Un cirujano entre las balas y el fútbol | 25 AGO 19

Foso

Un cirujano de trauma relata sus historias cargadas de violencia social, entre las balas y el fútbol
Autor/a: Dr. Guillermo Barillaro 
HGU. Un viernes. 10 a.m.

Había comenzado a preparar un trabajo acerca de los hematomas retroperitoneales penetrantes, aquellos provocados por armas de fuego o punzocortantes. Había recolectado  más de setenta casos de nuestra propia estadística cuando vino a mi mente otro caso. Bruscamente lo recordé por su abrupto desenlace. No estaba en nuestra lista de traumatizados con ese tipo de lesión porque era muy antiguo. Venía desde casi veinte años atrás y solo pude recuperar su  nombre en el archivo de uno de los periódicos locales. Las palabras claves para mi búsqueda habían sido: barrabrava, tiroteo con victimas múltiples y los nombres de su club y de nuestra ciudad. Con esa  pista y con esos datos retorné al HGU en busca de su historia clínica.

Cada vez que iba a buscar un historial médico a los  archivos del hospital tenía la esperanza de hallar un registro completo de lo que había sucedido con un paciente. Pero eso nunca resultaba así. La información podía ser más o menos detallada y la caligrafía más o menos legible, pero luego la lectura creaba nuevos interrogantes y un misterio comenzaba a inquietarme. Esa sensación iba creciendo y terminaba acosándome: nunca conocería la totalidad de esos hechos.   

Uno de los empleados que trabajaba en el área de Archivos me acompañó hasta un sector de  esa área. Se trataba de una habitación apartada del resto y cuya puerta estaba cerrada con llave. Un cartel en esa puerta lo definía claramente: el archivo de óbitos. Por unos segundos reparé en esa separación arbitraria entre las historias clínicas de los vivos y las de los fallecidos: otro sitio más donde la muerte determinaba un estado diferente.

Cuando el muchacho que me acompañaba encendió la única luz de ese cuarto, vi que estaba repleto de estanterías metálicas atiborradas de carpetas. Los anaqueles llegaban hasta el techo y se hallaban tan próximos entre sí que apenas permitían el paso de una persona o de la escalera con ruedas. Cuando el joven cerró la puerta el volumen sonoro del HGU descendió al mínimo y se abatió un silencio sepulcral en esa habitación. Miré esas carpetas que rebalsaban en los estantes, algunas de ellas a punto de caerse.

¿Qué había detrás de ellas? Miles de crónicas acerca de personas fallecidas por distintas causas. Noté que el joven y yo estábamos en el lado opuesto a esas historias, es decir aún vivos. Celebré ese hecho, y pensé en los minutos que me quedaban por vivir en las próximas 36 horas de guardia. Las cirugías que íbamos a realizar, los casos que discutiríamos en la reunión de Trauma con los residentes mientras tomáramos unos mates, los pacientes que recibiríamos en el shock room, y luego el regreso a mi familia. Parecía extraño, pero pensar en la muerte me arrojaba a pensar también en cada pequeña cosa que disfrutaba de la vida. 

-No está-anunció fríamente el muchacho, interrumpiendo mis pensamientos.

Experimenté desilusión ante esa ausencia pero me resigné rápidamente. También era muy frecuente la desaparición de los historiales médicos de más de 10 años de antigüedad. Le agradecí la gestión y volví a la sala de médicos del subsuelo.

Era un viernes a media mañana y la sala estaba desierta, con su televisor apagado y con su frío habitual en invierno. Daniela y Beto Boca, mis compañeros cirujanos de planta en ese día de guardia, estaban en los quirófanos de las cirugías programadas. Antes de ir al Archivo yo había estado en los consultorios de la guardia y en el shock room, y había controlado que no hubiera pacientes para evaluar o urgencias quirúrgicas para resolver.

Me senté junto esa larga mesa blanca que era uno de los pocos muebles de la sala. Una referencia histórica donde varias generaciones de médicos del servicio de  emergencias habían comido y conversado durante décadas. Revisé la lista y la base de datos que tenía hasta ese momento para armar ese trabajo en el que había pensado. Taché una nota que estaba a un costado de la fila de los nombres de pacientes ya investigados. Ese recordatorio que estaba eliminando correspondía al paciente cuya historia había ido a buscar al Archivo. Descartaba del trabajo a ese caso, dado que no tendría los datos necesarios para incorporarlo en la base de datos.

Pero luego me costó concentrarme en el resto de los pacientes del listado de la investigación.

Volví a mirar esa nota tachada.     

Como si viajara a través de un túnel del tiempo, imágenes borrosas comenzaron a venir sin esfuerzo hacia mí. Había ocurrido durante un verano muchos años atrás. Ese paciente vivía en Buenos Aires y había sufrido una herida por arma de fuego cuando se hallaba transitoriamente en nuestra ciudad.  Yo estaba de guardia esa noche, aunque no  había participado en su atención sino en la de los otros heridos. Con esos elementos internos volátiles comencé a reconstruir lo más posible aquel caso.  

Tenía alrededor de 45 años y había ingresado a la sala de emergencias junto con otros cinco baleados. Todos ellos eran barrabravas de un club de futbol poderoso. Todos involucrados en la misma balacera, desatada por una lucha de poderes dentro de esa institución. Un tiroteo en la previa de un partido importante, una situación confusa que había conmovido a nuestra ciudad.

Pero ese evento tenía otro significado para nosotros, que veíamos esos hechos desde un ángulo particular. Ese incidente era algo diferente  para nosotros: un nuevo test para nuestra capacidad de realizar un triage.

Así llamaban al proceso de selección y clasificación que realizábamos cuando nos tocaba asistir a victimas múltiples. Su objetivo era definir las prioridades de atención de esos pacientes de acuerdo con sus necesidades y con los recursos de los que nosotros disponíamos.

¿De todos ellos, cuales son los más graves?

¿Si hay que operar a varios, a quienes operar primero?

Y en esos escenarios nosotros teníamos una fortuna: la posibilidad de trabajar en un hospital de alta complejidad, con muchos recursos humanos  y materiales. Nuestra situación era diferente a la de los ambientes austeros y con recursos limitados, donde pesaba más la probabilidad de supervivencia de una persona a la hora de asignarle un lugar en la lista de prioridades. Nosotros podíamos asistir y operar a varios pacientes al mismo tiempo, y ya conocíamos las normativas del curso ATLS. Pero estas ventajas también nos metían presión: estábamos obligados a lograr mejores resultados que en otros sitios menos favorecidos.

Tenemos que estar a la altura de estos desafíos, que no son de todos los días.

Hoy es ese día.

Aquel triage inicial no había resultado difícil. Cada uno de esos seis heridos fue evaluado en base a lo que nosotros llamábamos el acrónimo angular del ATLS: el  ABC. Esa sigla estaba siempre en nuestras cabezas y nos recordaba el orden de lo más importante a considerar en el ingreso de esos traumatizados. La A correspondía a Asegurar la vía Aérea, la  B se relacionaba con la “Bentilación” y lo torácico,  y la C era por la Circulación sanguínea y el Control de hemorragias.

Pronto había quedado claro que había un solo paciente que constituía una emergencia. Ese era el más grave de todos y el prioritario. Los otros cinco no calificaban para una amenaza inmediata a sus vidas y quedaron  internados en un sector de la sala de emergencias conocido como el Cuadrilátero.

Me había sorprendido que entre esos cinco pacientes ninguno tuviera lesiones de gravedad. Todas las heridas por arma de fuego en ellos habían sido tangenciales en el torso o habían atravesado miembros, sin lesiones vasculares o viscerales asociadas. Si el azar en las trayectorias de los proyectiles era algo que sorprendía en los casos aislados, llamaba más la atención todavía cuando los baleados era múltiples. Había imaginado caos y furia en esa escena y a las balas partiendo en todas las direcciones. ¿Habían intentado matarse realmente, o eran balas de advertencia? Nunca investigaba los detalles sociales en los incidentes traumáticos penetrantes que asistíamos. Distinto  era el caso de los traumatismos cerrados, en los cuales conocer su mecanismo podía ser más influyente para sospechar ciertas lesiones.

Pero al paciente que yo investigaba una bala le había atravesado el abdomen. Entraba por su flanco derecho y salía por su región lumbar izquierda. Estaba descompensado y luego de una rápida reanimación fue llevado a quirófano. No se habían planteado dudas en su recepción inicial. Era lo que llamábamos un caso directo, por el grado bajo de dificultad para tomar decisiones en él.

Recordé también, en el momento de su transferencia a quirófano, el ambiente enrarecido y violento que reinaba en la sala de emergencias. Nunca había visto tantos policías allí y ellos debieron intervenir ante la posibilidad de más incidentes. Los cinco heridos del Cuadrilátero estaban internados muy cerca unos de otros y apenas separados por biombos. En cuanto se vieron comenzaron las agresiones verbales y las amenazas de más violencia, dado que entre esos baleados había integrantes de los dos bandos contrarios. Y a esa tensión interna se le sumaba la que venía desde la entrada al  servicio de emergencias, donde había más policías y cerca de 30 personas. Esa gente gritaba ¡ratas! y aparentemente estaba relacionada con los hechos previos y con los barrabravas  ingresados.

Allí la historia saltaba directamente al quirófano. Yo no había estado en esa cirugía, habían transcurrido muchos años y los cirujanos actuantes ya no estaban en el HGU. Todas esas puertas cerraban el acceso para que conociera con exactitud que lesiones tenia aquel paciente y porque había tenido su evolución posterior. Solo recordaba lo que me habían contado en esa madrugada acerca de la intervención: la presencia de varias perforaciones de intestino delgado y la de un hematoma retroperitoneal. No especificaban el área anatómica afectada por el hematoma ni que maniobras exploradoras se hubieran realizado dentro del mismo. Esas perforaciones de íleon habían sido tratadas con dos resecciones y dos anastomosis. Y luego el abdomen había sido cerrado.

Recordaba también que ese relato no me había impresionado más que lo habitual. No era  la descripción de una lesión rara o letal. Siempre he tenido muy buena memoria y si me hubieran contado que tenía una lesión de grandes vasos o que habían llamado al cirujano vascular lo tendría presente. Pero no había sido así, y existía cierta expectativa de que ese paciente evolucionaria  bien.

Cada vez que leía un parte operatorio o me relataban como se había procedido en una cirugía de urgencia, imaginaba que hubiera hecho yo en esa instancia. Era como estar ahí. Un ejercicio mental que practicaba desde cuando era residente y con el cual aprovechaba todos los casos  quirúrgicos de los cuales tomaba conocimiento. Había notado que ese entrenamiento mental  agilizaba y fortalecía mi capacidad para tomar decisiones intraoperatorias. Y ese tema me había obsesionado desde aquellos años tempranos de la carrera. Pronto había percibido que durante una cirugía de urgencia  el tiempo parecía transcurrir más rápidamente y que en medio del vértigo y del cansancio aumentaba la posibilidad de cometer errores. Uno se enfrentaba a pacientes desconocidos de modo urgente, muchas veces sin una tomografía previa. La apertura del abdomen de esos heridos  abría también  un abanico de hallazgos para interpretar.  No todos esos abanicos eran iguales y esas apariciones traían dos desafíos: las conductas a tomar con las lesiones halladas y el riesgo de omitir a otras, ocultas entre los pliegues del abanico. Simular que nos encontrábamos en esos escenarios era un valioso ensayo que nos preparaba para actuar con fluidez cuando ese momento realmente llegara. Y ese ejercicio después lo trasladaría a las reuniones semanales con los residentes de cirugía, donde se transformaría en una de las actividades favoritas de ellos: la presentación interactiva de casos.

Un hematoma retroperitoneal me preocupa  más por su amenaza que las lesiones del intestino delgado. Primero me ocuparía de lo hemorrágico y luego de lo visceral. Solo colocaría clamps en sitios proximales y distales a esas perforaciones de víscera hueca  para prevenir una mayor contaminación, y procedería enseguida a explorar el hematoma.

Un hematoma retroperitoneal producido por un arma de fuego: explorarlo siempre. Allí puede ocultarse una hemorragia de grandes vasos, un sangrado contenido o en expansión; o allí puede ocultarse también una lesión del uréter o de la cara retroperitoneal de una víscera hueca.

Recordaba vagamente lo que había sucedido después de la laparotomía de ese paciente, también en base lo que me habían contado. Su curso postoperatorio había sido tórpido desde el primer momento y debió ser reoperado en el día siguiente. En condición de shock fue llevado nuevamente a quirófano y en esa relaparotomía  se había explorado su hematoma retroperitoneal sin hallar lesiones significativas aparentemente.

¿Porque podría estar shockado en su postoperatorio inmediato?

Hasta demostrar lo contrario sería a raíz de una hemorragia. Un resangrado desde una lesión desapercibida durante la primera cirugía, un evento que a veces podía ocurrir en cualquier hospital del mundo. Pero su shock también podría deberse a un síndrome compartimental, a un aumento de la presión  dentro de un abdomen cerrado de modo anatómico. Ese síndrome podía ser originado por una acumulación de sangre dentro de su abdomen o bien por una reanimación agresiva con líquidos. El paciente había ingresado con una descompensación hemodinámica y había sido reanimado con fluidos de modo intenso. Ese tipo de reanimación podía provocar edema de los tejidos y distensión intestinal, lo cual a su vez podía causar una elevación de la presión intraabdominal.

¿Estaba en condiciones de ser cerrado su abdomen en la primera cirugía? ¿O debió ser dejado abierto, en un modo de control de daños para una segunda revisión?

Pero en esa época no se conocían ni aplicaban los conceptos de la reanimación selectiva o controlada en los traumatizados. Tampoco se sospechaba de la posibilidad de un síndrome compartimental, el cual podía investigarse midiendo la presión del abdomen a través de la sonda vesical con el método de Kron. Todas esas cuestiones recién se difundirían en el mundo años después, provocado cambios notables en el manejo de los traumatizados.       

El herido fue transferido a la UCI y allí su condición siguió empeorando en un descenso irreversible. Cayó en picada. Comenzó a presentar fallas en el funcionamiento de distintos órganos y falleció 48 horas después de su segunda intervención.

Como un rato antes, volví a sentir esa inquietud que dejaban los enigmas sin resolver. Nunca sabría que le había sucedido realmente a ese paciente. Cuando los traumatizados fallecían nunca se iban en silencio: siempre dejaban ruidos dentro de mi cabeza y yo necesitaba definir que significaban  esos signos. Pero esa vez, al igual que otras, solo podía repetir ese ejercicio del pensamiento de las posibilidades. Y al menos rescatar algo positivo: seguir entrenando  la mente para el encuentro con un próximo traumatizado.

Me quedé observando el televisor de la sala de médicos, ese que estaba dentro de una jaula para prevenir que intentaran robarlo como una vez había ocurrido. Me parecía que se trataba de un objeto al que estaba viendo por primera vez. Estaba apagado en ese momento y recordé los partidos de campeonatos mundiales de futbol que habíamos visto en su pantalla.

Sin previo aviso otra noche tórrida de verano me asaltó desde el pasado. Otro torrente de imágenes corriendo a través de un caño oscuro y precipitándose hacia mí. Otra noche de sábado y de fútbol, muchos años atrás. Me pareció ver que la mesa desierta de la sala de médicos comenzaba a llenarse de cajas de pizzas y a rodearse de médicos residentes que hablaban alegremente. Era la hora de la cena y ese momento tan esperado levantaba el ánimo de todos, después de horas de trabajar sin descanso. Se precipitaban el apetito y el deseo de conversar acerca de temas que no fueran lo que habíamos visto durante la jornada. Todos los presentes comenzaron a abrir las cajas y a repartir las porciones de pizza. Yo estaba de guardia en esa noche con los residentes de cirugía José el Pepe, R3, y Germán Beach, R1. Ambos serían dos de los residentes más electrizantes con los que alguna vez trabajara. Estaban cerca de mí la mayor parte del tiempo, pero por momentos los perdía de vista. Se movían frenéticamente por todo el hospital hasta que los veía reaparecer por algún costado, uno de ellos trayendo placas radiográficas para que viera y el otro a un paciente en una camilla para que yo confirmara si había que operarlo.

 

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