Un conmovedor relato de nuestro nuevo libro "Historias prematuras" | 25 NOV 14

"Ochenta por ciento"

Un libro acerca de nacimiento prematuros realizado por IntraMed y UNICEF. Emoción y toma de conciencia en un encuentro entre medicina y literatura. El relato de Ana Cerri forma parte de la obra.
Fuente: IntraMed 

"Ochenta por ciento" por Ana Cerri

Llegamos a casa con el corazón en un puño. Julián apretaba mi mano tan fuertemente que me hacía doler. Doler con un dolor que no era nada comparado con lo que los dos sentíamos adentro, quemándonos.

Él se recostó; estaba extenuado. Yo di vueltas un rato tratando de hacer algo: acomodar, buscar…algo. Me fue imposible.

-Tengo que saber, me dije.

Y casi sin pensarlo, encendí la PC y escribí en la página del buscador: PREMATUROS.

Nuestra hija, Mercedes, había quedado en la clínica, desnuda, enchufada, pequeñísima y desvalida de nuestro abrazo. Fui una paciente pre-eclámptica, primeriza y, a pesar de los controles periódicos, esto nos tomó de sorpresa. Mercedes nació con ventiocho semanas de gestación y alto riesgo de no superar la prueba que significa la prematuridad.

“Veinte por ciento de posibilidades”.

Entendí claramente: junto con los hijos nacen los padres y ahora sé también que con un prematuro, nacen padres de prematuros y que esta marca la llevamos toda la vida.

El día que volvimos de la clínica a casa estábamos muertos de soledad, desvalidos de información. Nada, prácticamente nada nos dijo el único médico que tenía a su cargo la parte de neonatología. Pocas palabras, difíciles de comprender y acompañadas por una mirada fría que se estrellaba en los azulejos del pasillo.

“Veinte por ciento de posibilidades”.

Fue ese día que encendí la PC y busqué: PREMATUROS. Busqué, pero no podía quedarme quieta. Iba con el procesador de la cocina a la sala, y de nuevo a la cocina y otra vez a la sala y siempre era la misma sensación: la de hacerme pedazos contra el vidrio que mantenía a Mercedes lejos de mí, lejos de su padre, acariciada solo por vías y tubos plásticos, encadenada a un veinte por ciento de esperanzas de vivir.

Había un hueco en mi cuerpo; un asombro en mi vientre deshabitado de golpe; un desasosiego que me tenía como un fantasma deambulando con la laptop de un lado para otro mientras en el casillero de Google me esperaba una palabra: PREMATUROS.

“Veinte por ciento de posibilidades”.

A veces, ser arrojados de pronto y sin aviso a la realidad, suele ser una bendición.

Entré sosteniendo la PC como si fuera una bandeja al cuarto que habíamos empezado a preparar para Mercedes. Nada del otro mundo. Una habitación pequeña, recién pintada por su papá; un cambiador, una mesa chica y una silla. No había cuna. Ella se había adelantado sin darnos tiempo a casi nada más que a lo que, de a poco, pudimos ir poniendo. Somos gente de trabajo, vivimos bien pero sin exageraciones y nos fuimos dando el tiempo para componer el lugar que sería de nuestra hija por unos cuantos años. Tampoco tenía mucha ropa aún. La que estaba sobre la mesa, comprada por sus abuelas y eso sí, pañales que íbamos trayendo nosotros cada vez que podíamos, pañales buenos.

Apoyé la PC y acerqué la silla. Lloré mucho tiempo sentada ahí. Quería seguir llorando y no parar; vaciarme de todo el dolor que me mordía las entrañas, pero había sido arrojada a la realidad: era una madre prematura con una hijita prematura; un esposo, padre prematuro y un médico pétreo, ajeno al ansia de una palabra a la que aferrarnos.

Las mujeres solemos ser más fuertes en situaciones así, o más arriesgadas, tal vez. Decidí entonces, ponerme al frente de la prematuridad. Ahora sé: es lo que haría toda madre. Y lo haría a pesar del “veinte por ciento de posibilidades”.

Salí del cuarto, me lavé la cara, hice café mientras, con la ventana de la cocina abierta, dejaba entrar el aire; después volví al cuarto de nuestra hija: al cuarto inconcluso de la “inconclusa” y casi desconocida Mercedes. Así lo hice durante un mes y diez días cada vez que regresaba de la clínica, de esperar inútilmente en el pasillo, de enfrentarme con la escasa y poco convincente explicación que dejaba como al pasar el médico. Anoté en mi cabeza palabra por palabra, siempre insuficientes, duras, secas; las repetí con tozudez y las busqué con esperanza y desesperación al mismo tiempo, tratando de entender.

La espera de un enfermo o de alguien que tiene un ser amado en esa situación es desoladora, pero lo es más cuando quien tiene que contener, ir diciendo las cosas, marcar las posibilidades, habla difícil o pasa de largo.

Hice mi camino entonces. Hablo en primera persona porque era yo quien se empecinaba en tener toda la información pero, siempre a mi lado, compartiendo, preguntando y escuchando, estaba Julián. Nos estábamos haciendo más unidos en esta orfandad de hija en brazos. La familia también estaba muy cerca y todos tratábamos de espantar la frase más repetida, más hiriente: “veinte por ciento de posibilidades”.

Supe que la pre-eclampsia también era llamada la “enfermedad de las teorías”; conocí los porcentajes de madres que pasan por esa situación; cuántas viven; cuántas mueren; cuántos bebés superan y cuántos no, las consecuencias del nacimiento antes de tiempo. Volvíamos dos, tres y más veces por día a la clínica con Julián y seguíamos chocándonos con la negativa.

“No se puede, es peligroso, no hay adelantos, pesa un poco menos, no podemos alimentarla, no hay que moverla…”.

No, todo no, siempre no.

Pero mediaba la bendición del golpe contra la realidad y me sentí guerrera. Guerrera con una computadora como arma y montada en el dolor y la intuición. Guerrera detrás de un vidrio que frecuentemente empañaba con lágrimas; guerrera decidida a no flaquear. Un mes y diez días así, queriendo comprobar de lejos si su piel era demasiado fina, si sus orejitas se hacían algo más grandes, si se movía un poco, si su cuerpito se ponía más a tono con la cabeza que parecía enorme, desproporcionada. Un mes y diez días con el frío informe del médico y la indiferencia de las enfermeras, hasta que este golpe contra la realidad arrancó de mí el grito ancestral del parto y lo puso en una sola palabra: ¡BASTA! Esa espera era inútil, como inútil eran mis pechos rebosantes y el intento de humanizar al equipo que no era equipo.

El día del hartazgo nos hablaron brevemente de ductus arterioso y de una operación del corazón como única salida. No esperamos el final de semejante despropósito. Tomados de la mano más fuertemente que nunca, volvimos a casa. Julián tenía los ojos hinchados, lloraba en silencio. Preparé algo caliente para los dos y le pedí que se acostara, que tratara de descansar. Él debía seguir trabajando como si nada ocurriese. Me quedé a su lado hasta que se durmió y volví al cuarto de Mercedes.

Ductus arterioso: afección en la cual un vaso sanguíneo no se cierra. La palabra "persistente" significa abierto. El conducto arterial permite que la sangre circule alrededor de los pulmones del bebé. Poco después de que el bebé nace y los pulmones se llenan de aire, el conducto arterial ya no se necesita. Por lo regular, se cierra en un par de días después del nacimiento. …

Pulmones, corazón: Clínica Favaloro.

Rápidamente llamé y con una atención a la que no estaba acostumbrada, me dieron los datos y las razones por las que era conveniente comunicarnos directamente con el Hospital Garrahan.

-Ahí todo funciona a la perfección y son especializados, me dijeron.

Hospital Garrahan: de mi parte la decisión estaba tomada y es más, sentí que debimos haberla tomado antes de que pasara ese terrible mes. Ya por teléfono, solamente por teléfono, pude percibir la preocupación, el interés y la profesionalidad. Fue como sacar la cabeza del agua después de haber estado hundida hasta no poder más.

A la mañana bien temprano le dije a Julián lo que pensaba. Había hecho todas las averiguaciones por mi cuenta. No quería que él albergara esperanzas inútilmente. Cuando todo me quedó claro, le conté; si estaba de acuerdo, ya mismo lo pondríamos en práctica. Sentí, por primera vez, que me miraba confiado, descansando en mí, y eso me alentó.

Tomé los teléfonos, hice los contactos, anoté nombres, mandé mails y corrí. Aunque fuese desde lejos, quería verla. Me aferré al vidrio sin llanto y a la distancia le prometí a Mercedes que no habría ductus arterioso ni frialdad médica ni nada, absolutamente nada que pudiera detenernos. Ahora, había que apelar a la serenidad y bajar el grado de desasociego que, casi siempre, juega en contra.

Buenos Aires queda a noventa kilómetros de aquí. Hay más de una hora de viaje. Había que contar con una ambulancia de alta complejidad para traslado de prematuros. La incubadora es el vientre materno fuera del cuerpo y los cambios de temperatura son muy riesgosos.

Debíamos empezar dando pasos justos y no sería fácil. Nos opusimos terminantemente a la operación como nos aconsejaron desde el hospital. Lo hicimos terminantemente y soportando la resistencia que nos presentaron. Cuando supimos que la unidad de traslado estaba lista, firmamos los papeles el alta voluntaria asumiendo toda la responsabilidad sobre los peligros a los que, se suponía, Mercedes sería expuesta.

 

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