La solidaridad y el egoísmo | 16 MAY 21

La Peste de A. Camus: ¿una novela de anticipación?

Una novela que siempre vuelve a la memoria y que merece una nueva lectura
Autor/a: Daniel Flichtentrei Fuente: IntraMed 

"Siempre habrá aquél que mientras el mundo se cae esté pensando en su casa y también aquél que mientras su casa se cae a pedazos, esté pensando en el mundo". (María Teresa Andruetto, poeta argentina)

Por algún extraño motivo he vuelto a leer durante estos días La Peste, la extraordinaria novela de Albert Camus. No sé muy bien por qué. Tal vez usted me ayude a averiguarlo. La historia narra los sucesos que tuvieron lugar en la ciudad de Orán, Argelia, mientras se desencadenaba una Peste hasta entonces desconocida. Hasta ese dramático momento la ciudad discurría entre la trivialidad y la abulia. Ocupados solo de sí mismos, sus habitantes pasaban los días persiguiendo objetivos banales, y admirando a figuras intrascendentes. Las primeras muertes llegaron como un sobresalto. La sombra del peligro agrietó un suelo que suponían firme, y algunos aplicaron, ante la amenaza, los mismos criterios mezquinos que habían orientado sus propias vidas hasta entonces.

Cada semejante se convirtió en un peligro. Corrieron a guardar lo único que habían aprendido a valorar: bienes, objetos, fortunas. La ciudad se aisló en una cuarentena de pánico sin que nadie supiera hasta cuándo. Se vivieron días de temor y desconfianza recíproca. Quienes podían hacerlo, acapararon provisiones sin importar si les serían necesarias a ellos o si lo eran para otros. Todos resultaban sospechosos y posibles fuentes de contagio. Y lo eran. Muchos consideraron que alejarse de los demás, los "sospechosos", no sólo resultaba una medida preventiva saludable sino un juicio moral y una condena.  Encontraron, no los razonables motivos para detener la expansión de un mal que desconocían, sino el argumento válido para justificar el abandono al prójimo y desentenderse de la suerte de quienes carecían de sus recursos para afrontar el peligro. El egoísmo que siempre tuvieron había alcanzado por fin el escenario de la salud para mostrarse sin vergüenza.

Al releer los sucesos que transcurrían en esa ciudad africana, a mitad del siglo pasado, pensé que cada nueva situación nos desnuda. Los sucesos más felices o los más desdichados, son  oportunidades para que asome el secreto corazón de lo que somos. Corrían días de pánico y de encierro. Las personas temían a un enemigo nuevo más que a los que ya conocían. Desconfiaban de lo que se les decía. La palabra se hizo ruido y los oídos sordos. Todos sentían que algo en el aire los amenazaba, y que ese riesgo procedía de los otros. Y era verdad, pero no toda la verdad. Cuando los demás son un peligro para nosotros, por idénticas razones, nosotros somos peligrosos para ellos. Pero eso ya nadie lo recordaba.

Cuando todos estamos  amenazados, uno puede decidir si la solidaridad o el egoísmo es la estrategia recomendable. Si los medios para protegerse son escasos y alguien los acapara, condena a otros a la desprotección. Pero, al mismo tiempo, se condena a sí mismo a que las fuentes del contagio proliferen. Cuando la disposición a compartir los recursos se ve reemplazada por la manía de acumularlos, una patología mucho más mortífera que la Peste se disemina entre nosotros. Desde el instante en que algo nos hace creer que nuestra vida vale más que otras, lo peor de cada uno encuentra el clima propicio para gobernarnos. Es comprensible que el miedo altere la conducta. Pero es absurdo que lo haga en la dirección que multiplica el riesgo, y no en la que lo atenúa. Nadie ha superado una crisis sanitaria sin que la solidaridad social se establezca como el mecanismo que orienta las acciones. Cualquier acto realizado bajo la presión del pánico nos muestra descarnados y sin máscaras. Nobles y mezquinos andan desnudos cuando se sienten amenazados.

 

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