierra con una arraigada creencia (irracional, acrítica) de que la capacidad de ser empático depende cada médico en particular, en otras palabras, de que empático se nace. Mención especial tienen las Narrativas médicas, citando a Rita Charon (“la medicina se equivocó al separar las cuestiones de la vida de la enfermedad”), la visión filosófica y la literaria como elementos centrales de la formación del médico.

La sección Mente y Cerebro, partiendo del concepto de que “son la misma cosa” y sugiriendo que los fenómenos y las enfermedades mentales son fenómenos y enfermedades cerebrales, llama la atención sobre algunas ilusiones (a las cuales les encuentra la notable denominación de neuroficciones), acerca de que modernas técnicas de imágenes como la resonancia magnética funcional o la tomografía por emisión de positrones, nos permiten ver el cerebro y leer la mente. Sin embargo, no resultan más que “reconstrucciones estadísticas de la actividad cerebral que son difíciles de interpretar”.  Los sentimientos y las emociones están todavía lejos de ser profundamente comprendidos por la neurociencia. Las imágenes funcionales “no son una fotografía de la personalidad”, dice Casino, y para disuadirnos de la tentación de caer en un neolombrosianismo, advierte que “la simple visualización de la actividad cerebral en determinadas zonas del cerebro mientras el sujeto piensa o hace algo no puede asociarse sin más a ciertos rasgos de la personalidad, ya sea la tendencia al crimen o el tener una personalidad maquiavélica que según algún estudio se corresponde con mayor actividad en la corteza órbitofrontal lateral”. Pido perdón al gran Maquiavelo por involucrarlo con un sesgo injustamente derogatorio en esta cita. En Demencia y sabiduría, y con vocabulario estrictamente científico, se hace mención a Alexander Luria, quien sostiene que con los años, “el cerebro izquierdo, más especializado en el procesamiento de patrones, gana en relevancia al derecho, más enfocado a la novedad” y remata con un esperanzador “si valoramos la sabiduría, entonces la vejez es un justo precio a pagar por ella”.

 

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