Por Enrique Garabetyan
Preparada. Van Deren participará en una carrera de 80 kilómetros en Salta.
Hasta cumplir 27 años, la vida de Diane Van Deren era completamente normal: vivía en un pequeño pueblo al pie de las montañas Rocallosas, en los EE.UU., donde cuidaba a sus dos hijos pequeños, atendía a su marido, entrenaba y practicaba con pasión múltiples deportes, algo que hacía desde que fue tenista profesional en su juventud. La felicidad parecía completa cuando supo que estaba embarazada de Matt, otro varón. Y entonces, a los pocos días de la noticia, tuvo una fuerte convulsión que cambió rápidamente su existencia.
El diagnóstico fue epilepsia y su cotidianeidad se arruinó en forma drástica: las crisis de la enfermedad se repitieron cada vez con mayor frecuencia y al cabo de unos años llegó a sufrir entre tres y cinco episodios por semana, que los medicamentos usuales no lograban atemperar.
Cualquier actividad banal se convirtió –además de compleja y peligrosa– en algo que requería planificación: “Cuidar a mis tres chicos, manejar el auto, darme un baño de inmersión, andar a caballo... todo podía complicarse mucho, y mal si tenía un episodio convulsivo en un momento clave”, le contó a PERFIL vía correo electrónico, pocos días antes de su llegada a la Argentina (ver recuadro).
Así, casi por casualidad, descubrió un particular antídoto personal que le servía para frenar la llegada de las convulsiones: salir a correr por horas. “Siempre fui muy deportista; jugué tenis profesionalmente y entrenaba con constancia desde la adolescencia. Cuando las convulsiones comenzaron a darse con mayor frecuencia, descubrí que si salía a trotar rápidamente cuando estaba por tener una crisis ¡podía evitarla! Y, casi mágicamente, el miedo a tener un episodio me hizo aprender a disfrutar de correr a campo traviesa, por senderos naturales, donde además encontraba paz y belleza. Era una manera de sentirme segura y reconfortada en medio de las crisis”, cuenta Van Deren, hoy de 52 años.
El correr para evadir la enfermedad y la sensación de bienestar que esto le aportaba se volvería, con el tiempo, parte central de su vida futura.
—¿Entonces tomaba medicamentos anticonvulsivos?
—Los tomé durante diez años. Y debo haber probado todos, pero ninguno funcionaba correctamente; o me generaban efectos secundarios insoportables, como un cansancio extremo, pérdida de apetito, mala visión y problemas cognitivos.
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