La verdad y otras mentiras | 04 AGO 09

"Amar" III

Hambre de Amar
Fuente: IntraMed 

Se ha sentado sobre el escritorio. Eligió esa posición para obligarme a mirarla a los ojos. Quiere que lo que sucede a nuestro alrededor desaparezca y que toda mi atención se concentre en ella. Gesticula. Acentúa las palabras de modo que cada frase obtenga el énfasis que ella considera imprescindible.

- ¿Me entendés? Pasan los años y nos vamos poniendo insensibles. Todos los días vivimos situaciones que deberían estremecernos pero no podemos parar. No hay tiempo para pensar, ni para llorar, ni para sentirse a uno mismo. Nos anestesiamos. Pero no sólo al dolor ajeno sino al nuestro. Ya no se trata de no percibir lo que otra persona sufre. Somos tan idiotas que no sentimos nuestro propio sufrimiento. Ni nuestras alegrías, ni nuestras necesidades. ¡Por favor decime que entendés de qué hablo! Ye me doy cuenta que vos lo sabés pero no decís nada.

A sus espaldas pasa una camilla empujada por una enfermera. Lleva a una mujer con la piel blanca como si la hubiesen pintado con tiza. Un sendero rojo que baja entre sus piernas deja a su paso gotas enormes y redondas de sangre sobre el piso. Dos hombres traen a un adolescente tomado por los brazos. Lo arrastran oponiéndose a los intentos que él hace por soltarse. Hay un viejo envuelto en una colcha con agujeros que le cubre la espalda y la cabeza. Tirita. Una mujer le acaricia la frente y le moja los labios con una tolla empapada. Una médica corre con un chico en brazos. Debe tener dos o tres años. Se contorsiona con movimientos convulsivos. Salen desde su boca unos sonidos salvajes y un desfiladero de espuma transparente que se detiene colgando del mentón. Desaparecen detrás de un biombo.

- Es una locura. Nada tiene sentido. Quedamos exhaustos. Cuando ya no podemos más nos zambullimos en una cama sucia y dormimos un rato. O nos quedamos mudos sentados unos frente a los otros sin saber qué cosa ha sucedido. Como árboles derribados después de un huracán. Algunas veces un poco de alcohol. Otras un rato de sexo furioso. Mudos porque no tenemos nada que decirnos. Caricias y besos que nos damos unos a otros como si fueran jarabe. Vitaminas inútiles que nos permitan seguir. ¡Y seguimos! Como si supiéramos hacia dónde. Estamos tan agotados que ya no tenemos palabras. Necesitamos tocarnos, mordernos, lamernos. Nos decirnos con el cuerpo que estamos acá. Que somos los mismos que fuimos. Que ninguna boca nos ha tragado. Nos anudamos desnudos en habitaciones clandestinas. Dejamos que nuestros cuerpos hablen. Pero no entendemos qué nos dicen.

Veo la silueta de los hombres forcejeando con el adolescente. Se escapa. Está desnudo. Corre de un extremo a otro de la sala. Ellos corren detrás de él. Una energía sobrenatural lo anima más allá de toda lógica. Grita. Voltea una mesa con instrumental y un objeto de vidrio estalla contra el piso.

- ¿Sabés? Ayer volví a sentir cosas de las que ya ni me acordaba. No sé…, cosas en el cuerpo. Una especie de frío, una sensación extraña que me recordó que mis pechos aún estaban allí. Se me erizó la piel. Me atravesó una ráfaga con el olor al patio de mi casa. Una mezcla de alpiste que llegaba desde el jaulón donde el abuelo criaba sus canarios y el jazmín del país que mi vieja cuidaba como a un hijo más desde que yo era una nena. Entonces me llamaron para hacer un parto. Te juro que lamenté interrumpir ese momento. Cuando llegué me esperaba una mujer de mi edad pero que se disponía a tener su quinto hijo. Pensé que siendo tan parecidas vivíamos vidas tan distintas. Le pregunté si estaba bien. Me dijo que sí con la cabeza. Hice el parto y ella no se quejó ni una sola vez. Aceptó el dolor como un destino. Permitió que su vientre se abra y deje salir lo que ya no debía estar en su interior. Apoyé al bebé sobre su pecho, era una nena. La miró y me pidió que me la lleve. Yo sentí admiración por esa mujer. Un dolor profundo por la vida que le había tocado vivir. Vergüenza de mí misma, de mi insatisfacción y mi cobardía. Y se lo dije: “Te admiro mucho, sos una gran mujer”.

 

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