Muere Oliver Sacks a los 82 años | 01 SEP 15

Adiós Oliver

Palabras de despedida para un hombre excepcional que cambió el modo de ver las enfermedades
Autor/a: Daniel Flichtentrei La Nación
INDICE:  1.  | 2. 

Mi tabla periódica 
Me entristece no ser testigo de la nueva física nuclear, ni de otros miles de avances en las ciencias físicas y biológicas

Oliver Sacks 2 AGO 2015

Espero con entusiasmo, casi ansiosamente, la llegada semanal de revistas como Nature y Science, y me dirijo inmediatamente a los artículos sobre ciencias físicas, y no, como tal vez debería, a los que tratan de biología y medicina. Las ciencias físicas fueron las primeras en fascinarme siendo niño.

En una reciente edición de Nature había un apasionante artículo del físico Frank Wilczek, ganador de un premio Nobel, sobre una nueva manera de calcular las masas ligeramente diferentes de los neutrones y los protones. El nuevo cálculo confirma que los neutrones son muy poco más pesados que los protones (la ratio entre sus masas es de 939,56563 a 938,27231). Se podría pensar que la diferencia es insignificante, pero si no fuese así, el universo, tal como lo conocemos, nunca habría llegado a desarrollarse. La capacidad de calcular algo así, dice Wilczek, “nos anima a predecir un futuro en el que la física nuclear alcanzará el nivel de precisión y versatilidad ya logrado por la física atómica”, una revolución que, por desgracia, yo nunca veré.

Francis Crick estaba convencido de que “el problema difícil” —entender cómo el cerebro produce la conciencia— estaría resuelto en 2030. “Tú lo verás”, solía decirle a Ralph, mi amigo neurólogo, “y tú también, Oliver, si llegas a mi edad”. Crick vivió hasta avanzados los 80 años, trabajando y pensando sobre la conciencia hasta el final. Ralph murió prematuramente, a la edad de 52 años, y ahora yo sufro una enfermedad terminal a los 82. Debo decir que no tengo demasiada experiencia con el “problema difícil” de la conciencia. La verdad es que no lo veo como un problema en absoluto, pero me entristece no ser testigo de la nueva física nuclear que vislumbra Wilczek, ni de otros miles de avances en las ciencias físicas y biológicas.

Vi el cielo entero “salpicado de estrellas”. Me hizo darme cuenta de repente de qué poca vida me quedaba

Hace unas semanas, en el campo, lejos de las luces de la ciudad, vi el cielo entero “salpicado de estrellas” (en palabras de Milton). Un cielo así, imaginé, solo se debía de poder contemplar en altiplanos secos y elevados como el de Atacama, en Chile (donde se encuentran algunos de los telescopios más potentes del mundo). Fue ese esplendor celestial el que me hizo darme cuenta de repente de qué poco tiempo, qué poca vida me quedaba. Para mí, mi percepción de la belleza del cielo, de la eternidad, estaba asociada indisolublemente a una sensación de fugacidad y muerte.

Dije a mis amigos Kate y Allen: “Me gustaría ver un cielo así cuando esté muriendo”.

Ellos me respondieron: “Nosotros empujaremos la silla de ruedas”.

Desde que en febrero escribí que tenía cáncer con metástasis, los cientos de cartas recibidas, las expresiones de cariño y aprecio, y la sensación de que (a pesar de todo) he vivido una vida buena y provechosa, me han consolado. Estoy muy feliz y agradecido por todo ello, pero nada me ha impactado tanto como lo hizo aquel cielo nocturno cubierto de estrellas.

Desde mi infancia he tenido la tendencia a afrontar la pérdida —pérdida de personas queridas— recurriendo a lo no humano. Cuando, siendo un niño de seis años, me enviaron a un internado a principios de la II Guerra Mundial, los números se hicieron mis amigos; cuando regresé a Londres a los 10, los elementos y la tabla periódica se convirtieron en mis compañeros. Las épocas de tensión a lo largo de mi vida me han llevado a volverme, o a volver, a las ciencias físicas, un mundo en el que no hay vida, pero tampoco muerte.

Y ahora, en este punto crítico, cuando la muerte ya no es un concepto abstracto, sino una presencia —demasiado cercana e innegable— vuelvo a rodearme, como cuando era pequeño, de metales y minerales, pequeños emblemas de eternidad. En un extremo de mi escritorio, en un estuche, tengo el elemento 81 que me enviaron unos amigos de los elementos de Inglaterra; en el estuche dice: “Feliz cumpleaños de talio”, un recuerdo de mi 81º cumpleaños, el pasado julio. Y después está el reino dedicado al plomo, el elemento 82, por mi 82º cumpleaños, que acabo de celebrar a principios de este mes. En él hay también un pequeño cofre de plomo que contiene el elemento 90: torio, torio cristalino, tan bello como los diamantes, y, por supuesto, radioactivo (de ahí el cofre de plomo).

Tengo náuseas y pérdida de apetito; escalofríos de día y sudores de noche; y un cansancio generalizado

 

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