La inmunidad humoral | 09 AGO 20

De sueros, vacunas, y hasta huevos de hormigas

Autor/a: Dr. Oscar Bottasso 

Al darnos cuenta de lo poco que sabemos, no sólo debemos estar completamente preparados para corregirlo, sino también obligados a tener dudas sobre nuestro conocimiento. El proceso de dudar requiere una actitud consciente de apertura a las críticas. En este juego de discusión cada participante debe hallarse dispuesto a escucharlas, aceptarlas, y practicar la autocrítica. Una vez que se ha adoptado una actitud subjetiva o posición moral, el razonamiento tiene que ser concebido como un proceso social de confrontación intersubjetiva. Karl Popper

Durante cientos de años, la teoría y práctica médicas, evolucionaron tan poco que Hipócrates y Galeno fueron los principales inspiradores de tantísimas generaciones de médicos. Desde aquella tradición grecolatina se esperaba que la terapia eliminara los malos humores y secreciones. Pero lejos de ser una recomendación generalizada, el tratamiento debía tener en cuenta las características específicas y el entorno de cada paciente, en función de la singularidad que reviste el fenómeno enfermedad para cada caso en particular. Visto como un desequilibrio, el “armamentarium” apuntaba entonces a restablecer esa armonía natural, a base de estrategias de "agotamiento"; vale decir sangrado, ventosas, purgas, y hasta el ayuno. Habida cuenta que un paciente febril y agitado podía calmarse con este tipo de intervenciones, las mismas eran visualizadas como "efectivas", por así decirlo.

Con el advenimiento de la modernidad, se fueron produciendo graduales avances hasta desembocar en un siglo XIX, donde se comenzó a advertir que la mayoría de los padecimientos en cuestión eran más bien debilitantes, poniendo en tela de juicio la aplicación de medidas extenuantes. En paralelo se fue gestando la concepción bajo la cual la enfermedad debía ser entendida desde su componente fisiopatogénico, atento a los aportes provenientes de la medicina experimental, promotores a su vez de terapéuticas con un sustento más científico. No sólo se trataría de mitigar los síntomas sino también de contrarrestar el componente patológico subyacente. Y aunque no todas las esperanzas fomentadas por ese emergente conocimiento se plasmaron en éxitos clínicos tajantes, sí sirvieron para apartarnos de prácticas que ya no cobraban sentido. A sabiendas o no, tal ímpetu innovador hizo que la noción de la singularidad resultara un tanto desdibujada, mal que nos pese.

En ese tiempo de encendido fervor, irrumpe la microbiología con su identificación de agentes etiológicos y modos de transmisión. Los ancestrales y atormentadores demonios fueron así bautizados con nombres mucho más terrenales y tranquilizantes.

Dicho aporte fue clave, por ejemplo, para paliar enfermedades transmitidas a través del agua (el caso de la fiebre tifoidea), en función de diferentes pautas, sea la potabilización, sistemas de alcantarillado, inspección de alimentos y hasta la misma pasteurización. Los cuadros respiratorios, implicaban por su parte, un posicionamiento bien distinto atento a la diferente modalidad de transmisión. Va de suyo que también se escucharon quejas a raíz de ciertas medidas poblacionales como el aislamiento de los enfermos y la identificación de portadores sanos, disparadoras de conflictos en relación con el valor de las libertades individuales y el derecho a la privacidad.

En tanto que se iba erigiendo ese “pedestal bacteriológico”, resultaba claro, sin embargo, que la cacería de microbios no se traducía, indefectiblemente, en un control de la enfermedad. Con todo lo útil que resultaba dicha aproximación, existía el componente vinculado al estado de resistencia/vulnerabilidad del hospedero; claramente empalmado con observaciones epidemiológicas donde los sobrevivientes a una particular pestilencia no volverían a contraer dicho mal. Saber, que, por su parte, había impulsado el procedimiento de variolización, y la posterior inmunización introducida por Jenner. Aunque la cruzada transformadora comenzó en la década de 1880 tras los estudios de Louis Pasteur acerca de la posibilidad de atenuar microorganismos y elaborar vacunas específicas.

Para ser sinceros, gran parte de ello fue posible gracias al empleo del modelo experimental; el cual, no obstante, de implicar un recorte adicional del objeto de estudio, permitió profundizar el conocimiento de tantos cuadros infecciosos, vía de las variadas y sofisticadas manipulaciones que la ciencia iba aplicando.

A la par que Pasteur y otros investigadores avanzaban con sus estudios de inmunización activa, entra en escena lo que sería su contraparte pasiva; conocida como terapia sérica cuyos impulsores fueron Shibasaburo Kitasato, Emil von Behring y Paul Ehrlich.

Durante el siglo XIX, varios brotes particularmente virulentos de un mal conocido como crup, angina maligna, moquillo de la garganta o garrotillo venían concitando la atención de los médicos. La enfermedad ocasionaba la producción de pseudomembranas constituidas por un exudado fibrinoso firmemente adherido a las mucosas de las vías respiratorias y digestivas superiores. Pierre Bretonneau (1778-1862) había sugerido el nombre "diphtheritis" (del griego diphthéra "membrana") o dolor de garganta maligno puesto que asfixiaba a niños pequeños, con una tasa de letalidad que oscilaba entre el 30 y 50%. Por su parte, en 1883, Theodor Klebs (1834–1913) y Friedrich Löffler (1852–1915) habían identificado su agente causal, el Corynebacterium diphtheriae. Unos años después, investigadores del Instituto Pasteur de París comprobaron que los filtrados libres de bacterias obtenidos de tales cultivos contenían una toxina causante de la enfermedad a nivel experimental.

El hilo de la historia nos retrotrae ahora al Instituto del Dr. Koch en Berlín. Allí se desempeñaba el mentado Shibasaburo Kitasato (1852-1931), quien había sido capaz de aislar el bacilo del tétanos y reproducir la enfermedad en animales de laboratorio inoculados con una toxina extraída del propio Clostridium. Para bien de la humanidad, su compañero de trabajo era von Behring (1854–1917), graduado en la Escuela de Medicina de Berlín.

Ambos llevaron a cabo un estudio donde demostraron que sueros de conejos infectados con Clostridium tetani protegían a ratones desafiados con bacilos vivos o la misma toxina tetánica. Poco tiempo después, de aquel 1890, von Behring publicó otro artículo bajo su única autoría acerca de la actividad protectora del suero de cobayos inmunizados con Corynebacterium diphtheriae o toxina diftérica inactivada. Animado por estos primeros hallazgos, predijo que su estrategia toxina-antitoxina conduciría a la erradicación de la difteria, la cual acababa con la vida de unos cincuenta mil niños por año, en Alemania. Behring comenzó el primer ensayo de terapia de suero antidiftérico, obtenido en caballos, con resultados poco alentadores.

Nada de qué asombrarse. Como bien lo reseñara posteriormente Karl Popper, el experimento es un escenario complejo en el que concurren hipótesis adicionales y diferentes tipos de variables, en general vinculadas a las particularidades del estudio. No sólo se contrasta la hipótesis originaria, sino unas cuantas colindantes. En función de ello, una consecuencia observacional refutatoria no implica necesariamente descartar la propuesta de partida. La correcta práctica científica requiere ir desgranando la eventual influencia de cofactores y de hecho formular hipótesis ad hoc que permiten discurrir si la refutación es concluyente o vale la pena seguir sosteniendo el supuesto, ahora sometido a corroboración bajo distintas condiciones. Se requiere, en definitiva, de una buena dosis de tenacidad como para no andar derrumbando proposiciones de buenas a primeras.

 

Comentarios

Para ver los comentarios de sus colegas o para expresar su opinión debe ingresar con su cuenta de IntraMed.

AAIP RNBD
Términos y condiciones de uso | Política de privacidad | Todos los derechos reservados | Copyright 1997-2024