Entrevista (parte 1) | 06 MAR 22

Devorando el planeta, un libro que reflexiona sobre la forma de comer y producir

Su autora, la antropóloga Patricia Aguirre, llama a cambiar los actuales modelos de la industria y el consumo para que no lo paguemos con la salud y el medio ambiente. Aquí, sus principales conceptos en un diálogo en dos entregas.
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Prólogo del libro “Devorando el planeta”, por Patricia Aguirre.

 

Si cambiamos la alimentación, cambia el mundo

Desde hace 40 años me dedico a la antropología alimentaria. En ese lapso participé en el proceso que transformó a la mayoría de las sociedades humanas de sociedades de restricción calórica (donde no había comida suficiente para toda la población), a sociedades de abundancia (donde hay sobreconsumo). Este pasaje determinó que las preocupaciones epidemiológicas pasaran de la desnutrición a la obesidad.

Durante el último medio siglo, el cambio en las relaciones de producción, en la tecnología, en las comunicaciones, en la manera de pensar el mundo y al otro, por lo tanto, el cambio en la alimentación, fue radical.

La alimentación es producto de las relaciones sociales: al ser resultado de una manera de concebir el mundo, designa algunos comestibles como “comida” y otros, como “incomibles”. Es el resultado de organizar la sociedad aplicando tecnología para extraer del medio ambiente lo que se considera bueno, rico y saludable; de la manera aceptada de distribuir los alimentos y de los usos sociales de esos alimentos a despecho de sus cualidades nutricionales.

Amor, poder, seguridad, piedad, distinción, pertenencia, solidaridad, premios y castigos se efectivizan en y con la comida. En el nivel individual, con lo que comemos enviamos signos manifiestos acerca de quiénes somos y el lugar que ocupamos en la sociedad. Este consumo producirá respuestas -es decir, relaciones sociales- de aceptación, rechazo o indiferencia según el interlocutor y el medio.

Lo que comemos nos permite mantener y reproducir la vida, en un doble sentido biológico y social. Nos permite tener la energía suficiente para desplegar una vida activa y sana (o no) y dejar descendencia. Y a la vez, lo que comemos llega a nosotros a través de cadenas de producción-distribución-consumo que permite al sistema social mantenerse en el tiempo y ampliarse en el espacio. En ese sentido, la alimentación es parte de la reproducción social, tanto de las estructuras económicas como de los valores que dan sentido a perpetuarlas o transformarlas.

Producto y productora de relaciones sociales, la comida es entonces un hecho social total, como quería el antropólogo Francés Marcel Mauss, que une indisolublemente nutrientes y sentidos (Fischler, C. 1995). En este libro me propongo desarrollar, a partir de esa premisa conceptual de la comida como hecho social, producto y productora de relaciones sociales, una hipótesis fuerte: estamos devorando el planeta.

Tomaré como base mis trabajos Women and Diabetes (2007), Cocinar y Comer en Argentina Hoy (2015), y Una Historia Social de la Comida (2017) donde muchas de las ideas que desarrollaremos aquí están esbozadas.

Abordaré las tendencias dominantes en la alimentación actual y la necesidad de cambiarlas ¡ya!

Estamos agotando recursos no renovables como el petróleo, derrochando recursos escasos como el agua y dilapidando recursos renovables como la biota (la vida orgánica sobre la tierra).

Comemos el petróleo en forma de fertilizantes y agroquímicos en nuestras cosechas, lo comemos en forma de combustible en cada transporte que lleva nuestros alimentos de un hemisferio al otro. Es claro que bebemos parte del escaso 3% del agua dulce que tiene nuestro mundo, pero también la tomamos contenida en los granos, las frutas y las carnes que dependen de ese porcentaje. Como omnívoros, encontramos los nutrientes necesarios para nuestra comida en distintas fuentes. Devoramos todo tipo de plantas, animales, hongos, algas y hasta protozoos (aunque enfermemos, ya que plasmodiun spp, tripanosomas o leishmania también son ingeridos, aunque no sean comida). Y comemos los recursos del planeta irracionalmente, engulléndolos con avidez y rapidez, como si estuviésemos ansiosos por terminar con todo. ¡Por eso devoramos! 

Comer así no es sostenible, no solo hay recursos que no se pueden renovar (como los minerales que vinieron de las estrellas) sino que tampoco le estamos dando tiempo al ecosistema de recuperarse de la extracción desenfrenada de aquellos recursos que sí son renovables. No reponemos los bosques que talamos sino que los sustituimos por pastizales. No dejamos reproducirse a los peces en el océano sino que los pescamos hasta la extinción. No manejamos el agua de riego sino que hemos inventado una palabra, “desertificación”, para designar el proceso de desertización producida por los humanos en nuestra necedad. Y los ejemplos se multiplican: contaminación, polución, emisión de gases efecto invernadero hasta que cambiamos el clima del planeta, que se calienta peligrosamente, cuando sin intervención humana se calculaba que debía enfriarse dando paso a otra glaciación, según el geofisico serbio Milutin Milankovitch, quien en 1915 combinó en ciclos recurrentes los cambios en el eje de la tierra (ampliación y precesión) y la excentricidad de la órbita.

No hay dónde esconderse, no hay cómo zafar. Aunque algunos pocos puedan pensar que pertenecerán a la pequeña minoría de afortunados que usará los recursos de la tierra para llevar “bestiaplañete contaminación” -como decía Mafalda, esa genial creación del historietista mendocino Joaquín Lavado, Quino- a otros mundos, esta ilusión, a la mayoría, no nos sirve.

No hay hacia dónde huir. Tenemos que evitar el colapso aquí y ahora, por nosotros, en defensa propia y para nuestros hijos, nuestros nietos, y las generaciones por venir. Ellos tienen derecho a heredar la Tierra (como planeta y no como posesión) y se las estamos negando. O peor: lo que les dejaremos será, antes que una posibilidad, un tremendo problema. 

Este libro tiene un final abierto que dependerá solo en cierta medida de nuestras acciones, de lo que estemos dispuestos a hacer para cambiar la catastrófica situación de la alimentación actual.

Utilizo la primera persona del plural, nosotros, porque todos contribuimos a devorar el planeta, aunque no en igual medida. Quien apenas come, no tiene agua potable y jamás viajó en avión, tiene mucha menos responsabilidad que el ejecutivo de un holding alimentario que explota lo que queda del terreno que una vez ocupó el Amazonas. Paradójicamente el primero pagará antes y más caro por su escasa cuota de responsabilidad, porque sufrirá antes los efectos de la depredación, el extractivismo, la contaminación, el ajuste y el cambio climático).

 

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