Un padre, una hija y un ACV | 12 FEB 12

El hombre que fue mi padre ya no existe

Un accidente cerebrovascular puede dejar a una persona sin daños aparentes pero con enormes dificultades de comprensión. Sus familiares aprenden a convivir con alguien diferente al que conocían.

Por Raquel Garzón. Poeta y periodista de Clarín.

Doce días después de sufrir un accidente cerebrovascular que afectó el 75% del hemisferio izquierdo de su cerebro y tras una semana en terapia intensiva, mi padre se sentó en su cama y casi de buen humor, preguntó: “¿Cómo están ustedes?”. Desde entonces lo llamo Highlander, el inmortal. Todo lo que ha venido luego (recaídas, secuelas, la procesión de estudios, remedios, médicos e hipótesis) no ha podido borrar en mí la impresión de su fervoroso amor por la vida. Y la convicción de que, mientras quiera seguir en este maratón, correremos a su lado.

A veces sueño que nunca pasó. Que nos encontramos como siempre a charlar de historia o de poesía. Que me abrumás con alguna idea para un libro de geopolítica, tu última obsesión; que te interesa saber cómo sigue esa colección de cuentos que me esmero en arrumbar. Esas veces, cuando despierto, lloro. Como si tuviera cinco años y me dijeran que no vas a volver nunca. En la ducha, para que mis hijos no pregunten por qué. Para que Julián, el mayor, no dé por sentado que voy a Córdoba de nuevo para verte –catorce viajes van desde el derrame que te convirtió en otra persona– “porque al papá uno lo quiere más que a nadie”.

En la Argentina alguien tiene un accidente cerebro vascular (ACV) cada cuatro minutos. Es la segunda causa de muerte después de los problemas cardíacos y la primera razón de invalidez en mayores de 40 años. Las probabilidades de sufrir uno aumentan con la edad a partir de los 55 años, pero hay pacientes mucho más jóvenes peleando contra sus consecuencias. Durante un ACV, una parte del cerebro deja de recibir sangre y oxígeno, determinando la muerte de células y un daño permanente que varía en cada caso. Los factores de riesgo son conocidos y, muchas veces, desatendidos: la hipertensión arterial (afecta al 80% de las víctimas), el colesterol alto, la diabetes y los antecedentes familiares, entre otros. Controlarlos es el único nombre de la prevención.

 Yo no sabía nada de esto hasta que la enfermedad partió mi casa. A papá lo salvó mi hermana, médica como él, que interpretó correctamente los síntomas (dolor de cabeza intenso, desorientación, náuseas, sensibilidad extrema a estímulos sensoriales) y lo internó de inmediato. Cuando el peligro de vida pasó, comenzamos a lidiar con cicatrices físicas y emocionales, que a diferencia de lo que ocurre normalmente, no se relacionan en el caso de papá con la movilidad sino con la comunicación. Y empezó la ciclópea tarea de reconstruir un vínculo con un hombre de 80 años que guarda vagos recuerdos del que fue y que tiene dificultades para comprender y expresarse. ¿Qué entiende mi padre; qué de todo este ruido que es hoy para él el mundo le resulta familiar o deseable o siniestro? ¿Tiene miedo? ¿Sabe qué le pasa?

Casi toda nuestra conversación, desde entonces, cabe en los “abrazos de oso” que nos damos. Los prolongo siempre 30 segundos más de lo usual porque siento que si algo de mi papá queda en su cuerpo, saberse amado, lo traerá de regreso. Lo demás son monosílabos, ideas muy simples que acompañamos con gestos; si mencionamos a alguien señalamos su foto para facilitar el reconocimiento, repetimos las preguntas pausadamente y escuchamos sin prisa lo que quiera contar.

–¿Te duele algo, papá?

–No.

–¿Estás cansado?

–Sí. La amanolema todea, sido lalata tro. Solo.

“Solo” es el santo y seña de este tiempo. Pienso mucho en la inacabable soledad de un hombre que dedicaba los últimos años de su vida a leer y a escribir, dos de sus pasiones, y que ya no puede hacer ninguna de las dos cosas. Un estupendo orador que disfrutaba de la fluidez de ideas que le habían dado décadas como profesor universitario, obligado al silencio forzoso, porque las palabras dejan de ser, a mitad de las frases, sonidos entendibles. Dios pega donde duele.

Toda familia es un pequeño ecosistema. Un juego de equilibrios que se altera cuando alguien cae. Hay, en la mía al menos, una respuesta de género ante la tragedia que la enfermedad evidenció: las mujeres cuidan, acompañan, sufren ahí; los varones se alejan, convierten el dolor en otras cosas, sólo ponen el cuerpo si nadie más puede hacerlo. Mientras tanto, cada uno mastica a su modo la angustia del botero que para salvarse tiene que achicar el agua que entra a baldazos, sin dejar de avanzar hacia la orilla: remá, remá, remá ... Números que hacer, cuentas que pagar, volver el mundo a cierto orden.

“Vení, contame de tus cosas”, invita papá cuando nos vemos con una enorme sonrisa. No recuerda mi nombre (la última vez lo confundió con el de su madre) aunque sí, tal vez, que fui el primer bebé que tuvo en brazos: “Yo les tenía miedo a los chicos y lo perdí con vos”, me confesó hace muchos años. Así que me esmero en soliloquios lentos sobre los progresos de sus nietos, algún viaje reciente, un libro que leí. Nunca sé qué entiende y qué de lo que digo es puro mandarín en sus oídos, pero hablo con pasión. Le devuelvo en otras, las historias que me contó en la infancia: el descubrimiento de Troya, los doce trabajos de Hércules, la construcción del dique San Roque y las calumnias que debió soportar Bialet Massé … Es mi modo de decirle que lo extraño con desesperación.

Leo mucho estos días. Libros que cuentan historias parecidas y resumen la entrada en la intemperie, la experiencia brutal de la orfandad. No sabía que había tantos; tendemos a creer única nuestra tristeza. La invención de la soledad, de Paul Auster, Mi oído en su corazón de Hanif Kureishi, Mamá de Joyce Carol Oates, Papá, de Federico Jeanmaire, El buen dolor, con el que Guillermo Saccomanno ganó el Premio Nacional de Literatura en 2002, son algunos de los que me acompañan en la búsqueda de consuelo. Pero mi padre no ha muerto, me reprendo. ¿O sí?

 

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