ADN e identidad | 11 SEP 07

Lo que el ADN no dice

Un libro de Viviana Bernath sobre ADN e identidad. Entrevista a la autora y comentario editorial: "¿Quién le teme al ADN?"
INDICE:  1. "Cuando sueño dejo de lado la ciencia" | 2. "Cuando sueño dejo de lado la ciencia"
"Cuando sueño dejo de lado la ciencia"

“Somos aquellos que no olvidan jamás que tonel vació resuena mejor que tonel lleno”
 Villers de L´Isle Adam


Resulta cada vez más frecuente observar la sorpresa que, a cierto tipo de intelectual , le causa encontrar científicos capaces de reflexionar sobre su propio trabajo con inteligencia y sensibilidad. Varias razones confluyen para que esto sea así:

1. Asistimos a una proliferación de libros escritos por científicos destinados a un lector no especializado y con un alto interés por leerlos, aunque en países como el nuestro este sea un fenómeno editorial aún incipiente. Desde Erik Kandel a Antonio Damasio, de Stephen Jay Gould a Richard Dawkins, la lista de libros exitosos es interminable. 

2. En algunos medios y en particular desde ciertas corrientes de pensamiento que ejercen el monopolio de la palabra en lo relativo a la cultura –en su dimensión más estrecha de la definición- también proliferan artículos que alertan acerca de la visión reduccionista que la ciencia tiene sobre ciertos temas. Uno de ellos ha sido el ADN como método apto para determinar la identidad, pero hay otros: neurociencias, genética, ciencias de la conducta, evolución, etc.

3. Ante cada publicación se producen comentarios escritos por esos representantes de la “cultura” que se sorprenden de que un científico se diferencie de sus pares y proponga visiones menos “biologicistas” que ellos.

4. Esto luce –ante sus miradas- como algo excepcional, infrecuente. Lo saludan con énfasis cuando coincide con sus ideas previas acerca de lo que la ciencia es y lo silencian, o lo descalifican, cuando las impugnan.

“Algunos relativistas culturalistas no son pragmatistas sino partidarios de la verdad como coherencia: una creencia, dicen, es verdadera sólo si resulta coherente con el resto de nuestras creencias”  Terry Eagleton


Cuando lo cotidiano resulta “sorprendente”


Es curioso, doblemente curioso. Que se sorprendan cuando se enteran que los científicos son menos rudimentarios de lo que ellos suponen y, a la vez, que lo únicos libros que demuestran ser capaces de reflexionar con profundidad sobre estos temas sean, justamente, escritos por científicos. Aunque bastaría pensarlo un poco para comprender que sólo quien conoce de qué habla puede hacerlo con propiedad. Incluso traspasando los límites de su propia disciplina para internarse en problemas comunes a los hombres por su mera condición de tales.

La grata sorpresa que textos como el de Viviana Bernath le causan a ciertos intelectuales resulta a su vez sorprendente. Ya que lo que debería en verdad sorprendernos es que se sientan capaces de hablar y, lo que es más grave aún, de emitir juicios categóricos sobre estos temas quienes decididamente ni siquiera pueden comprenderlos. Y no que lo haga quien tiene méritos suficientes y una larga trayectoria en el tema.

Uno de los más grandes epistemólogos argentinos, lamentablemente fallecido, Juan Samaja, solía decir en sus clases: “Cuando uno sabe algo, se encuentra sometido a ese saber. Los objetos se asimilan según los esquemas básicos de una subcultura” . Pero también recordaba que sólo la humildad nos preserva de la omnipotencia.

Dice una nota sobre el libro publicado en el diario Página 12:

“Y sin embargo, en lo mejor de la fiesta, cuando ya la equivalencia entre ADN e identidad parece tan indudable que bautiza revistas y programas de televisión con naturalidad, desde el campo mismo de la ciencia llega un baldazo de agua fría”

Cuando un científico percibe la perplejidad de su propio saber, cuando la trascendencia de su práctica diaria lo reclama como individuo, en general: pregunta, investiga, estudia y, luego, reflexiona con sencillez y con prudencia sobre ello. Viviana Bernath pensó y escribió este libro de la mano de un prestigioso filósofo, Santiago Kovadloff. Buscó, y tuvo la inmensa suerte de encontrar, la solidaridad de alguien capaz de guiarla para que: lo que ella sabía y lo que ignoraba encuentren una síntesis en el texto.

Esta actitud, lejos de lo que se supone, no es extraña a un científico es, por el contrario, la regla. Así procede un espíritu forjado en el método de las ciencias. Con certezas de lo que hoy conoce, pero también de la provisionalidad de ese saber y, fundamentalmente, con una conciencia precisa de lo que ignora. Ningún científico se siente autorizado a hablar de lo que no sabe, la propia dinámica de su campo se centra en la aceptación de la opinión de otros y en la discusión abierta de sus propias hipótesis. Al respecto afirma el filósofo alemán Odo Marquard:

 “Todo conocimiento debe no sólo extender su propia sombra, sino -además- ofrecer la posibilidad de saltar sobre ella”. 

Sospecho que aquello a lo que algunos intelectuales temen es a la representación ingenua que ellos mismos tienen de la ciencia y los científicos. A la absurda imagen forjada en la oscuridad de sus propios prejuicios.
En el ambiente cultural de países como los nuestros existe un extendido prejuicio anticientífico que sólo puede sostenerse en una ignorancia sólidamente organizada.

Se afirma en un fragmento de una de las elogiosas críticas al libro de Bernath:

 “La ciencia dijo: “Hágase la verdad”. Y la verdad se hizo. Inapelable, contundente, sólida como una afirmación indiscutible”. 

¿De qué ciencia hablan? ¿De la que los investigadores hacen a diario en sus laboratorios o de la imagen prejuiciosa que de ella se hacen quienes nunca se tomaron el trabajo de averiguar de qué se trata?

Que la representación vulgar de la ciencia le atribuya rasgos que ésta no tiene puede comprenderse. Pero que quienes se animan a emitir opiniones sobre ella las reproduzcan sin examinarlas es un gesto bárbaro y un acto de intolerable ligereza.

Ningún científico dice: “Hágase la verdad”, excepto que se denomine así al trabajo silencioso de miles de personas -incluso en condiciones indignas de trabajo-, al estudio riguroso y sistemático o al logro de beneficios concretos para toda la sociedad. Ni el más imbécil de los científicos cree que sus verdades resulten “inapelables, contundentes, indiscutibles”.

No es acusando a sus propios fantasmas –y no a los científicos reales- que los intelectuales de hoy responderán a lo que todos esperamos de ellos. Tampoco parece apropiado que un científico deba disculparse por salirse de un molde que nunca tuvo e invadir terrenos que nadie ocupa. No se trata únicamente de que destacadas personalidades de la ciencia hayan sentido de pronto una súbita necesidad de hablar. También es evidente que millones de personas están dispuestas a escucharlos y que algo reclama ser dicho. Entonces, alguien tendrá que decirlo, porque éste es el momento oportuno, porque ya no puede silenciarse.

Un intelectual italiano con una larga trayectoria académica y una dramática historia personal como Paolo Virno afirma:

 “En mi opinión, los movimientos deberían mostrar una cauta simpatía por las tecnociencias. Cauta, obviamente, porque están sobrecargadas de intereses capitalistas. Pero simpatía, porque muestran –aunque sea, incluso, de una forma a menudo detestable- la posibilidad de recomponer la antigua fractura entre ciencias del espíritu y ciencias naturales”

Dice el crítico cultural inglés Terry Egleton en su trabajo “Cultura y naturaleza”:

“ Sólo es la gente de las humanidades la que sigue conservando una imagen trasnochada de la ciencia como una práctica positivista, reduccionista y cosas de ese estilo, aunque sólo sea por el simple gusto de desacreditarla. Las humanidades siempre han despreciado a las ciencias naturales, sólo que, mientras que esa antipatía antes consistía en tachar a los científicos de catetos impresentables con tapones en los oídos y coderas en sus mangas, hoy día, sin embargo, adopta una forma distinta y funciona como una sospecha hacia el conocimiento trascendente”.

 

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