Historias de un cirujano en la primera "línea de fuego" | 21 OCT 19

Vacuo

La ansiedad de la urgencia y la multiplicidad de frentes que un cirujano de trauma debe abordar al mismo tiempo. Adrenalina y juicio profesional para salvar vidas
Autor/a: Dr. Guillermo Barillaro  

HGU. Sábado 5.00 p.m.

Estaba explicándole a una paciente acerca de lo que hacíamos. La habíamos colocado en el gantry para realizarle una tomografía abdominal. Sospechábamos que su cuadro clínico respondía a una apendicitis evolucionada, cuyo diagnóstico había resultado esquivo en varias consultas previas en el servicio de emergencias del HGU.

-Doctor, teléfono para usted –me dijo el técnico de TAC desde su consola en la habitación vecina.

Me estaban llamando desde el shock room para avisarme que acababa de ingresar un paciente con una herida abdominal por arma de fuego.

Puede tener cualquier tipo de lesión, desde la más leve hasta la más letal.

Entonces conviene que pensemos en algo grave, hasta que se demuestre lo contrario.

Debo estar ahí.

Le notifiqué al técnico que debía ir a la sala de emergencias y que comenzara con el estudio. Crucé corriendo por el Túnel, ese largo y estrecho pasillo  iluminado por tubos fluorescentes que comunicaba los sectores  antiguo y nuevo del HGU, desde el tomógrafo hacia la sala de emergencias. Atravesé corriendo el pasillo de los consultorios externos de la guardia. Esa zona estaba repleta de pacientes ubicados en camillas y sillas de ruedas, internados o aguardando resultados de estudios complementarios. Tuve cuidado de no colisionar con nadie y giré hacia la izquierda para ingresar a la sala de shock.

Allí estaba el paciente, en la camilla central. Desnudo, obnubilado y rodeado de gente. Le habían colocado una vía venosa y lo reanimaban a través de ella. La asistencia era liderada por Celeste, en una de sus primeras guardias como cirujana a menos de un mes de finalizar su residencia.

El paciente tenía una herida por arma de fuego inmediatamente por debajo del ombligo. Su abdomen estaba distendido y el orificio tenía un halo oscuro, lo cual significaba que le habían disparado desde muy cerca.

-¡Girémoslo!-les pedí a todos y lo movimos en bloque hacia la derecha.

Entonces vi la silueta del proyectil en el tejido celular subcutáneo de la región lumbar izquierda.

Un caso fácil para nosotros, a la hora de decidir.

Quirófano. Ya.

Sin estudios. Nada más.

Un caso difícil para el paciente, a la hora de aguantar.

El paciente se tornó inconsciente y comenzó a arrojar saliva por su boca. Solo se le palpaba un pulso arterial en su cuello, a nivel de la carótida.

 -¡Voy a intubarlo!-me anunció Celeste.

Herida por arma de fuego con trayecto por línea media y shock extremo: lesión de grandes vasos.

Necesitamos ocluir la aorta.

-¡Ponete gafas!-le dije, y la asistí en la intubación orotraqueal con la maniobra de Sellick, comprimiendo  el cartílago cricoides del herido en dirección  hacia la camilla.

Celeste lo intubó en el primer intento y entonces coloqué el transductor del ecógrafo en el cuello, para ver si ese tubo estaba dentro de la tráquea.

-¡Lo vi pasar por las cuerdas vocales!-me aseguró Celeste.

Cuando me dijo eso automáticamente llevé el transductor al tórax para ver la función cardiaca: el corazón se había detenido. Y eso había ocurrido recién.

Momento exacto para realizarle una toracotomía de reanimación.

Por ser un trauma penetrante abdominal con un paro cardiaco presenciado por nosotros.

Para masaje cardiaco y para ocluir la aorta con un doble objetivo: reanimación y detención de una hemorragia arterial abdominal.

-Hay que abrirlo! -exclamé.

Mi indicación precipitó un remolino alrededor de la camilla. Desplegamos todo el instrumental de la caja del shock room sobre el paciente. Celeste y yo nos colocamos los camisolines en segundos, mientras un emergentólogo tomaba la posta de la ventilación del paciente con la bolsa ambú.

Una parada cardiaca por hipovolemia de origen extratorácico siempre implicaba un pronóstico más sombrío para los traumatizados que en aquellos casos de paro cardiaco de origen torácico. Muchos cirujanos de nuestro medio hubieran continuado con una reanimación cardiopulmonar externa y dada la inefectividad de esa maniobra en esos casos lo hubieran declarado fallecido en pocos minutos.

Pero yo, en ese momento, no dudaba que íbamos a hacer todo lo que fuera posible. Mientras abría ese tórax exangüe, ya pensaba en eventuales planes B y C.  Realicé una pericardiotomia para acceder al corazón y poder masajearlo. El órgano presentaba latidos erráticos y débiles, pero cuando comencé con el masaje con mis dos manos de pronto su ritmo se tornó más regular y más enérgico.

Le transferí la función del masaje a Celeste y me dediqué a comprimir la aorta con mi mano contra la columna dorsal, lo cual plenificó de sangre al corazón y pareció darle más energía para sus contracciones. Hacía años que habíamos abandonado en esas ocasiones el clampeo con una pinza de la aorta torácica descendente, dado que se trataba de una maniobra difícil y que además manipulaba excesivamente un corazón susceptible de presentar arritmias mortales.

Distribuimos indicaciones a los enfermeros para que llamaran a quirófano avisando que subíamos y a Hemoterapia para que nos trajeran 6 unidades de sangre y  6 de plasma. Alguien más corrió a pedir el ascensor y  a despejar el pasillo.  La tensión arterial sistólica era de 80 en ese momento y al joven no se lo había visto mejor desde el ingreso, dentro de su estado crítico. Su ritmo cardiaco se regularizó y ya no requirió masaje miocárdico.          

Para no entorpecernos en el traslado me quede  como único operador de la reanimación en el tórax, sosteniendo la compresión de la aorta con mi mano derecha. Movimos la camilla con los pies del paciente hacia delante, lo cual le daba más comodidad a quien lo ventilaba yendo detrás de nosotros. Los tres restantes se dedicarían a empujar y dirigir la camilla.

En tres minutos ya estábamos en una de las salas de operaciones  preparados para  iniciar la laparotomía.

Esta cirugía debe ser un control de daños.

Es pésima la condición de este traumatizado.

No importa lo que diga el monitor.

Es la mejor opción ahora.   

No nos lavamos y Leo tomo mi rol de apretar la aorta torácica contra la columna dorsal. Practiqué una larga incisión desde un extremo al otro del abdomen. Al ingreso  estaban aguardando para descomprimirse sangre, coágulos grandes y un gigantesco hematoma retroperitoneal en la zona 1 inframesocolónica que desbordaba al colon descendente.

Pero yo percibía una energía expansiva en torno al paciente y eso era algo positivo pese a todo. Había una oportunidad que él nos estaba dando para que intentáramos salvarlo.

Salió del paro y todavía está en carrera.

Tenemos que estar a altura de sus lesiones.

Tenemos que estar a la altura de  aquellos que son los mejores operando pacientes como este.   

-Leo, ahora apreta la aorta por debajo del diafragma, con la otra mano……Cuando sueltes la del tórax espero que haya un pulso saltón chocando contra tu oclusión abdominal.

Un gran separador autoestático, el más grande que teníamos, mantuvo abierto el abdomen y entonces rebatí el intestino delgado hacia arriba. Lo envolví con un campo de tela y lo dejé al cuidado de la mano libre que le había quedado a Leo. Celeste a su vez retrajo al colon sigmoides hacia fuera. Despejado el camino hacia ese hematoma retroperitoneal de la zona 1, comencé a destecharlo incidiendo en el peritoneo posterior. Era voluminoso y los planos anatómicos subyacentes estaban totalmente infiltrados por sangre. Lo único favorable que presentaba era su ubicación por debajo del mesocolon transverso, lo cual lo tornaba más accesible que otros hematomas más altos.

Está lesionada la aorta.

O una de las ilíacas.

En medio de toda esa infiltración hemática apareció una arteria pálida y colapsada. Por la ubicación que presentaba sospeché que se trataba de la arteria ilíaca primitiva derecha. Comencé a disecar en torno a ella y en dirección proximal, con una combinación de maniobras con  tijera y con un pequeño hisopo. Hallamos rápidamente la bifurcación de la aorta, desde donde nacían ambas arterias ilíacas primitivas,  y allí coloqué un camp vascular, lo cual liberó la mano de Leo que ocluía la aorta infradiafragmática. El clampeo vascular pasó entonces a ser más distal y logramos una mano de ayudante adicional. Continúe  disecando por encima de la arteria ilíaca izquierda hacia la pelvis y este último vaso pasó a ser el sospechoso de estar dañado. En pocos segundos confirmamos  que era así: estaba destrozado y prácticamente le faltaba un par de centímetros, sector donde la continuidad pendía de una lonja de tejido. El cabo distal de pronto comenzó a sangrar lentamente, al mismo tiempo que el anestesiólogo Javier Barsa y sus residentes sostenían una reanimación muy intensa, a base de sangre y plasma infundidas a chorro  a través de gruesas vías venosas en ambos miembros superiores y en el cuello. Coloqué  clamps en ambos cabos de la ilíaca lesionada y en ese momento se reinició un sangrado oscuro que venía desde un plano más profundo. Era la vena ilíaca primitiva izquierda que se hallaba igualmente destruida. Tomé sus restos con pinzas y luego de dos o tres intentos infructuosos en medio de un sangrado pertinaz, logré ligarlos  gracias a la asistencia de Leo y Celeste que separaban, aspiraban y cuidaban de los clamps arteriales vecinos. El sangrado quirúrgico se detuvo, pero no así una hemorragia  más leve y acuosa que inundaba lentamente el campo operatorio. Un cartel indicador se me aproximó como si estuviera a un costado de esa autopista por la que íbamos a toda velocidad.

Colocar en esa arteria ilíaca un shunt con un tubo de plástico.

Agregar una fasciotomia en la pierna izquierda.

A pesar del esfuerzo de los anestesistas y de las generosas provisiones que nos llegaban desde hemoterapia, al paciente no le sobraba nada. Dependía de altas dosis de drogas vasoactivas y estaba duramente acidótico. No nos importaba que números hubiera en los monitores. Desde el inicio de toda esa lucha ya  teníamos decidido que íbamos a una cirugía de control de daños. Cualquier otra opción hubiera sido una  invitación a perder tiempo primero y a perder al paciente después.    

Le pedí a uno de los instrumentadores que actuaba como asistente que llamara a Facundo Goliat, el espigado traumatólogo de turno, y que le dijera que necesitábamos que realizara una fasciotomia de modo simultáneo a nuestra acción abdominal. Eso nos permitiría ahorrar un valioso tiempo intraoperatorio en un paciente con una  condición crítica. El instrumentador se fue con esa misión y  nosotros colocamos un shunt dentro de la arteria ilíaca primitiva con un tramo de 6 centímetros de sonda nasogástrica. Solté los clamps arteriales y el shunt comenzó a latir vigorosamente, al compás de la agresiva reanimación que el paciente continuaba recibiendo. 

Colocamos un taponamiento con gasas grandes en toda la zona retroperitoneal que habíamos disecado y pasamos a la segunda parte de la cirugía, la cual  consistía en el control de la contaminación. Un aroma penetrante que habíamos percibido en algunos momentos de la cirugía nos obligaba a descartar perforaciones en el estómago. Y las tenía: una clásica herida transfixiante de víscera hueca, con un orificio en la cara anterior y otro en la posterior de ese órgano.

Desbridamos a ambos orificios y los cerramos con sendos surgets de polipropileno  3/0. En el resto de la recorrida gastrointestinal, el colon transverso resultó indemne y hallamos varias perforaciones de yeyuno a las cuales decidí incluir dentro de una resección de 30 centímetros. Cuando estebábamos realizando las ligaduras de los vasos  del mesenterio, el instrumentador circulante me trajo dos  noticias:

-Facundo dice que no va a hacerle una fasciotomia porque no está indicada…Y ya se cumplió una hora de cirugía, que me pediste que te avisara.

Sentí un brusco acceso de ira, pero fue solo como una fuerte irregularidad que hubiéramos  atravesado en el asfalto de esa ruta. Enseguida recuperé la dirección y le dije a la instrumentadora:

-Prepare campos para la pierna, para una fasciotomia, se la hacemos nosotros.

La fasciotomia de los cuatro compartimientos de la pierna, emplazada en ubicación distal y homolateral a la colocación de un shunt arterial, era un conocido recurso asociado al control de daños vascular. Una cantidad cada vez mayor de autores  sugería utilizarlo en forma sistemática en caso de colocar un shunt. Su objetivo era disminuir la incidencia de un síndrome compartimental y de isquemia en ese miembro reperfundido.

Al igual que en otros territorios o lesiones anatómicas que compartíamos en las urgencias con otros especialistas, a veces surgían controversias o situaciones conflictivas con el traumatólogo o con el cirujano vascular acerca de la indicación y del tipo de fasciotomia. Nosotros las preferíamos precoces y amplias, mientras que los otros especialistas eran más conservadores al respecto. Pero en ese caso en particular, donde un paciente grave y con altas dosis de drogas vasoconstrictoras presentaba riesgo de vida y de pérdida de un miembro irrigado desde una arteria lesionada, yo tenía claro que íbamos a practicarle una fasciotomia homolateral. Solo faltaba definir quien la haría.

En ese momento apareció Facundo en quirófano  e interrumpió mis pensamientos.

-Subí porque respeto mucho lo que trabajás- comenzó diciendo- … Me habían dicho que era una lesión solo de arteria ilíaca cuando me llamaron, pero ahora me dicen que es de arteria y de la vena ilíaca, de las dos…Entonces si tiene indicación de fasciotomia!   

En ese momento agradecí no tener que discutir más al respecto. Al ver la gigantesca figura de Facundo de pie al lado de la mesa de operaciones vino a mi mente el recuerdo de algo que nos había sucedido en ese mismo quirófano varios meses antes. Yo había llevado a esa sala de  operaciones a un paciente en estado crítico tras una herida por un proyectil del alto calibre que había destrozado su muslo derecho. 

Lo habíamos reanimado con una toracotomía y con una oclusión aórtica  en la sala de shock luego de que presentara un paro asociado a hipovolemia. Logramos sacarlo de la condición de parada cardiaca y lo subimos a quirófano con un torniquete colocado en la raíz del muslo de modo proximal a un agujero enorme. Luego se había planteado la duda de cómo manejar esa lesión que incluía una destrucción de vasos, nervios y hueso, cuando Facundo arribó a quirófano  después de nosotros. Yo percibía aun la taquicardia que me había producido la toracotomía realizada en el shock room y propuse una amputación de entrada.

Estaba decidido a hacer lo que fuera con tal de que ese paciente sobreviviera. Pero Facundo rechazó de plano esa propuesta  que consideraba excesiva y se inclinaba por colocar ligaduras vasculares, taponamiento con gasas y tracción del fémur. La discusión se tornó áspera y comencé a gritar en medio de la sala diciendo lo que creía necesario hacer para que ese paciente sobreviviera. Alguien trajo un teléfono móvil y desde el mismo el cirujano vascular de guardia pasiva se sumó también a ese debate nervioso.

Para echar más leña al fuego de mi interior me había irritado también  la declaración de la médica anestesista de  turno que ya había considerado  prácticamente insalvable al herido. Noté que yo estaba pasado de revoluciones, así como alcancé a percibir un temor racional en mí acerca de que una conducta conservadora nos llevara a perder a ese grave traumatizado, luego del gran esfuerzo que habíamos realizado previamente. Finalmente, en medio de todo ese fragor, el propio paciente acabaría tomando la decisión, cuando presento una nueva parada cardiaca de la cual ya no fue posible rescatarlo.

 

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