Por: Pilar Ferreyra
Durante casi dos años, en la casa de Uriel sólo se cocinó lo que a él le gustaba. Comía, dormía y vivía en su habitación atestada de tecnología que sus padres habían comprado a su pedido y exigencia. No chateaba ni escribía correos electrónicos, ni jugaba en red con otros chicos. Sí contra sí mismo, en la consola de juegos o en la PC. Sus cuatro hermanos debieron adaptarse a sus horarios. La salida al colegio y a los trabajos debía ser silenciosa para no despertarlo. Desde su hermano más chiquito (que iba al jardín) hasta el adolescente, todos hablaban en voz baja y caminaban en puntas de pie. Decían: "Uri está durmiendo".
Uriel (no es su verdadero nombre) hoy está recuperado pero alguna vez fue lo que en Japón llaman un "hikikomori". O un joven con "trastorno de autoencierro", como los designa la psicóloga clínica argentina Sonia Almada, también directora del centro asistencial de salud mental Aralma.
Los hikikomori aparecieron en nuestro país después de la crisis de 2001 y aunque cada día son más, la mayoría de ellos tiene un diagnóstico de depresión o de fobia social que concluye en medicación y, muchas veces, en internación. "Sin embargo -opina Almada- los hikikomori con medicación no se curan, ni internándolos salen del autoencierro. Así no mejoran. La única forma de que mejoren es atendiéndolos a domicilio".
Los hikikomori son mayormente jóvenes de entre 13 y 20 años, varones y primogénitos de familia de profesionales. Jóvenes brillantes que un día se hartaron de no jugar al fútbol como sus padres querrían. Que se hastiaron de nunca destacar lo suficiente en la escuela ante la mirada de la madre. Ni de dibujar con perfección "davinciana" o de ganar todos los partidos de ajedrez. Son chicos que un día colgaron los botines para recluirse en una habitación repleta de tecnología y que pueden recluirse allí hasta varios años.
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