Entrevista a Fernando A. Navarro | 13 SEP 10

Lenguaje Médico: ¿Qué será del español en el siglo XXI?

Fernando A. Navarro (España) es médico, traductor, lexicógrafo y estudioso del lenguaje científico. VII Jornadas Científicas y Profesionales de TREMÉDICA, (Asociación Internacional de Traductores y Redactores de Medicina y Ciencias afines). Bs. As. 15 y 16 de Octubre.
Autor/a: IntraMed 

VII Jornadas Científicas y Profesionales de TREMÉDICA
15 y 16 de Octubre, AMA, Bs. As.

Entrevista al Dr. Fernando A. Navarro:

"Me resisto a creer que la medicina hispanoamericana se conforme con ocupar indefinidamente una mediocre posición secundaria en el gran teatro de la ciencia mundial".


1. En medicina, la producción bibliográfica actual es abrumadora, como abrumador es asimismo el predominio de las publicaciones en lengua inglesa. Para acceder a la bibliografía, ¿cree usted que el médico debería capacitarse en el idioma inglés o que deberían estimularse más bien las traducciones al español?

No cabe ninguna duda de que, hoy por hoy, la mayor parte de los avances médicos se publican en inglés. El médico del siglo XXI debería estar plenamente capacitado, tras su paso por las aulas universitarias, para leer con soltura el inglés científico y expresarse también con una mínima corrección en inglés.

Ignoro cuál pueda ser la situación actual en la Argentina y otros países de Hispanoamérica, pero por lo que hace a España, es indudable que el dominio del inglés sigue siendo una asignatura pendiente en casi todas las carreras científicas. Y los médicos son bien conscientes de ello. O al menos así parece desprenderse de los resultados obtenidos en un reciente estudio llevado a cabo por el grupo de Nuria Giménez Gómez: "Formación en investigación: autopercepción de los profesionales sobre sus necesidades", Med Clín (Barc) 2009; 132: 112-7. De entre todas las necesidades formativas identificadas por los investigadores españoles, destaca en primer lugar la necesidad de potenciar la enseñanza del inglés entre los profesionales sanitarios. Se explica así el éxito que han tenido en España iniciativas recientes como el seminario de inglés biomédico organizado por la Fundación Dr. Antonio Esteve, el inminente lanzamiento de la revista Spanish Doctors enfocada al aprendizaje del inglés médico, o el hecho, insólito, de que tres grandes editoriales hayan publicado de forma casi simultánea sendos manuales de inglés dirigidos específicamente a los profesionales sanitarios: Healthy English (Barcelona: Masson Elsevier, 2009), Inglés médico (Madrid: Panamericana, 2010), e Inglés médico y sanitario (Madrid: LID, 2010).

Hemos de aprender el inglés, sí, y hacerlo lo mejor que podamos; pero no resignarnos al monolingüismo científico que se avecina. O al menos no sin antes haber sopesado con cuidado las graves consecuencias que podría traer consigo, y que comento con detalle en "El inglés, idioma internacional de la medicina: causas y consecuencias de un fenómeno actual"; me refiero, por ejemplo, a la exclusión de las aportaciones realizadas en otros idiomas, a la dependencia científica y la uniformación del pensamiento, a la barrera lingüística entre la ciencia médica universitaria superior -que se publica en inglés- y la práctica médica inferior -que lee principalmente en el idioma materno-, a la discriminación lingüística, o a la creencia cada vez más generalizada de que un artículo en inglés es, por el mero hecho de estar escrito en inglés, de mayor calidad que otro en español o cualquier otra lengua.

Me resisto a creer que la medicina hispanoamericana se conforme con ocupar indefinidamente una mediocre posición secundaria en el gran teatro de la ciencia mundial. Y estoy convencido de que el español puede volver a ser una de las grandes lenguas internacionales de la cultura, también en el ámbito médico y científico. Mientras llega ese momento, es vital para nosotros seguir manteniendo el vigor de nuestro lenguaje especializado y su capacidad para expresar de forma precisa y eficaz el mundo que nos rodea y los nuevos descubrimientos científicos. Para ello, precisamos, sí, de más y mejores traducciones especializadas, con la máxima calidad; y también de más y mejores libros de consulta, artículos originales y textos de todo tipo escritos directamente en lengua española. Que ello es factible lo están demostrando ya, sin ir más lejos, portales internéticos como IntraMed.


2. ¿Cuál es el nivel de la traducción médica en los países de habla hispana? ¿Estamos a la altura de otras naciones?

Considero cuanto menos llamativo el hecho de que, por lo general, no haya entre nosotros plena consciencia de que los países de habla hispana somos la primera potencia mundial en traducción médica. Los países de habla inglesa son los primeros productores mundiales de información médica escrita original, por supuesto, pero precisamente por eso mismo no necesitan traducir tanto como nosotros. La traducción médica es, pues, una de las poquísimas especialidades médicas cuyo liderazgo internacional no recae en los Estados Unidos. Muchos de los mejores especialistas mundiales en traducción médica, lenguaje especializado o terminología científica hablan español.

Y dentro del ámbito hispánico, tengo la impresión de que la Argentina es precisamente el país que cuenta con mayor número de traductores médicos profesionales. En este sentido, no parece casualidad que la Asociación Internacional de Traductores y Redactores de Medicina y Ciencias Afines (Tremédica) traiga nuevamente sus jornadas científicas a suelo argentino; si el año pasado fue Rosario, en esta ocasión será Buenos Aires la ciudad que acoja, en la sede de la Asociación Médica Argentina, las VII Jornadas Científicas y Profesionales de Tremédica (días 15 y 16 de octubre).


3. ¿Hasta qué punto podríamos decir que la traducción del inglés está influyendo en las publicaciones médicas en lengua española y, por consiguiente, en el español médico actual?

Nos guste o no, lo cierto es que hoy las publicaciones médicas en lengua española son en buena medida el resultado de un proceso de traducción a partir del inglés. No es solo que la cuarta parte de los libros de medicina editados en España e Hispanoamérica correspondan a traducciones de obras extranjeras; se trata, sobre todo, de que los principales libros de texto en español y los artículos médicos que publican nuestras revistas incorporan más de un 80% de las referencias bibliográficas en inglés.

Todo médico que lee artículos en inglés, pero imparte clases, presenta ponencias o pronuncia conferencias, escribe textos de divulgación o publica artículos o libros de texto en español, es un traductor médico. En países como los nuestros, todo autor médico es en buena medida también traductor, y como tal debería formarse. Digo bien "debería", porque en el momento actual la presencia del lenguaje científico en nuestros planes de estudio no resiste punto de comparación no digo ya con las disciplinas médicas y quirúrgicas fundamentales como la cardiología, la psiquiatría, la neurocirugía o la dermatología, sino ni tan siquiera con disciplinas auxiliares como la bioestadística, la física médica, la historia de la medicina o la bioquímica.

Por el mismo razonamiento, debemos aceptar asimismo, pues, que la traducción es en la actualidad el principal motor del lenguaje médico español, incapaz de alimentarse a sí mismo a partir de una ciencia secundaria y dependiente como la que caracteriza a nuestros países.


4. ¿Cuáles son los errores de traducción más frecuentes en las publicaciones científicas y en los medios de divulgación?

Los médicos de habla hispana suelen ser conscientes de que el inglés está modificando el uso que hacen de su lengua materna, pero no lo son tanto de la intensidad y el alcance de esta influencia. Para muchos, la influencia del inglés en el español médico parece limitarse exclusivamente al uso creciente de anglicismos patentes, como anion gap, borderline, buffer, by-pass, distress, doping, feedback, flutter, handicap, kit, odds ratio, pool, rash, scanner, screening, shock, shunt, spray o stent.

En realidad, la influencia del inglés es muchísimo más extensa e intensa, y afecta a todos los niveles del lenguaje: ortográfico, léxico y sintáctico.

Es evidente, por ejemplo, la abundancia de anglicismos ortográficos en los textos médicos escritos en español, donde hallamos con relativa frecuencia palabras como *amfotericina (por influencia de amphotericin, anfotericina), *anti-alérgico (por influencia de anti-allergic, antialérgico), *colorectal (por influencia de colorectal, colorrectal), *benzodiazepina (por influencia de benzodiazepine, benzodiacepina), *hematopoiesis (por influencia de hematopoiesis, hematopoyesis), *linfokina (por influencia de lymphokine, linfocina), *iodotirosina (por influencia de iodotyrosine, yodotirosina) o *mobilidad (por influencia de mobility, movilidad).

Más abundantes aún son los anglicismos léxicos, que en absoluto se limitan a los anglicismos patentes como los ya citados. Podría mencionar, por ejemplo, lo que los traductores hemos dado en llamar "falsos amigos"; esto es, palabras de ortografía muy parecida o idéntica en inglés y español, pero con significados diferentes en ambos idiomas. En la actualidad no es nada raro encontrar textos en los que el autor afirma algo que no pretendía decir solo porque utiliza el término español urgencia (en inglés, emergency) cuando lo que quiere decir es urgency (en español, tenesmo vesical), o ántrax (en inglés, carbuncle) cuando lo que quiere decir es anthrax (en español, carbunco), o preservativo (en inglés, condom) cuando lo que quiere decir es preservative (en español, conservante), o pituitaria (en inglés, mucous membrane of nose) cuando lo que quiere decir es pituitary (en español, hipófisis).

 Menos perceptibles aún para el hablante, pero de consecuencias más graves para el idioma, son los anglicismos sintácticos. Es el caso, por ejemplo, del abuso de la voz pasiva perifrástica, que el español, a diferencia del inglés, tiende a evitar, pero que en los textos médicos ha alcanzando niveles de uso verdaderamente preocupantes. Muchos médicos consideran de lo más normal una frase como "el bacilo de la tuberculosis fue descubierto por Koch en 1882", pese a que jamás dirían a un vecino "la carrera de medicina fue terminada por mi hijo en 1998".

Y es el caso también de la influencia que el sistema de adjetivación en inglés está ejerciendo sobre nuestra lengua. El inglés, es bien sabido, permite yuxtaponer dos sustantivos para conceder al primero de ellos carácter adjetivo. Pueden decir, sencillamente, heart failure donde nosotros no diríamos nunca *insuficiencia corazón; en castellano estamos obligados a introducir una preposición entre los dos sustantivos (insuficiencia del corazón) o sustituir el segundo de ellos -el primero en inglés- por un adjetivo (insuficiencia cardíaca). Por desgracia, la influencia del inglés hace que cada vez sea más frecuente leer en español expresiones angloides como *depresión posparto (en lugar de depresión puerperal), *vacuna anti-hepatitis (en lugar de vacuna antihepatítica o vacuna contra la hepatitis), *carcinoma célula pequeña (en lugar de carcinoma microcítico) o *infección VIH (en lugar de infección por el VIH).


5. ¿Debe estar el lenguaje especializado de la medicina abierto a los neologismos o es preferible defender a ultranza la pureza y el casticismo de nuestra lengua?


En español, como en cualquier otra gran lengua de cultura, hemos de aceptar neologismos, desde luego que sí. ¿Cómo podríamos ser puristas los médicos, que nos servimos de un lenguaje formado, prácticamente en su totalidad, por vocablos de origen griego (tráquea, microscopio, síndrome), latino (absceso, médico, virus), árabe (alcohol, jaqueca, nuca), francés (chancro, pipeta, viable), inglés (prión, nistatina, vial), alemán (éster, mastocito, vaselina), italiano (belladona, pelagra, petequia), holandés (droga, escorbuto, esprue), portugués (albinismo, sarpullido, fetichismo), amerindio (curare, guanina, ipecacuana), asiático incluso (agar, beriberi, bezoar)?

En el ámbito del lenguaje científico, el español es una lengua minoritaria y dependiente. Desde hace siglos, la lengua española no acuña términos científicos, sino que los toma de fuera. Solo en el siglo XX, aerosol, angiotensina, anticodón, apoptosis, avitaminosis, bacitracina, biotecnología, calicreína, cápside, colagenosis, coronavirus, densitometría, dornasa, ecografía, edetato, epoetina, estresante, excímero, feromonas, genómica, hibridoma, hipoalergénico, interferón, inviable, láser, leprechaunismo, linfocito, liofilización, lisosoma, masoquismo, neuroléptico, nistatina, noradrenalina, nucleótido, operón, ortorexia, penicilinasa, pinocitosis, placebo, plásmido, prión, probiótico, proteinasa, ribosoma, robótico, sida, telecirugía, transgénico, transposón, travestismo, tripanosomosis, vipoma, virión y vitamina -a los que podríamos añadir sin esfuerzo otros ejemplos por millares- son todos ellos, sin excepción, términos especializados acuñados en el extranjero, y que nuestro idioma importó.

El español no debe ni puede funcionar al margen del lenguaje médico internacional. Nuestro lenguaje especializado debe seguir abierto al exterior para tomar de fuera las palabras que nos permitan designar nuevos conceptos y vengan a enriquecer nuestra lengua.

Lo que no tiene sentido, a mi modo de ver, es llamar papers a los artículos, células T helper a los linfocitos T cooperadores o angor pectoris a la angina de pecho. Porque ¿qué ventaja tiene el inglés patch test sobre nuestros equivalentes prueba del parche, prueba de contacto, prueba epicutánea y epidermorreacción?; ¿o el inglés rash sobre nuestros equivalentes exantema, erupción cutánea y sarpullido?


6. Comentaba usted que, en países como los nuestros, todo médico ejerce tareas de traductor. ¿No le parece que el médico opera también, en cada entrevista médica, como una especie de "traductor" del relato del paciente a la lengua profesional?

Cada vez que médico y paciente conversan, en efecto, asistimos a un curioso intercambio biunívoco de información en una misma lengua, el español, pero con dos registros tan distintos que cualquier observador externo podría tomarlos casi por dos idiomas diferentes. Y el médico se desenvuelve aquí como experto traductor e intérprete que domina al dedillo ambos registros y transfiere de forma casi automática las expresiones de un registro al otro. Lo que en palabras del enfermo es hormigueo, barriga o pancita, anginas, azúcar en la sangre, boca del estómago, cardenales y parado (en España, de pie), pasa a ser para el médico parestesias, abdomen, amigdalitis, hiperglucemia, epigastrio, hematomas y en bipedestación. Este proceso de "traducción" resulta evidente en cualquier conversación entre médico y paciente, pero es especialmente llamativo en la anamnesis y la primera redacción de una historia clínica. El médico salta constantemente de un registro al otro cuando pregunta a su paciente "¿desde hace cuándo le viene doliendo la cabeza?" para luego anotar en la historia "refiere cefalalgia de tres semanas de evolución"; o cuando, tras medir la tensión arterial con el esfigmomanómetro, escribe en la historia "TA 140/80" al tiempo que informa a su paciente "tiene usted 14 de máxima y 8 de mínima".

Traducimos constantemente, sí, del lenguaje coloquial de los enfermos al tecnolecto de los facultativos, y lo hacemos de forma casi automática, sin apenas darnos cuenta.


7. ¿Qué aspectos de las múltiples dimensiones de la experiencia de enfermar no pueden ser nombradas con el lenguaje técnico?

Suelen escapársenos, por lo general, todos los variados matices que encierran las experiencias subjetivas. Nuestro lenguaje especializado describe muchísimo mejor los signos de cualquier enfermedad que sus síntomas.

Decía antes, por ejemplo, que los hormigueos que describe un enfermo suelen pasar a la historia clínica como "el paciente refiere parestesias en el quinto dedo de la mano izquierda". Y ese aire tan científico del helenismo nos obnubila; pensamos que hemos traducido el vulgar hormigueo por un término mucho más exacto y preciso, cuando en realidad hemos perdido una información valiosa al utilizar un término mucho más culto, sí, pero también más vago; puesto que parestesias puede servir también para el enfermo que siente pinchazos en el meñique, para el que siente el meñique como acorchado, y para el paciente que dice "el meñique se me quedó como dormido".

Igualmente difíciles de captar con el lenguaje técnico son los múltiples matices subjetivos de la sensación disneica, del miedo, de los escalofríos, de la angustia o del dolor. Solo quien ha sufrido un cólico nefrítico, se ha visto torturado por una jaqueca o ha sido abatido por un lumbago sabe lo que de verdad se esconde detrás de esos diagnósticos médicos.

Curiosamente, esta carencia de la lengua resulta especialmente grave en el caso de los médicos, quienes, por lo peculiar de su profesión, deberían ser capaces de comprender íntimamente el sufrimiento de los pacientes que tienen a su cargo; de lo contrario, no parece posible ejercer de forma eficaz la medicina. Sin embargo, y por motivos obvios, es de todo punto imposible que un especialista pueda haber padecido en sus propias carnes todas las enfermedades a las que debe enfrentarse en el transcurso de su profesión. ¿Cómo podría todo neurólogo haber experimentado la hemiplejia repentina del ictus, el lento deterioro de una enfermedad neurodegenerativa o las repercusiones psíquicas y sociales de la epilepsia? ¿Cómo todo oncólogo haber sido diagnosticado de carcinoma pancreático con metástasis para poder concebir la angustia de un enfermo desahuciado ante la inminencia de la muerte? Está claro que el médico debe buscar la comprensión de los aspectos más profundos de la enfermedad, el dolor y la muerte por otros derroteros.

En esta búsqueda, los libros de texto habrán de resultarle de escasa utilidad. Cierto es que los cuadros sintomáticos, los signos clínicos, los datos analíticos y los resultados de las más modernas técnicas diagnósticas vienen recogidos con extraordinaria minuciosidad en estos sesudos tratados; pero rara vez ocurre igual con los sentimientos o las sensaciones más íntimas del paciente. Si es esto lo que buscamos, más nos vale volver la vista a los textos escritos no por los más eminentes discípulos de Hipócrates, sino por quienes mejor han sabido observar, interpretar y expresar los entresijos del alma humana: los grandes escritores de la literatura universal. De esta forma, el médico de hoy no necesita haber vivido en una ciudad apestada para sentir el fétido aliento de la peste; le basta con pasearse por la Florencia medieval con Giovanni Bocaccio (Il Decamerone), por el Londres dieciochesco de la mano de Daniel Defoe (A journal of the plague year) o por el Orán del siglo pasado en compañía de Albert Camus (La peste).

Cuando se da la coincidencia de que el escritor es al mismo tiempo paciente, la vivacidad de sus relatos es aún mayor, lo cual los hace especialmente aptos para el propósito que ahora nos interesa. A través de las páginas de Der Zauberberg (1924), One flew over the cuckoo's nest (1962) o Los renglones torcidos de Dios (1979), el lector obtiene una vívida imagen del centro sanitario en el que se desenvuelve la trama (un sanatorio en la obra de Mann, un psiquiátrico en las de Kesey y Luca de Tena (y los médicos que allí trabajan, cierto). Pero nada comparable al sobrecogedor retrato que el austríaco Thomas Bernhard nos hace, en sus obras Der Atem (1978) y Die Kälte (1981), del sanatorio antituberculoso de Grafenhof en el que estuvo internado de joven.


8. ¿Piensa usted que existe una ilusión de la transparencia, univocidad y exactitud del lenguaje especializado que impide al médico percibir el espesor y la polisemia de la lengua?


 El lenguaje científico es un idioma que comprenden todos los investigadores del mundo, con la única condición de que se utilice correctamente. Es creencia generalizada que una de las características más destacadas del lenguaje científico es su precisión, marcada por la correspondencia biunívoca entre significantes y significados. En teoría, pues, el lenguaje científico debería carecer tanto de sinónimos como de palabras polisémicas, lo cual sería ideal no solo para los propios científicos, sino también, y probablemente en mayor medida, para los traductores especializados.

 Se olvida a menudo, no obstante, que el nuestro es un lenguaje antiquísimo, y los médicos hemos tenido tiempo suficiente de ir acumulando, en el transcurso de los veinticinco siglos de historia de nuestro lenguaje especializado, multitud de palabras distintas para designar un mismo concepto. Las repercusiones prácticas de esta situación son fácilmente imaginables. En cierta ocasión, un grupo de urólogos españoles se propuso efectuar una revisión de conjunto sobre un tipo especial de tumor renal; pues bien, no pudieron ni siquiera saber cuántos casos se habían publicado en el mundo, pues encontraron que lo que unos habían llamado quiste multilocular renal era para otros nefroma quístico multilocular benigno, o nefroblastoma quístico benigno diferenciado, linfangioma, adenoma quístico, tumor de Wilms poliquístico bien diferenciado, cistoadenoma renal, enfermedad quística segmentaria del riñón, hamartoma quístico, tumor de Perlmann, riñón multiquístico parcial segmentario, y así hasta más de veinte nombres distintos (López Aramburo y cols.: "Quiste multilocular renal: consideraciones clínico-patológicas", Actas Urol Esp 1989; 13: 1-9).

 Y no es la sinonimia el único problema del lenguaje científico. La deseada relación biunívoca entre significante y significado se ve dificultada también por el vicio opuesto: la polisemia. Desde el momento en que el adjetivo lívido, referido a la piel humana, puede significar en español tanto amoratado -que era su significado etimológico original- como descolorido o desvaído -acepción admitida por la RAE en 1984-, queda inservible para su uso en textos científicos en frases como "el paciente estaba lívido". Porque, en efecto, si lo que queremos decir es que la tez de este paciente aparecía amoratada o azulada, lo diremos más claramente escribiendo "el paciente estaba cianótico"; y si lo que queremos decir es que su tez aparecía blanca o con aspecto cadavérico, lo diremos más claramente escribiendo "el paciente estaba pálido", sin riesgo ninguno de ambigüedad.


9. ¿Qué obras de referencia consulta con más frecuencia?

Desde que me siento por la mañana ante la pantalla de la computadora, hasta que me levanto por la noche para irme a la cama, no me separo apenas de Internet. Porque allí encuentro los mejores asesores para el traductor: Google, OneLook, la página de la Real Academia Española, Wikipedia, Tremédica y su página de buscadores, la lista de debate MedTrad con su impresionante archivo histórico que atesora más de 78.000 mensajes; la colección completa de la revista Panace@: Boletín de Medicina y Traducción, el diccionario etimológico-histórico Dicciomed, los diccionarios médicos de Stedman y Dorland... ¡Mis obras de referencia están hoy casi todas en Internet!

De consulta internética obligada para el traductor son también las abundantes bibliotecas y hemerotecas electrónicas en línea. En el ámbito de la medicina y las ciencias biofarmacéuticas, por ejemplo, disponemos de textos punteros en repositorios virtuales gratuitos como la biblioteca publica del National Center for Biotechnology Information de Estados Unidos y la biblioteca virtual Free Books 4 Doctors!, que contiene, perfectamente ordenados por idiomas y especialidades, más de seiscientos libros de medicina en inglés, francés, alemán, español y otras lenguas. En cuanto a las hemerotecas médicas, tenemos mucho donde elegir. Una de las más completas, mejor mantenidas y más actualizadas es quizás Periodici elettronici biomedici, pero hay también otras sumamente útiles. MedBioWorld, por ejemplo, ofrece listas completas de revistas médicas ordenadas por especialidades; Free Medical Journals registra únicamente revistas de acceso gratuito, y la hemeroteca de Fisterra destaca por la incorporación de revistas médicas en español.

En papel consulto aún con cierta asiduidad libros como mi Diccionario crítico de dudas inglés-español de medicina, el Diccionari enciclopèdic de medicina de la Fundación Enciclopedia Catalana, el Diccionario de dudas de Manuel Seco, el diccionario combinatorio Claves o el Manual de estilo de la lengua española de Martínez de Sousa.

Claro que, en realidad, las consultas puntuales son solo una pequeña parte de las necesidades que el traductor tiene en materia de formación. Para dominar al dedillo todos los recursos léxicos, sintácticos y de estilo que nos ofrece la estructura maravillosa de la lengua -ya sea la nuestra o cualquier otra-, haría falta toda una vida de dedicación exclusiva, y ni tan siquiera así. De hecho, son muchos los grandes escritores de todos los tiempos que, tras más de medio siglo aferrados a la pluma, admiten no dominar todavía las posibilidades estilísticas de su propia lengua, y se confiesan aún aprendices del oficio de escritor.

Como ayuda inicial en esta tarea de aprendizaje que habrá de prolongarse de por vida, recomiendo al lector interesado por el lenguaje médico tres libros y una bitácora. Los tres libros, ajenos: La ciencia empieza en la palabra: análisis e historia del lenguaje científico (Barcelona: Península, 1998), de Bertha Gutiérrez Rodilla, Introducción a la terminología médica (Barcelona: Masson, 2005), de José María López Piñero y M.ª Luz Terrada Ferrandis, y El lenguaje de la medicina: usos y abusos (Salamanca: Clavero, 2005), de Rodolfo Alpízar Castillo. Y la bitácora, propia: Laboratorio del lenguaje, con cerca ya de un millar de entradas publicadas sobre dudas y curiosidades del lenguaje médico.


10. Acaba de mencionar su Diccionario crítico de dudas inglés-español de medicina; lo invito a que les cuente a nuestros lectores qué podrán encontrar en esta obra.

Siempre me llamó la atención que los diccionarios bilingües de medicina incorporaran decenas de miles de tecnicismos como hepatocystoduodenostomy o thrombocytoagglutination, que, pese a su innegable complejidad aparente, un médico no necesita ir a buscar a un diccionario para saber cómo se dicen en español. En cambio, cuando encontraba algún vocablo inglés que planteaba la más mínima dificultad y acudía a esos mismos diccionarios, o no estaba recogido, o aparecía incorrectamente traducido, o no se ofrecían algunas de sus múltiples acepciones.

Me propuse elaborar, pues, un diccionario al que el médico pudiera acudir para resolver las auténticas dudas y dificultades que encuentra cuando tiene que enfrentarse a un texto especializado escrito en inglés.

Por ejemplo, esos "falsos amigos" de que hablaba hace un rato; es decir, palabras de ortografía muy similar o idéntica en inglés y español, pero con significados diferentes en ambos idiomas, como plague (que no es plaga, sino peste bubónica), labor (que no es labor, sino parto), gripe (que no es gripe, sino cólico o retortijón) o actual (que no significa actual, sino real o verdadero). Fuente permanente de dudas para los traductores son, además, los anglicismos como rash, odds ratio, immunoblot o by-pass, para los que supuestamente no existe equivalente en español.

En traducción puede suceder asimismo que la fuerza del texto impreso original nos induzca a utilizar en castellano una expresión que, sin ser propiamente incorrecta, resulte chocante por lo insólito de su uso. Es el caso de expresiones como breast milk o human milk (leche materna, mejor que "leche del pecho" o "leche humana"), weight loss (adelgazamiento, mejor que "pérdida de peso"), high blood pressure (hipertensión arterial, mejor que "presión sanguínea alta") o chest X-ray (radiografía de tórax, mejor que "rayos X del pecho").

Otro problema frecuente son las palabras inglesas polisémicas. Como muchas de ellas tienen un equivalente similar en español, el traductor echa una y otra vez mano de él, sin darse cuenta de que puede ser perfectamente correcto para traducir una de sus acepciones, pero no todas las demás. Así, el inglés knife puede significar cuchillo, pero en cirugía se emplea preferentemente con el sentido de bisturí; y la cosa se complica con palabras como abuse o examination, que podemos encontrar con significados muy distintos: child abuse (malos tratos a menores), spousal abuse (violencia conyugal), alcohol abuse (alcoholismo), heroin abuser (heroinómano), self-abuse (masturbación o automutilación, según el contexto); clinical examination (exploración física), fundus examination (oftalmoscopia), pelvic examination (tacto vaginal), postmortem examination (necropsia, autopsia), ultrasound examination (ecografía).

Como traductor profesional, estaba ya suficientemente escarmentado de diccionarios simplistas y dogmáticos como para intentar añadir uno más a las librerías. Siempre tuve claro, desde un principio, que el mío habría de ser un diccionario crítico y razonado. Nada más lejos de mi ánimo que intentar convencer a nadie de que en ningún caso puedan usarse términos como controlar, test, escáner, Western blot o baipás. Mucho más interesaba mostrar al traductor que para estos y otros anglicismos existen otras posibilidades de traducción -en muchas ocasiones más adecuadas o preferibles por diversos motivos-, así como comentar los principales problemas que plantea la traducción al español de numerosas palabras y expresiones inglesas en apariencia sencillas, como acute abdomen, adrenaline, athlete's foot, growth hormone, hay fever o sleeping disease.

En muchas entradas del diccionario, el lector encuentra, pues, un comentario crítico sobre el uso habitual entre los médicos, las normas ortográficas básicas de nuestro idioma, las recomendaciones oficiales de las nomenclaturas normalizadas y los principales organismos internacionales, así como la necesidad de precisión y claridad que debe caracterizar a todo lenguaje científico.
 

 

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