Evolución | 12 JUN 06

Papá mono

Darwin, autobiografías, polémicas y disputas aún vigentes

A pesar de haber revolucionado el mundo como pocas mentes lo consiguen, Charles Darwin no creía que fuera para tanto: ni valoraba en exceso los méritos del libro que lo pondría a la altura de Copérnico y Newton, ni creía haber dado una estocada mortal a Dios. En cambio, se limitaba a perseguir ese estado tan valioso que, según él, tanto beneficia a la evolución: la felicidad. Ahora, la flamante edición en castellano de su Autobiografía permite conocer la versión de los hechos contada por el mismo padre de la teoría de la evolución.
Por Leonardo Moledo

¿Qué más se puede decir sobre Darwin? A partir de la publicación de El origen de las especies en 1859 han corrido ríos de tinta, desde la clásica biografía de Julian Huxley hasta el monumental estudio La estructura de la teoría de la evolución, de Stephen Jay Gould, un ladrillo de 1432 páginas. Y seguirán corriendo sin duda, ya que el darwinismo acecha desde todos los rincones, a veces peligrosamente. Si las fotos del espacio inmenso y vacío inducen la angustia metafísica, la evolución de las especies de una u otra manera está presente en la vida diaria; viejos genes en culturas nuevas amenazan con aparecer como explicaciones (a veces muy plausibles) de gestos, abrazos, furias, disputas territoriales, amores y odios irreconciliables.

Los homínidos que fuimos conviven con nosotros, caminan dentro nuestro y a veces asoman sus caras desfiguradas por el tiempo transcurrido, a pesar de los milenios de civilización acumulados. Hay algo de darwinismo en el mundo cotidiano (como sostiene Peter Singer en ¿Es posible un darwinismo de izquierda?) que permitió las peligrosas derivaciones del darwinismo social, la eugenesia y los crímenes consecuentes.

En realidad, la genética no es nada al lado de la transformación cultural y mental que implica saberse una rama lateral del río biológico, imaginarse molusco, abeja, alerce, orangután que pelea a lo largo de los eones por transformarse y sobrevivir. Especies transformándose... ¿quién lo diría? ¡Si todavía se discute la enseñanza de la teoría de la evolución en escuelas de Estados Unidos! ¡Si todavía la Iglesia Católica –que tan bien se acomodó a la física moderna– no encontró una respuesta mínimamente aceptable! ¡Si todavía en las escuelas católicas se deja de lado el tema, o se lo pasa rápido...!

La nariz que explicaría el mundo

Y ahora resulta que tenemos la primera traducción al castellano de la Autobiografía escrita por el mismísimo héroe. Autobiografía es probablemente mucho decir: “Habiéndome escrito un editor alemán para solicitarme un relato sobre el desarrollo de mi pensamiento y de mi carácter con algún matiz autobiográfico, he pensado que me divertiría intentarlo”, y considerando que “a mí me habría interesado en gran manera haber leído un esbozo del pensamiento de mi abuelo (Erasmus Darwin, uno de los primeros evolucionistas, o ‘transformistas’, como se decía entonces) escrito por él mismo”, se lanza a la aventura de resumir su vida en tan sólo 80 páginas (lo que quedó después de ser expurgada por su hijo de lo que consideró muy íntimo o familiar). A saber: juventud en Edimburgo (donde inició los estudios para ser médico, como su padre y como su abuelo, y de donde huyó asqueado por la sangre y las disecciones) y Cambridge, donde estudió teología, hasta que llegó el momento mágico en la forma de un ofrecimiento para participar de la expedición del Beagle.

Viaje que estuvo a punto de no concretarse: primero tuvo que vencer la oposición de su padre, que lo desafió a que encontrara “una sola persona que considerara que emprender el viaje era razonable”, y que tomó la figura de su propio tío; Father Darwin debió rendirse. Pero allí no terminaron las cosas, ya que al ser presentado al capitán del Beagle, Fitz Roy, éste estuvo a punto de rechazarlo “a causa de la forma de su nariz” (la frenología, en cualquiera de sus versiones, permeó el siglo XIX como el psicoanálisis el XX), pero finalmente se conformó. Buena suerte para Darwin, para la biología y para todos nosotros.

Entre los mareos que le provocaba el viaje y los intensos momentos que vivía en tierra firme, tuvo tiempo de leer los Principios de Geología, de Lyell, donde el gran científico sostenía la idea de que los cambios en la superficie terrestre son resultado de procesos muy lentos a lo largo de extensísimos períodos, y nuestro amigo, que había partido de Inglaterra convencido, por acción u omisión, de la fijeza de las especies, encontró especies muy próximas y ligeramente diferentes que parecían responder a presiones ambientales: a pesar de su formación religiosa, Darwin ya no podía creer que Dios se hubiera tomado el trabajo de crear tantas especies parecidas de un tipo de pájaros. ¿Para qué? Las especies tenían que ser producto de algún mecanismo natural. Pero, ¿cuál?

La respuesta vino a la vuelta –y envuelta– en el ensayo de Malthus sobre la población: la selección natural. Es interesante, dicho sea de paso, que la solución del problema haya sido inspirada a Darwin desde las ciencias sociales: no es tan insólito entonces que las ciencias sociales hayan querido apropiarse y utilizar la teoría para justificar la dominación, la explotación y la superioridad de unos grupos sobre otros.

El hipocondríaco longevo

Los cuarenta años que siguieron al viaje (boda en Londres, diez hijos, publicación de El origen de las especies y traslado a la casa señorial de Down mediante) lo vieron transformarse en un plácido gentleman rural, muy a la inglesa, con horarios desvaídamente inflexibles (casi kantianos, en realidad: “A las cuatro –escribe su hijo Francis en el apéndice del libro– bajaba para vestirse para su paseo; era tan regular que cuando oías sus pasos por las escaleras, podías asegurar que faltaban pocos minutos para las cuatro”).

Si se lo piensa, la autobiografía de Darwin recrea, en versión científica y rural, la atmósfera inglesa que uno está acostumbrado a leer en los relatos –o en las obras de teatro a la manera de Oscar Wilde– de finales del siglo XIX (y que reflejó magníficamente David Lodge recientemente a propósito de William James) sobre la clase alta, con sus incesantes visitas, sus interminables conversaciones, su elegante decadencia, sus casas de campo (en este caso al pie de la letra), sus tés indeclinables y un humor que oscila siempre entre la bondad y el spleen.

Que en Darwin funcionó como hiponcondría; cada página está salpicada con referencias a su mala salud: “Tal libro me llevó un año y medio, si descontamos los meses que por estar enfermo no pude trabajar”, “desde tal mes hasta tal otro estuve enfermo y fui a la cura de aguas del Dr. Cual...”. O: “Mi estado de salud es muy débil: nunca paso veinticuatro horas sin algún tipo de sensación de malestar”. Considerando que la enfermedad fue siempre difusa (nunca la especifica) y que vivió hasta los 73 años, no es aventurado pensar que tenía la salud de hierro del enfermo crónico.

El obsesivo feliz y sus felices obsesiones

Pero si la hipocondría impresiona por su omnipresencia y reiteración, no impresionan menos la obsesividad y meticulosidad. Desde ya, para ser un buen naturalista del siglo XIX había que ser razonablemente obsesivo: la Historia Natural no se había separado del todo del coleccionismo y procedía por acumulación más que por repentismos teóricos. El mismo Darwin reconoce aquí haber trabajado “según los preceptos baconianos” (curiosamente, lo mismo que dice Newton –incorrectamente a mi ver– en sus Principia), amontonando millares de datos sin teoría previa para observar las regularidades y sólo entonces formular conclusiones. Sí. Pero se ve que la obsesividad de Darwin permeaba toda su vida: más allá del relato sobre la regularidad horaria, registra cada bicho que disecó, cada trabajo que publicó, nos habla de caléndulas, zarcillos, azaleas, escarabajos... Aun después de El origen de las especies, que lo sitúa en el trono de la biología y el epicentro de una polémica mundial, continúa con trabajos menores, diciendo cuántos ejemplares se vendieron y cuántas páginas tenía cada uno, y así, y así... Y por dónde paseaba y con quién conversaba, y quiénes eran sus amigos científicos, y que hacia el fin de su vida (la autobiografía está escrita en 1876) perdió todo interés por la poesía y que sólo le gustaban las novelas que terminaban bien. Su hijo Francis, en los apéndices, completa el retrato: era afable, amable, paciente, bondadoso, cariñoso, benévolo... los adjetivos de este tipo llueven como cataratas. Pero lo curioso es que uno tiene la impresión de que no se trata de mera hagiografía filial sino que debía ser más o menos así (Oscar Wilde hubiera dicho que una persona con tantas virtudes seguramente era insoportable); más contemporáneamente digamos que tanta perfección tenía que fallar por algún lado y que esa difusa enfermedad... en fin. Pero en verdad, uno tiene la sensación de que Darwin (salvo cuando estaba enfermo, desde ya) fue un científico feliz.

Religión y felicidad

Un científico feliz, no atormentado por las disputas ni los recovecos de su teoría, que, además, cimentaba, para él, la felicidad como un valor biológico superior al sufrimiento: “Si todos los individuos de cualquier especie sufrieran habitualmente en grado extremo, acabarían desatendiendo la propagación de su especie”... “El dolor o el sufrimiento de cualquier tipo, de prolongarse durante mucho tiempo, acaban provocando depresión y disminuyendo la capacidad de reacción... Por otro lado, las sensaciones placenteras pueden prolongarse durante mucho tiempo, sin provocar ningún efecto deprimente; lo que ocurre, en consecuencia, es que la mayoría o la totalidad de los seres vivos se han desarrollado de tal modo que, a través de la selección natural, esas sensaciones placenteras acaban convirtiéndose en sus guías habituales.” Así, la felicidad, o la propensión a ella, es una buena carta para jugar en el truco de la evolución.

Desde ya, la religión es el principal problema que afronta el darwinismo y que le vale el odio oscurantista. Si algo queda absolutamente claro en la autobiografía, y especialmente en las cartas que aparecen en el apéndice de Francis Darwin sobre su padre y la religión, es la evolución frente al problema religioso (no olvidar que estaba destinado, después de fracasar como médico, a ser clérigo): “Debo decir que la imposibilidad de concebir que este grandioso y maravilloso universo surgiera por casualidad, me parece el principal argumento en defensa de la existencia de Dios. Pero nunca he sido capaz de determinar si este argumento tiene validez real (...). En mis fluctuaciones más extremas, nunca he sido un ateo en el sentido de negar la existencia de un Dios. Creo que en general, pero no siempre, agnóstico sería la descripción más correcta de mi estado mental (...). La ciencia no tiene nada que ver con Jesucristo, excepto en la medida en que la costumbre de la investigación científica hace al hombre cauteloso en lo que a admitir la evidencia se refiere. En lo que a mí concierne, no creo que haya habido ninguna revelación”.

Y es que ni la Iglesia Católica, ni los reaccionarios creacionistas norteamericanos se equivocan: el darwinismo le da a la religión una estocada mortal. Y sin embargo, el hombre que decía estas cosas –y que nos hace sentir la felicidad de no ser parientes de dioses (basta con leer la Biblia o La Ilíada para darse cuenta de qué tipo de parientes son) y de no tener nada que ver con ellos sino con antropoides, primates, orangutanes, más interesantes, desde ya, y mejor gente– fue enterrado en la Abadía de Westminster, junto a Newton, Herschel y diversas y nutridas glorias de la ciencia inglesa.

Stephen Jay Gould

“Una famosa historia victoriana informa de la reacción de una dama aristocrática a la principal herejía de su época: ‘Confiemos en que lo que dice míster Darwin no sea cierto; pero, si es verdad, confiemos en que no se sepa de manera general’. Los profesores continúan relatando esta historia como una humillación hilarante de los delirios de clase. Sin embargo, deberíamos rehabilitar a aquella dama como una aguda analista social y, al menos, como una profetisa menor. Porque lo que míster Darwin dijo es, efectivamente, cierto. Y, asimismo, no se sabe de manera general, al menos en nuestra nación.”

Richard Dawkins

“Los organismos vivientes han existido sobre la Tierra, sin nunca saber por qué, durante más de 3 mil millones de años, antes de que la verdad, al fin, fuese comprendida por uno de ellos. Un hombre llamado Charles Darwin. Para ser justos debemos señalar que otros percibieron indicios de la verdad, pero fue Darwin quien formuló una relación coherente y valedera de por qué existimos.”

Ernst Mayr

“Darwin movió las bases del pensamiento occidental y desafió ciertas ideas mundialmente aceptadas. Sin embargo, la importancia de sus logros fue gradualmente reconocida. Hasta hace 50 años, el nombre de Darwin no se destacaba mucho; nadie lo leía. A pesar de la ignorancia de la mayoría, ahora es un boom. Cada vez más personas desean saber qué es lo que Darwin realmente dijo.”

Daniel Dennett

“Casi nadie es indiferente a Darwin, y nadie debería serlo. La teoría de Darwin es una teoría científica, pero no sólo eso. Los creacionistas que se oponen tan amargamente tienen razón en una cosa: la peligrosa idea de Darwin penetra más profundamente en el entramado de nuestras creencias fundamentales de lo que muchos de sus refinados apologistas han admitido hasta ahora.”

Domingo Faustino Sarmiento

“He sido invitado por el Círculo Médico para dar en su nombre testimonio solemne de respeto y admiración a uno de los más grandes pensadores contemporáneos, al observador más profundo, al innovador más reflexivo y tranquilo, al más humilde y honrado expositor, y para decirlo todo, a Darwin, muerto a la edad de setenta y tres años de la vida más laboriosa, dotando a la ciencia, en los últimos, de libros cada vez más profundos, como si temiera llevarse consigo el secreto de sus últimos estudios, no obstante dejar el siglo lleno de su nombre.”

Darwin vs. el diseñador inteligente
por F. K.

El 12 de febrero de 2009, cuando se conmemore el 150º aniversario de la publicación de El origen de las especies, no todo el mundo recordará al prolífico naturalista victoriano con una sonrisa. Es que si hubiese que seleccionar un lugar en el mundo donde Darwin es tan odiado como burlado, ése sería el Discovery Institute, en Seattle, principal lobby de aquella seudoteoría –seudocientífica y neocreacionista– llamada “diseño inteligente” y que recibió recientemente una donación de 10 millones de dólares. ¿El benefactor? Bill Gates.

Testarudos y fervorosos, sus miembros –afiliados a la derecha religiosa– no desaprovechan oportunidad para manifestar que los seres vivos son demasiado complejos como para haberse creado por los mecanismos evolutivos propuestos por Darwin, por lo que sugieren que existe un “diseñador inteligente”, algo así como el personaje de “El Arquitecto” en Matrix.

Desde uno de los miles de sitios con los que inundan diariamente Internet (www.dissentfromdarwin.org, www.answeringenesis.com o www.discovery.org), esparcen la duda y fogonean la ignorancia: “Soy escéptico –dice un comunicado– ante las pretensiones acerca de la capacidad de las mutaciones aleatorias y de la selección natural para explicar la complejidad de la vida. Se debería alentar a un cuidadoso examen de la evidencia que se presenta como respaldo de la teoría darwinista”.

Su versión de la historia del mundo se asemeja sospechosamente al Manual de Zoología Fantástica de Borges: creen que el planeta Tierra tiene sólo 6010 años y que fue creado por Dios en 6 días; que Noé trasladó en su Arca a los dinosaurios, que no se extinguieron hasta hace poco y es posible que haya algunos vivos; que las razas del mundo son resultado de la Torre de Babel. Así lo piensan los creacionistas estrictos, unos 125 millones de estadounidenses (el 42 por ciento de la población). Y eso no es todo: hay quienes, días después del 11-S, aprovecharon la ocasión y enviaron alegremente a sus amigos tarjetas de felicitación. El mensaje era claro: “¡Alégrense! Esto demuestra que el Juicio Final está próximo”.

Darwin y Marx: amigos son los amigos
por Federico Kukso

Los dos fueron revolucionarios. Los dos compartieron el primer nombre, una salud delicada y una barba tan llamativa como tupida, y ambos tuvieron muchos hijos (de los cuales varios de ellos no sobrevivieron a sus padres). Sin embargo, Charles Darwin y Karl Marx nunca se conocieron, nunca mantuvieron diálogo alguno, ni se vieron las caras. Y eso que vivían a 25 kilómetros de distancia.

Aún así, hubo contacto entre ellos. El que lo inició fue el alemán cuando le envió al inglés en 1873 una copia autografiada de la segunda edición de El capital (en su primera página se leía: “A Mr. Charles Darwin, de parte de su sincero admirador, Karl Marx”). Su cholulismo intelectual por Darwin se remontaba a casi 13 años atrás, cuando leyó por primera vez El origen de las especies. En enero de 1861, Marx comentaba: “El libro de Darwin es muy importante y me sirve de base en ciencias naturales para la lucha de clases en la historia. Desde luego que uno tiene que aguantar el crudo método inglés de desarrollo. A pesar de todas las deficiencias, no sólo se da aquí por primera vez el golpe de gracia a la teología en las ciencias naturales sino que también se explica empíricamente su significado racional”.

Marx esperó pacientemente. Y, por fin, tuvo respu

 

Comentarios

Para ver los comentarios de sus colegas o para expresar su opinión debe ingresar con su cuenta de IntraMed.

CONTENIDOS RELACIONADOS
AAIP RNBD
Términos y condiciones de uso | Política de privacidad | Todos los derechos reservados | Copyright 1997-2024