El tema de la muerte digna | 30 ENE 12

“No agradezco al médico estar vivo”

Paralizado del cuello a los pies, Tony Nicklinson exige el derecho a elegir el momento de su muerte.

Walter Oppenheimer Londres / Tony Nicklinson es atendido por su mujer, Jane, en su domicilio familiar en Melksham. / IONE SAIZAR

Tony Nicklinson tenía 50 años y una vida hiperactiva en 2005: ingeniero civil, disfrutaba de su trabajo para grandes constructoras en Malasia, en Hong Kong, en los Emiratos; sentía tal pasión por el rugby que fue vicepresidente de la asociación de rugby del Golfo Pérsico; no era rico, pero tenía un alto nivel de vida, y ya pensaba en su jubilación, que imaginaba en Sudáfrica junto a su mujer Jane, y sus dos hijas. Era, como le define Jane, “el alma de todas las fiestas”, polemista y conversador infatigable.
 
Todo eso se evaporó cuando un problema de corazón que nunca le habían detectado le provocó estando en Atenas un derrame cerebral que le dejó paralítico del cuello para abajo. No puede hablar, le alimentan con papillas, sufre como una humillación depender para casi todo de sus cuidadores. Pero puede pensar. El derrame le dejó intacto el intelecto, lo que multiplica de forma insoportable la esclavitud de vivir atrapado en un cuerpo inerme: "¿Estoy agradecido a los médicos porque he sobrevivido? No. Ellos no tienen que vivir con las consecuencias. Si volviera al pasado dejaría que la naturaleza siguiera su curso y no pediría ayuda".
 
Los avances tecnológicos no solo le ataron a la vida: también le permiten manejar un ordenador con los párpados. Puede escribir. Y manejar la televisión. Encender y apagar la luz de su habitación. O pedir ayuda cuando el no poder rascarse la oreja es insoportable.
 
Cuando comprendió que aquello no cambiaría, que "solo podía ir a peor", se dio dos años de reflexión sobre su futuro. En 2007 ordenó que le retiraran toda la medicación y que no le trataran si empeoraba. Y empezó a luchar para tener el derecho a suicidarse. No hoy, quizás tampoco mañana, pero seguramente pronto. Pero no se puede suicidar sin la ayuda de alguien. Y la ley británica prohíbe esa ayuda. Tony Nicklinson no quiere matarse, quiere saber que podrá morir cuando él quiera. Cree que la ley discrimina a los discapacitados físicos al no dejarles hacer algo que los demás sí pueden: elegir, libre y conscientemente, dejar de vivir.

"Dejen la religión fuera de este debate porque es un asunto secular”
 
Ha llevado su caso a los tribunales y el Tribunal Superior de Justicia ha empezado a estudiarlo esta semana pasada. El Gobierno, sin embargo, dice que esas cosas dependen del Parlamento, no de un juez. "Los políticos son unos cobardes", interviene él mientras Jane se queja de los políticos.
 
Tony y Jane viven en una casita luminosa y agradable en Melksham, un pueblo de Wiltshire, 170 kilómetros al Oeste de Londres. "No sé por qué vivimos aquí, la verdad", explica Jane con una mirada indefinible, mezcla contradictoria de coraje, cansancio, amor, incomprensión, resignación, inconformismo. "Cuando volvimos de Atenas tuvimos que ir a un hospital en Kent porque allí vivíamos antes de ir al extranjero. Pero ya no conocíamos a nadie. Nos trasladamos aquí. Mi madre vive en Andover, a una hora de aquí. Tengo un hermano en Dorset. Una hermana en Cornualles. Tenía sentido venir. Me gusta Bath. Trabajé allí hace muchos años y está cerca. Pero no teníamos verdaderas raíces en Reino Unido y podíamos haber ido a cualquier lado".

Tony no quiere morir mañana. Quiere saber que en el futuro podrá acabar con su vida"
 
Se conocieron en Dubai, donde ella trabajaba de enfermera, en 1984, en una cita a ciegas organizada por su mejor amiga. Ahora llevan 26 años juntos. Jane habla por Tony pero es obvio que sabe cuáles serían sus palabras si pudiera hablar. Llevan años dándole la vuelta a la misma idea, que él ha desarrollado en multitud de escritos que pone a disposición del periodista: respuestas a cuestionarios periodísticos o de gente que le escribe, coloquios en los que ha intervenido, debates con grupos pro-vida o de quienes defienden una muerte digna para los enfermos terminales pero no para gente como él, que puede vivir muchísimos años pero en condiciones que considera insoportables.
 
Solo habla Jane, pero Tony sigue la conversación. A veces ríe. A veces parece llorar. ¿O es un gemido de impotencia por no poder hablar, una explosión de emociones cuando la conversación gira en torno a los buenos tiempos, a sus hijas, al rugby?
 
Jane sabe enseguida cuándo quiere intervenir él. "Para comunicarse, Tony usa esto", dice, mostrando una tabla con el alfabeto dividido en varios grupos de letras. "Mira a las letras y colores para decirme lo que quiere decir", explica. Ella va repitiendo cada letra para confirmar a cuál se refiere y luego dice en voz alta la palabra resultante. "Tiene también este ordenador que habla, pero se ha de preparar antes. Hay que programar las preguntas. Y para preguntas y respuestas es mejor que utilicemos esto".

 

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