Por Victoria De Masi
Como si fueran una bandada de pájaros celestes, las voluntarias surcan los pasillos del Hospital de Niños con su vuelo discreto. Atraviesan las arcadas de hierro que conectan una Unidad con otra y en el trayecto dejan un juguete, una sonrisa, el oído generoso para quien lo necesite. Para ellas cada sala del hospital es un nido al que hay que cuidar. Son pájaros porque se mueven juntas, porque aunque todavía no sea primavera entre todas sueltan un trino dulce que solo interrumpen ante el cartel “Silencio, hospital”.
Las Voluntarias del Gutiérrez cumplen 50 años de servicio. Son 120 mujeres marcadas por el dolor de las nenas y nenes internados, pero también las cruza ese noble instinto infantil de salir adelante. La oficina que se ganaron está en el primer piso, al lado del Aula Magna. Es tan pequeña que hacen malabares entre bolsas con juguetes y ropa, bicis y pilas de libros. El único que respira es San Martín de Porres, primer santo negro de América e imagen que representa al voluntariado. Como agosto termina con una gran celebración por estas bodas de oro, en la base de operaciones nadie para: aprovecharon el Día del Niño para seguir festejando, y por eso repartirán juguetes toda la semana a los casi 320 chicos internados.
“Recién hace dos años que usamos pantalones”, dice Elena Pittaluga, jefa del Servicio, como si el permiso rompiese la ley más estricta del voluntariado. Antes, a pesar del frío, el uniforme reglamentario consistía en falda, medias color hueso y zapatos blancos.
La tarea de las voluntarias es limitada . Pueden sostenerle el brazo a un nene al que le toman la temperatura pero no pueden sacarle el termómetro. Tampoco están habilitadas a leer historias clínicas ni pasarle el parte a los familiares. Así se distinguen de los enfermeros, los primeros que miraron de reojo a estas damas de celeste.
“Nosotras acompañamos a los chicos internados y a sus familias. Los escuchamos, los contenemos cuando el cuadro es grave y nos alegramos cuando les dan el alta”, resume Elena. Muchas tienen vocación de servicio. Otras se visten de celeste para llenar vacíos o superar situaciones traumáticas. Pero eso nadie lo dirá. La gratificación es tan grande, confían, que vale cada día en el Hospital.
“Antes de morir me regaló su muñeca”
Y antes de morir me regaló la muñequita que yo le había dado. Me dijo: ‘Como yo, ella también tiene un problema en el corazón’. Cuando la desvestí, vi que le había pintado una mancha roja del lado del corazón a la muñequita. Recuerdo con mucho amor a esa nena”. Elena Pittaluga lleva 36 años como voluntaria y hoy es jefa del Servicio. Habla de María de los Angeles, una chiquita que estuvo un año internada en el Gutiérrez por una afección cardíaca, hasta que falleció. Tenía seis años. Elena pasaba mucho tiempo con ella. “Solo a través de la historia de cada nene que pasó por acá podés explicar qué es ser voluntaria”, responde Elena. Hoy, junto a la subjefa Liliana Furman, administra el Servicio y coordina la tarea de las 120 voluntarias que, en promedio, ofrecen su tiempo en el Gutiérrez. Cuenta que “hay muchas desertoras”, sobre todo jóvenes, y que ella es la encargada de “rebotar” a los hombres que se acercan para ser voluntarios.
“No está permitido el ingreso de varones a la sala. Yo se los explico, algunos lo entienden y otros se ofenden”, dice Elena. Es una mujer impecable: cuelga su guardapolvos celeste en un lugar especial de la casa, separado del resto de la ropa. Tiene todos los prendedores que puede portar un miembro del servicio, las medallas plateada y dorada, y la que tiene el logo que las identifica dentro del hospital. “Igual nos confunden con el personal de limpieza”, se ríe. Y no importa si hace mucho frío: ella va con la falda reglamentaria. Lo que la salva es la mañanita rosa, esa capa de lana tan prolija con la que se pasea por los patios internos del Gutiérrez.