Una experiencia personal | 30 OCT 07

Cuando la angina llama a la puerta

Reflexiones sobre la actualidad sociosanitaria de un periodista especializado.
Fuente: Jano 

Ramón Sánchez Ocaña

Poco podía suponer cuando recurrí al testimonio del Dr. William Aberdeen que iba a vivir sensaciones parecidas (pido perdón al lector, porque siempre huyo de escribir en primera persona, pero en este caso, como se comprenderá fácilmente, no tengo más remedio). El celebre doctor tuvo un enorme eco cuando presentó sus conclusiones en la Real Sociedad Médica Británica. Era 1768. Un día sintió que algo le arañaba el pecho y se situó frente a un espejo, dispuesto a anotar todo lo que iba viendo y, sobre todo, sintiendo. Quería describir la angina de pecho, la angustia, ese dolor difuso, la sensación de opresión, incluso la dificultad respiratoria. Quizá la suya fue una angina muy dolorosa porque hablaba incluso de sensación de muerte…

Recuerdo que tomé aquel testimonio de Aberdeen para ilustrar un programa de televisión sobre el aviso que suponía el angor pectoris y, sobre todo, la llamada de atención que representaba para poder tomar medidas. Creo que con buen criterio, a aquel episodio le pusimos el título de “La segunda oportunidad”. La angina era el aviso, la llamada de atención que lanzaban las coronarias al individuo para decirle que había que tomar medidas; que el riego sanguíneo no iba por buen camino; que el corazón, cuando reclamaba más sangre, no recibía la necesaria…

Como muy bien saben los médicos, ni la medicina es una ciencia exacta, ni los problemas se presentan siempre de la misma manera. Yo no tenía espejo; ni se me habría ocurrido mirarlo. Tampoco sentí dolor, en sentido estricto; ni angustia respiratoria… Creo que fue todo mucho más liviano. Una ligera opresión no identificable, es posible. Un sudor frío a destiempo, también. Un amago de mareo, probablemente. Pero nada más. Lo único que realmente me hizo reconocer la necesidad de ir a urgencias fue darme cuenta de que algo anormal estaba pasando. No sabría decir qué. Pero no eran síntomas reconocibles; no era algo que entrara dentro de lo normal. Tenía un poco de todo, pero nada llamativo e inequívoco. Sólo aquel sudor frío y el ligero mareo podrían ser indicativos de que el corazón estaba reclamando una sangre que no le llegaba. Sin gritos, sin exigir una atención especial, sin reclamar el protagonismo que el miocardio parece requerir. Todo fue mucho más simple de lo que estamos dispuestos a pensar.

 

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