"Ochenta por ciento" por Ana Cerri
Llegamos a casa con el corazón en un puño. Julián apretaba mi mano tan fuertemente que me hacía doler. Doler con un dolor que no era nada comparado con lo que los dos sentíamos adentro, quemándonos.
Él se recostó; estaba extenuado. Yo di vueltas un rato tratando de hacer algo: acomodar, buscar…algo. Me fue imposible.
-Tengo que saber, me dije.
Y casi sin pensarlo, encendí la PC y escribí en la página del buscador: PREMATUROS.
Nuestra hija, Mercedes, había quedado en la clínica, desnuda, enchufada, pequeñísima y desvalida de nuestro abrazo. Fui una paciente pre-eclámptica, primeriza y, a pesar de los controles periódicos, esto nos tomó de sorpresa. Mercedes nació con ventiocho semanas de gestación y alto riesgo de no superar la prueba que significa la prematuridad.
“Veinte por ciento de posibilidades”.
Entendí claramente: junto con los hijos nacen los padres y ahora sé también que con un prematuro, nacen padres de prematuros y que esta marca la llevamos toda la vida.
El día que volvimos de la clínica a casa estábamos muertos de soledad, desvalidos de información. Nada, prácticamente nada nos dijo el único médico que tenía a su cargo la parte de neonatología. Pocas palabras, difíciles de comprender y acompañadas por una mirada fría que se estrellaba en los azulejos del pasillo.
“Veinte por ciento de posibilidades”.
Fue ese día que encendí la PC y busqué: PREMATUROS. Busqué, pero no podía quedarme quieta. Iba con el procesador de la cocina a la sala, y de nuevo a la cocina y otra vez a la sala y siempre era la misma sensación: la de hacerme pedazos contra el vidrio que mantenía a Mercedes lejos de mí, lejos de su padre, acariciada solo por vías y tubos plásticos, encadenada a un veinte por ciento de esperanzas de vivir.
Había un hueco en mi cuerpo; un asombro en mi vientre deshabitado de golpe; un desasosiego que me tenía como un fantasma deambulando con la laptop de un lado para otro mientras en el casillero de Google me esperaba una palabra: PREMATUROS.
“Veinte por ciento de posibilidades”.
A veces, ser arrojados de pronto y sin aviso a la realidad, suele ser una bendición.
Entré sosteniendo la PC como si fuera una bandeja al cuarto que habíamos empezado a preparar para Mercedes. Nada del otro mundo. Una habitación pequeña, recién pintada por su papá; un cambiador, una mesa chica y una silla. No había cuna. Ella se había adelantado sin darnos tiempo a casi nada más que a lo que, de a poco, pudimos ir poniendo. Somos gente de trabajo, vivimos bien pero sin exageraciones y nos fuimos dando el tiempo para componer el lugar que sería de nuestra hija por unos cuantos años. Tampoco tenía mucha ropa aún. La que estaba sobre la mesa, comprada por sus abuelas y eso sí, pañales que íbamos trayendo nosotros cada vez que podíamos, pañales buenos.
Apoyé la PC y acerqué la silla. Lloré mucho tiempo sentada ahí. Quería seguir llorando y no parar; vaciarme de todo el dolor que me mordía las entrañas, pero había sido arrojada a la realidad: era una madre prematura con una hijita prematura; un esposo, padre prematuro y un médico pétreo, ajeno al ansia de una palabra a la que aferrarnos.
Las mujeres solemos ser más fuertes en situaciones así, o más arriesgadas, tal vez. Decidí entonces, ponerme al frente de la prematuridad. Ahora sé: es lo que haría toda madre. Y lo haría a pesar del “veinte por ciento de posibilidades”.
Salí del cuarto, me lavé la cara, hice café mientras, con la ventana de la cocina abierta, dejaba entrar el aire; después volví al cuarto de nuestra hija: al cuarto inconcluso de la “inconclusa” y casi desconocida Mercedes. Así lo hice durante un mes y diez días cada vez que regresaba de la clínica, de esperar inútilmente en el pasillo, de enfrentarme con la escasa y poco convincente explicación que dejaba como al pasar el médico. Anoté en mi cabeza palabra por palabra, siempre insuficientes, duras, secas; las repetí con tozudez y las busqué con esperanza y desesperación al mismo tiempo, tratando de entender.
La espera de un enfermo o de alguien que tiene un ser amado en esa situación es desoladora, pero lo es más cuando quien tiene que contener, ir diciendo las cosas, marcar las posibilidades, habla difícil o pasa de largo.
Hice mi camino entonces. Hablo en primera persona porque era yo quien se empecinaba en tener toda la información pero, siempre a mi lado, compartiendo, preguntando y escuchando, estaba Julián. Nos estábamos haciendo más unidos en esta orfandad de hija en brazos. La familia también estaba muy cerca y todos tratábamos de espantar la frase más repetida, más hiriente: “veinte por ciento de posibilidades”.
Supe que la pre-eclampsia también era llamada la “enfermedad de las teorías”; conocí los porcentajes de madres que pasan por esa situación; cuántas viven; cuántas mueren; cuántos bebés superan y cuántos no, las consecuencias del nacimiento antes de tiempo. Volvíamos dos, tres y más veces por día a la clínica con Julián y seguíamos chocándonos con la negativa.
“No se puede, es peligroso, no hay adelantos, pesa un poco menos, no podemos alimentarla, no hay que moverla…”.
No, todo no, siempre no.
Pero mediaba la bendición del golpe contra la realidad y me sentí guerrera. Guerrera con una computadora como arma y montada en el dolor y la intuición. Guerrera detrás de un vidrio que frecuentemente empañaba con lágrimas; guerrera decidida a no flaquear. Un mes y diez días así, queriendo comprobar de lejos si su piel era demasiado fina, si sus orejitas se hacían algo más grandes, si se movía un poco, si su cuerpito se ponía más a tono con la cabeza que parecía enorme, desproporcionada. Un mes y diez días con el frío informe del médico y la indiferencia de las enfermeras, hasta que este golpe contra la realidad arrancó de mí el grito ancestral del parto y lo puso en una sola palabra: ¡BASTA! Esa espera era inútil, como inútil eran mis pechos rebosantes y el intento de humanizar al equipo que no era equipo.
El día del hartazgo nos hablaron brevemente de ductus arterioso y de una operación del corazón como única salida. No esperamos el final de semejante despropósito. Tomados de la mano más fuertemente que nunca, volvimos a casa. Julián tenía los ojos hinchados, lloraba en silencio. Preparé algo caliente para los dos y le pedí que se acostara, que tratara de descansar. Él debía seguir trabajando como si nada ocurriese. Me quedé a su lado hasta que se durmió y volví al cuarto de Mercedes.
Ductus arterioso: afección en la cual un vaso sanguíneo no se cierra. La palabra "persistente" significa abierto. El conducto arterial permite que la sangre circule alrededor de los pulmones del bebé. Poco después de que el bebé nace y los pulmones se llenan de aire, el conducto arterial ya no se necesita. Por lo regular, se cierra en un par de días después del nacimiento. …
Pulmones, corazón: Clínica Favaloro.
Rápidamente llamé y con una atención a la que no estaba acostumbrada, me dieron los datos y las razones por las que era conveniente comunicarnos directamente con el Hospital Garrahan.
-Ahí todo funciona a la perfección y son especializados, me dijeron.
Hospital Garrahan: de mi parte la decisión estaba tomada y es más, sentí que debimos haberla tomado antes de que pasara ese terrible mes. Ya por teléfono, solamente por teléfono, pude percibir la preocupación, el interés y la profesionalidad. Fue como sacar la cabeza del agua después de haber estado hundida hasta no poder más.
A la mañana bien temprano le dije a Julián lo que pensaba. Había hecho todas las averiguaciones por mi cuenta. No quería que él albergara esperanzas inútilmente. Cuando todo me quedó claro, le conté; si estaba de acuerdo, ya mismo lo pondríamos en práctica. Sentí, por primera vez, que me miraba confiado, descansando en mí, y eso me alentó.
Tomé los teléfonos, hice los contactos, anoté nombres, mandé mails y corrí. Aunque fuese desde lejos, quería verla. Me aferré al vidrio sin llanto y a la distancia le prometí a Mercedes que no habría ductus arterioso ni frialdad médica ni nada, absolutamente nada que pudiera detenernos. Ahora, había que apelar a la serenidad y bajar el grado de desasociego que, casi siempre, juega en contra.
Buenos Aires queda a noventa kilómetros de aquí. Hay más de una hora de viaje. Había que contar con una ambulancia de alta complejidad para traslado de prematuros. La incubadora es el vientre materno fuera del cuerpo y los cambios de temperatura son muy riesgosos.
Debíamos empezar dando pasos justos y no sería fácil. Nos opusimos terminantemente a la operación como nos aconsejaron desde el hospital. Lo hicimos terminantemente y soportando la resistencia que nos presentaron. Cuando supimos que la unidad de traslado estaba lista, firmamos los papeles el alta voluntaria asumiendo toda la responsabilidad sobre los peligros a los que, se suponía, Mercedes sería expuesta.
La palabra segura y cálida tiene el poder del agua en el desierto: sacia. Desde la llegada de la ambulancia, notamos que todo era distinto. Particularmente, sentí como si entrase en un ámbito de protección en el que sostenerme, sería mucho menos desgastante y penoso.
Esa fue la primera noche en mucho tiempo en que pude dormir un poco más y sin los sobresaltos de las otras, en las que me paseaba por el cuarto de nuestra hija sin dejarle paso al sueño. Dormirme me parecía un abandono más; era como abandonarla a un desamparo mayor.
Llegó la unidad de traslado. Todo lo indispensable para que quedase claro que era nuestra voluntad salir de allí, estaba firmado. Había sol ese día de abril. Un sol cálido que bailoteaba entre los fresnos rabiosamente amarillos. No lo noté hasta entonces, pero había perdido la capacidad de apreciar colores, olores y paisaje, aunque fuera el habitual. No registraba nada que pudiera desviarme el pensamiento de mi hijita. Fue una buena señal volver a percibir ese otoño madurando en los árboles y en el sol.
Antes de subir la incubadora nos mostraron el interior de la ambulancia y nos explicaron las precauciones que se toman en estos casos. Estaba protegido de modo que los ruidos no llegaran y la temperatura no variase. Tenían además, monitores, humidificador y aparatos muy específicos. Queríamos, con Julián, partir lo antes posible pero comprendimos que las explicaciones que nos daban era el modo de introducirnos, como se debe, a la situación de padres prematuros. Era seguridad lo que intentaban darnos. Yo lo valoré profundamente y el sentimiento de estar protegida, se hizo más fuerte.
Julián salió primero. Un amigo lo llevaba en auto. Yo viajaría adelante, en la cabina junto al chofer. Atrás, con Mercedes y aislados de la parte delantera, irían el médico neonatólogo y una enfermera especializada.
Llegamos al Garrahan. La cuidad me fue abriendo paso. Así lo viví. Era un refugio grande que nos recibía después de andar a la intemperie un mes y diez días. Se alejaba de mí aquella retahíla dolorosa que martillaba permanentemente mi cabeza y que, después supe, también la de Julián: “hay solamente un veinte por ciento de posibilidades”.
Mercedes pasó de la ambulancia a la sala de NEO. Julián y yo nos alojamos en un pabellón exclusivo para padres. Esas sí fueron mis primeras horas de dormir seguido, aunque soñé. Soñé con el médico mudo pasando sin mirarnos; soñé con el vidrio infranqueable y con el cuarto inconcluso de Mercedes, que se había convertido en mi guarida. Creo que soñé por el hábito de soñar que se había enraizado en las escasas horas en las que el cansancio me ganaba. Veníamos tan maltratados de silencios, tan ignorados en nuestra impotencia, que todo nos pareció un cielo abierto.
Ya hacía frío. Julián se fue temprano a Retiro para buscar ropa y poner en orden su situación en el trabajo. Veníamos tan maltratados de silencios, tan ignorados en nuestra impotencia, que todo nos pareció un cielo abierto.
Yo estaba un poco perdida, pero había otras madres. Se crea en el albergue del Garrahan una especie de cofradía que empieza a arropar la zona desnuda del alma. Desayuné conociéndolas y dejándome proteger. Pasamos por una charla de consejos sobre cómo movernos en “neo”; cómo alzar a nuestros hijos; cómo pasar las manos por los costados de la incubadora. Ordenamos los cuartos después y me acompañaron hasta la sala en la que Mercedes y otra cantidad enorme (eran tantos que me asombré) de prematuros estaban entre enfermeros, varones y mujeres que se movían con una seguridad y una solvencia que daban tranquilidad.
Al día siguiente hubo una charla sobre masajes que podían hacerse al prematuro cuando se lo tenía en brazos. Hubo también una explicación sencilla sobre el beneficio del “piel con piel” o “madre canguro”. No remplaza a la incubadora, sin embargo, la madre es un calefactor capaz de estabilizar la temperatura en los treinta y siete grados. El abrazo ayuda a la vasodilatación. Todo era intenso y alentador pero tanta había sido la negativa en ese mes, que veía lejos la posibilidad de ser el calefactor de mi hija.
-Esto no es para mí, pensé. No dejan alzar a nadie con el veinte por ciento de posibilidades de vida.
Me equivoqué.
Quedó atrás el vidrio, la frialdad, la lejanía. El ofrecimiento de la enfermera me paralizó. Extendí los brazos y dejé que los cables fueran acomodados sobre mis hombros. Mercedes estaba contra mi pecho; la piel de mi hija contra mi piel y mis manos, enormes, temblaban en el primer abrazo. Pero no lloré. Discipliné mis ojos para que la chiquita no sintiera el llanto de su madre, aunque ese llanto fuera de gozo infinito.
No había sido tan consciente antes, pero mi cuerpo todo empezó a sentirse vivo. En mi vientre, el vacío desaparecía; mis senos fueron resucitados cuando su manito se movió, buscándolos.
Julián regresó a la noche siguiente. No le dije nada, solo lo conduje. Las puertas se abrieron sin ninguna negativa y él, incrédulo, me siguió hasta la sala de “neo”. Temblaba, no se animaba a pasar su mano por el anillo. Mercedes se movió; berreó un poco como reclamándole coraje y finalmente, él pudo. Era una cadena de esperanza: Mercedes tomada de su índice y Julián, con su mano libre, aferrado a mí.
El eco que me golpeaba en el sueño empezó a desaparecer.
Pasaron dos meses. Nadie habló ni del veinte por ciento de posibilidades ni de operar porque el ductus arterioso…no, de nada.
Julián vivía apurado por regresar cada semana. Se emocionaba con el crecimiento de Mercedes. La miraba con ojos que, hasta que la pequeña habitó en sus brazos, yo había desconocido.
Empezaba el invierno y la pediatra, mujer contenedora y firme, con una capacidad de comunicación enorme, nos dijo que podíamos irnos a casa.
Los tres. A casa.
Era verdad que nos asustaba el frío; que nos atemorizaba estar lejos de los médicos, pero nada sería tan terrible como lo que ya habíamos pasado.
Nos fuimos.
La casa nos recibió tibia, acogedora. Había que cuidar en extremo la temperatura; monitorear la recuperación nutricional; estar atentos al ritmo de su respiración. Había aumentado de peso y no podíamos permitir que bajara. Cada día era un desafío y lo enfrentamos. Los tres lo enfrentamos.
El cuarto de Mercedes estaba terminado. Los abuelos y Julián habían dejado todo listo. Pero preferimos que ese primer tiempo estuviera con nosotros, en nuestra habitación.
Nos habían dado las fechas de los controles y las respetamos a rajatablas. Teníamos todos los teléfonos y para más seguridad, también los tenían los abuelos. Ante cualquier duda, llamaríamos inmediatamente al Garrahan. Había una distancia considerable, pero que en el hospital estuvieran veinticuatro horas a disposición, significaba estar más cerca que con un vidrio de por medio y en nuestra propia cuidad. No hizo falta acudir a esa emergencia. Fuimos, primero, cada quince días; después, cada mes y a medida que Mercedes derrotaba con fuerza el veinte por ciento de posibilidades de vivir, creciendo y respondiendo a los estímulos, la tranquilidad nos fue recompensando.
Cada vez que volvíamos al Garrahan por los controles yo recordaba aquel camino de ida. Parecía lejano. Había paisaje a los costados. Había luz. Aquel primer sol otoñal que me devolvió la capacidad de percibir que había vida alrededor, se volvió sol de verano. Ahora, nos acompañaba la certeza. Es que la fragilidad de quién amamos nos hace fuertes, tan fuertes como nunca creímos ser.
Han pasado tres años. Mercedes ha crecido bien, se ha puesto charlatana, juega y está atenta a todo lo que pasa. Yo no he vuelto a trabajar. No me convertí en una madre obsesiva pero sé, sin embargo, que hay cosas a las que debo estar atenta. Los ojos de una madre, así como lo fue la piel al principio, son el punto que mantiene el equilibrio que siempre da el amor.
Salgo, a veces, por trámites o cosas que hay que hacer fuera de la casa. Nació, espontáneamente entre nosotras, una forma de saludarnos. Cuando vuelvo, ella corre a la puerta (Julián me dice que a veces, espera muy cerca para escuchar), entonces la abrazo y la alzo:
-No sé qué haría sin vos, le digo mientras giramos.
-Ni yo sin vos, mami, me dice, acurrucándose como en mi pecho como cuando era su “mamá canguro”.
La autora: Ana Cerri nació en Rosario en 1947. Estudió Periodismo y Ciencias de la Información en la Universidad Católica Argentina y Teología en el Instituto Teresianum (Roma). Su cuento Excelsum superbum fue publicado en la Revista Ñ. La poeta argentina Diana Bellessi leyó dos de sus cuentos (El llanto y Concierto) en el blog de Patricia Kolesnicov. Ha publicado el libro de relatos "Límite Oeste".