Historias de médicos y pacientes | 30 AGO 20

Detrás de la escena

Me ha tocado en suerte –mala suerte, en realidad- el estar afectada por una enfermedad compleja que a mi edad madura no augura buenos presagios
Autor/a: Carlos Spector 

Soy un ser humano ordinario, lo que se dice una persona común. Me ha tocado en suerte –mala suerte, en realidad- el estar afectada por una enfermedad compleja que a mi edad madura no augura buenos presagios. Por el tipo de afección, se requiere el concurso de numerosos especialistas médicos, psicólogo, kinesiólogo, bioquímico, bacteriólogo, en fin, toda una facultad de ciencias de la salud o un centro de alta complejidad. Mi deambular por consultorios, laboratorios, clínicas, centros de diagnóstico y demás instituciones, me hizo conocer todo tipo de salas de espera donde aguardar con paciencia que me toque el turno de entrar.

Entretanto, empiezo a leer revistas antiguas que abandono por desinterés, y escucho con atención conversaciones de otros pacientes y sus acompañantes en las que a veces introduzco algún bocadillo si la situación cuadra. Sin embargo, reconozco que no quisiera que me preguntaran por mis dolencias, por eso cuando la charla se pone comprometida me escapo por la tangente y hablo de intrascendencias. Muchas veces, si me encuentro en soledad, reflexiono, me hago preguntas e imagino respuestas, asumiendo que son ciertas o al menos verosímiles.

Mi estado es relativamente crítico, de pronóstico dudoso, aunque probablemente pueda superarse si acepto someterme a una operación de considerable magnitud. Entiendo que el cirujano deberá asistirse por dos ayudantes, habrá un anestesista y además un cardiólogo vigilará el funcionamiento de mi corazón en la pantalla de un monitor. Me informaron que la intervención duraría varias horas y que me despertaría con varios drenajes y sondas.

Créanme que es todo un esfuerzo para mi memoria recordar los nombres y especialidades de todos los profesionales que me atienden. Ni qué hablar de las diferentes formas como se dirigen a mí, las inflexiones de sus voces, sus mímicas faciales, el tiempo que me dedican y las sensaciones que cada uno despiertan en mi ánimo. Siento que sería importante tener presente esos detalles, porque yo quisiera actuar acorde, para que el vínculo con cada uno sea armónico, siempre en mi provecho. Imagino que si nuestra relación se presenta fácil y amable, me irá mejor. Por eso mi comportamiento se adapta a cada uno. Siempre trato de mostrarme confiada, tranquila, locuaz pero no invasiva y nunca manifiesto los conocimientos adquiridos por la lectura de los sitios de internet donde se describe mi enfermedad, porque sé que eso molesta a los profesionales, y bastante razón tienen porque se creen examinados o por lo menos controlados.

Muchas veces se me da por preguntarme si es que cuando estoy en consulta siempre el médico me presta atención o es que pone la cara y piensa en otra cosa, tal como podrían ser sus propios problemas de vida. Quisiera saber si el ginecólogo tiene fantasías eróticas cuando examina las mamas de una mujer joven y bonita y si también siente lo mismo antes de realizar un tacto vaginal. Si fuera una mujer médica o una kinesióloga ¿se excitaría ante un cuerpo masculino esbelto? Parecería que a mi edad los temas sexuales deberían ser asunto del pasado, pero no puedo negar que todavía conservo el pudor como hace años. ¿Será cierto que los integrantes de un equipo quirúrgico se cuentan chistes mientras el paciente está siendo operado? ¿Será verdad que los anestesistas se ponen auriculares para escuchar música mientras controlan con la vista la pantalla del monitor conectado por cables al paciente dormido? ¿Y si la música los distrajera de lo importante y subestimaran alteraciones que preceden a complicaciones graves? ¿Qué siente el psicólogo que escucha de su paciente un problema idéntico al que le ocurre a él? ¿Cómo puede resolver, sugerir o aconsejar lo que no es capaz de arreglar para sí mismo?

Cuando me recetan una droga muy cara, ¿lo hacen porque realmente la necesito o porque el laboratorio le retorna algún beneficio a quien la prescribe? ¿La operación que me propondrán es absolutamente necesaria o se la indica con finalidades espurias? Al respecto, me han dicho que está demostrado que muchas cesáreas que se pagan más podrían evitarse a pesar de que el parto normal sería perfectamente viable. ¿Serán necesarios todos los estudios que me piden, algunos de ellos cruentos e invasivos, o sólo los indican para cubrirse ante eventuales demandas judiciales? A propósito de esto, ya escuché la expresión “medicina defensiva”, consistente en requerir en forma superflua numerosos análisis “para cubrirse”, aunque esa forma de ejercer la medicina resulte riesgosa para el paciente e innecesariamente cara. La versión opuesta, por la que tengo los mismos temores, es la omisión, es decir que para no asumir los riesgos de los procedimientos de gran magnitud pero con potencialidades curativas como en mi caso, se prefiera prescribir tratamientos con menores posibilidades de eventos adversos pero también menos efectivos por sus resultados inciertos. Si así fuera es seguro que no me curaré; prefiero tomar los riesgos y aceptar el desafío.

Llevé todas estas dudas a mi psicólogo. Me aconsejó sincerarme con mi primo mayor que es médico de familia retirado, con experiencia suficiente en el ejercicio de la profesión y que por hablar con franqueza nada tiene que perder ya que está fuera del servicio activo. Lo hice y me contestó sin dudar lo siguiente:

 

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