Enfermería: la vocación de velar por los demás | 18 SEP 11

El arte de cuidar

La enfermería es una tarea imprescindible, que requiere una gran dedicación física y espiritual. Sin embargo, esta labor no tiene el reconocimiento que se merece. Cinco casos bien diferentes, unidos por la vocación de velar por los demás.

Historias de vida

Por Victoria Pérez Zabala  | Para LA NACION

Ellas van, recorriendo pasillos, con los guantes puestos y la medicación justa; van, de cama en cama y de sala en sala, midiendo temperaturas y signos vitales; unos pacientes sufren por dolor; otros, por soledad. Todos las necesitan, las llaman, les agradecen o les gritan; se quejan, lloran, comen o duermen; ellas, a un costado, acompañan.

Ellas van, para que los enfermos puedan vivir o morir mejor. Ellas van, corriendo, tras el sonido del timbre. Al llegar, pueden encontrar una queja o la muerte: todo puede pasar en el día a día de la enfermera.

Una frase se repite en cada uno de los profesionales entrevistados: el médico cura, la enfermera cuida. Son imprescindibles porque "sin ellas no existiría el hospital", admitió un médico de larga carrera.

Sin embargo, su noble labor no es reconocida socialmente ni con un sueldo que compense la dedicación física y espiritual que demanda. Todo deriva en una cifra que alarma: en la Argentina hay diez médicos por cada enfermero con título universitario. En la ciudad de Buenos Aires el número trepa a 19 médicos por cada enfermero.

La preocupante estadística, que se mantiene desde 2010, surge de un trabajo realizado por los investigadores del Centro de Implementación de Políticas Públicas (Cippec) Daniel Maceira y Cintia Cejas (gracias a un subsidio de la Organización Mundial de la Salud, el único otorgado a un equipo de América latina), que analizó nuestro sistema sanitario. El mismo estudio rescata que en países como Canadá o España, la relación es inversa: hay más de cinco y tres enfermeros por cada médico, respectivamente.

El resultado es un desequilibrio que se traduce en más trabajo, más pacientes repartidos sobre menos hombros por el mismo sueldo. "Siempre faltan enfermeros", concuerdan los expertos, y aseguran que es necesario incrementar la cantidad y revertir la tendencia vigente de un exceso de médicos por sobre las restantes profesiones de la salud.

LNR las escucha a ellas, casi siempre ensombrecidas por la figura del médico. A su vez, se incluye el testimonio de un hombre, joven estudiante de Enfermería, que da sus primeros pasos en una carrera históricamente femenina. Historias de vidas muy distintas, que se acercan a la misma meta: todos son profesionales en el arte de cuidar.

Josefina Werner
Un Angel para los chicos

A las 5.15 suena el despertador de Josefina Werner. En menos de dos horas deberá atravesar el contaminado centro de la ciudad de Buenos Aires para llegar al ambiente más aséptico del Hospital Garrahan: la Unidad de Trasplante de Médula Osea. Allí, las ventanas están selladas y el aire se purifica a través de filtros; hay un sistema de lavado de manos antes de ingresar y otro de doble puerta previo a pisar la sala esterilizada. Son siete las camas y tres las enfermeras por turno que atienden a los pacientes de hasta 18 años que ven en esta operación de altísimo riesgo la única opción de ganarle la pulseada a la muerte que amenaza desde distintas enfermedades, en la mayoría de los casos, cáncer.

Son pequeños a los que les espera una lucha gigante. Sufrirán un dolor agudo y persistente, ya que se los induce a un estado de cero defensas antes del trasplante y, también, vivirán algo desconocido: la aislación total. Serán días, semanas y meses de estar lejos de sus familias -sólo un pariente puede acompañarlos e ingresar a intervalos fijos-, de sus amigos de colegio, de todo el mundo exterior que simboliza un peligro para ellos.

Pero ahí, durante el mes o los seis meses que dure el tratamiento, estará ella. Josefina es muy delgada, ágil y sonriente; su pelo rubio y largo más sus ojos de un celeste transparente le infunden un aura angelical. Hoy no viste el uniforme reglamentario, sino una camisa blanca con flores cosidas y unos jeans. Mientras juega con la lengüeta de su sandalia, recostada en el sillón del living de su casa en La Horqueta, reflexiona: "A veces pienso en lo poco que se entiende nuestro trabajo. No es sólo preparar las pastillitas o dar una inyección. Son tantas cosas las que uno necesita al estar internado. Necesidades básicas de dolor, de higiene, de respirar, de miedo. El estado de enfermedad es muy real, muy honesto, muy profundo. No hay mucha careta cuando estás así".

Su trabajo en la Unidad de Trasplante es quizás uno de los más exigentes para una enfermera, porque no puede distraerse ni un segundo; hay hemorragias constantes y el paciente sin capas, como se lo llama por no tener defensas, en cierto momento del tratamiento necesita asistencia para todo: comer, tragar, ir al baño, hasta para respirar. Se los tiene como en una caja de cristal.

"Ahora tenemos a una chiquita que hace más de 130 días está encerrada -detalla Josefina, que tiene 30 años, pero aparenta muchos menos-. Soy la única conexión con el exterior. Trato de salir a correr y hacer actividades para llevar aire fresco al volver."

Al hablar mueve en círculos sus manos blancas y desnudas de anillos y pulseras. "Los chicos son muy dóciles si lográs que confíen en vos; son chiquitos, pero de alguna forma fueron obligados a crecer rápido por la enfermedad. Hay que hablarles con honestidad -destaca Werner, que hace más de cuatro años trabaja en la Unidad de Trasplante-. Los menores de 8 años no sufren tanto el aislamiento. Sí sufren no poder correr y jugar. Están todo el día durmiendo porque se sienten mal, muy mal. No pueden tragar, el tracto gastrointestinal se altera completamente con la quimioterapia y las bocas quedan llagadas, inflamadas."

Josefina ya era licenciada en Enfermería cuando su madre enfermó de cáncer de pleura. Durante todo un año ella fue quien le aplicó la morfina y la cuidó cada día al volver del hospital hasta el día de su muerte. "Trabajaba en el turno noche del Garrahan y después volvía a casa para atender a mamá. Estaba todo el día despierta. Le hice un tratamiento en casa. Quería estar cerca. Fue el privilegio más grande", dice con la voz quebrada y una sonrisa valiente, empañada por sus lágrimas.

"Siempre fui de querer cuidar; eso lo heredé de mi mamá. Esta carrera está cortada a mi medida. Me siento plena en esta profesión. Me encanta ir a trabajar. Vivo muerta, cansada, pero al mismo tiempo me encanta el trabajo", asegura la enfermera, recibida en la Universidad Austral, de delicados rasgos, que en pocas horas volverá a sus pacientes, pequeños y frágiles.

Eduardo Dueñas
Bendito tú eres
"Hice más en un año de enfermerIa que en tres de medicina"

Al principio se lo contó como un chiste; quería ver su reacción. No iba a ser tan fácil que su padre aceptara el cambio de carrera: de Medicina a Enfermería. Eduardo Dueñas tiene 26 años y tuvo que soportar varios chistes y romper varios prejuicios hasta llegar a su vocación, la Enfermería. Primero, el de ser hombre en una carrera unida en el imaginario colectivo a la figura femenina; segundo, el de una profesión que no encuentra el reconocimiento que merece ni social ni monetariamente.

"No importa lo que digan los demás. Encontré una profesión con muchísimo valor, que está a la par de Medicina, Ingeniería y Abogacía. Y yo sé que se requiere de una persona muy fuerte y empática para estar genuinamente con personas enfermas que no son familiares. Al final del día todos son familiares", destaca Dueñas, mientras su novia de 21 años, Ayelén Corradi, también estudiante de Enfermería, lo mira con admiración.

Hoy, tanto su madre, abogada, como su padre, economista, observan su esfuerzo y comprenden un poco más el mundo de la enfermería a través del sacrificio y la entrega de su hijo.

"La gente cree que no requiere conocimientos y pensaban que para mí sería un trámite. La verdad es que Enfermería requiere de mucho estudio, porque no sirve de nada hacer los procedimientos si no sabés por qué o cuáles son las consecuencias de los mismos", expone Eduardo, desde su departamento del barrio de Caballito.

Vos estás para otra cosa. Para algo más. Sos más inteligente, le decían a Ayelén cuando se anotó en Enfermería, luego de abandonar Medicina. Ella estaba en el Ciclo Básico Común (CBC) cuando se pasó a Enfermería; en cambio, Eduardo ya había cursado tres años para convertirse en médico en la Universidad Favaloro.

"Noté un gran cambio cuando empecé a estudiar Enfermería; más que nada en la gente. Acá todos tienen historias, en Medicina no es así. Aprendí a manejarme con las personas. Hice más en este año de enfermería que en los tres de medicina", compara Eduardo, que cursa el segundo año de la carrera, donde además de estudiar la teoría, a los pocos días de comenzar, estaba cuidando a pacientes del Hospital Británico.

Sus miradas se encontraron en el segundo día de clases y al poco tiempo ya estaban de novios. Vistos de cerca, parecen hermanos. Tanto la manera de hablar como los gestos y el tono de voz compasivo que adoptan cuando nombran algún paciente son similares, casi idénticos. "Somos iguales. Al toque hubo esa conexión. Somos artistas: él es músico y yo, pinto", define Ayelén.

"Bañar a alguien es algo muy poderoso", describe el estudiante de Enfermería que guarda en su memoria bien fresco el recuerdo del primer baño que tuvo que dar. Era una mujer inmóvil de unos 89 años, que se disculpaba constantemente por necesitar esos cuidados. "Estaba lúcida. Le lavé los ojos muy despacio. Era la primera paciente y estaba nervioso. Al otro día cuando pasé por su cama ya no estaba, se había muerto", se lamenta Eduardo, y agrega que lo más difícil de su profesión es no involucrarse tanto.

"Yo había atendido a un paciente por un tiempo. Después se lo pasaron a él y se le murió -cuenta Ayelén y se queda pensativa. Se detiene en eso de decir se le murió-. Es como que es propio, ¿no? Y eso no está bien."

Desde un cómodo sofá, Eduardo analiza por qué no hay más jóvenes estudiando Enfermería: "No les gusta la idea de recoger materia fecal, orina y bañar a un paciente. Se creen que es sólo eso. No es así. Además, no está bien pago ni bien visto socialmente."

Doreen Florence Dover
Un símbolo de la profesión

"Hasta los azulejos temblaban cuando pasaba", recuerda una de las enfermeras que trabajó bajo la mirada siempre alerta de Doreen Florence Dover, la directora de Enfermería del Hospital Británico durante 29 años. Y Doreen pasaba todos los días. "Me tenían, debo admitirlo, mucho respeto. Nunca llegué cinco minutos tarde al trabajo", dice Doreen, que fue condecorada en 1994 por la corona británica por sus años de ejercicio profesional en beneficio de la comunidad.

Su recorrido por las 235 camas del hospital duraba alrededor de cuatro horas, porque se detenía en cada paciente para hacerle la misma pregunta: ¿Cómo se siente hoy? "Hablaba con cada uno de ellos para escuchar sus historias y también sus quejas", comenta la enfermera jubilada, en su elegante departamento en Olivos. Luce una camisa de seda escocesa con los puños y el cuello blancos y una pollera azul que le llega hasta sus finos tobillos. Aún hoy, cerca de cumplir 80 y retirada de sus funciones desde hace una década, sigue ayudando a la comunidad a partir de diferentes actividades, como la venta de galletas, de ropa y muebles para recaudar dinero.

Su padre, un químico destacado, partió de Inglaterra y se instaló en Santa Elena, Entre Ríos, contratado por el frigorífico Establecimientos Argentinos de Bovril. Allí, en una elegante casa, donde se respiraba el aire de una campiña británica, pasó una infancia feliz junto a su hermana gemela Margaret.

La decisión de convertirse en enfermera llegó de repente. Hoy no recuerda la razón exacta. En aquel entonces, 1950, no era tan extraño que una señorita de clase media alta demostrara semejante inclinación. "Había chicas del sur, hijas de galeses. Eramos todas de habla inglesa. Con el paso del tiempo, esa exigencia se fue perdiendo porque no venían enfermeras a postularse", se lamenta Doreen que inició sus estudios en la escuela de enfermería del Hospital Británico, una de las más antiguas del país y que sigue los lineamientos de la mítica Florence Nightingale.

 

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