Un genio de la literatura y las matemáticas con síndrome de Asperger | 18 ENE 16

“El número pi es un poema épico”

El escritor británico, un prodigio del cálculo matemático complejo, habla de la trascendencia de los números y las letras, y del síndrome de Asperger.

Álex Vicente

Daniel Tammet (Londres, 1979) es sinestésico. Percibe los números y las palabras a través de colores, formas, texturas y emociones distintas. Logra asociar una imagen distinta a cada cifra hasta 10.000. “En mi cabeza, contar es como pasear por el bosque”, sostiene en la contraportada de su nuevo libro, La poesía de los números. Cómo las matemáticas iluminan mi vida (Blackie Books), donde explica la trascendencia que letras y números han tenido para él, a través de una especie de autobiografía novelesca dividida en 25 capítulos.

A Tammet también se le ha diagnosticado el síndrome de Asperger, trastorno ubicado en el espectro autista, además del llamado síndrome del sabio,que confiere a quien lo padece una extraordinaria capacidad de cálculo y una memoria prodigiosa. La diferencia, en su caso, es que el autismo no ha supuesto un aislamiento irresoluble, sino un obstáculo a superar. “La gente cree que soy extremadamente tímido y asocial, una especie de computadora humana sin capacidad de apreciar la literatura, de tener amigos por todo el mundo o disfrutar de una relación sentimental desde hace años”, explica Tammet, sentado a la hora del almuerzo en un restaurante de París, la ciudad donde se instaló hace media década junto a su compañero, un fotógrafo francés.

El autor asegura que fueron los factores mencionados los que le llevaron a intentar ultrapasar las barreras que su condición había impuesto en su cabeza. “Ha sido un recorrido complejo, que hubiera sido imposible hace solo 30 años. Entonces se seguía creyendo que el Asperger impedía la creatividad y que el cerebro del autista estaba paralizado desde el nacimiento. Ahora sabemos que es falso, gracias a la teoría de la plasticidad neuronal, que demuestra que las conexiones cerebrales se regeneran a lo largo de la vida”, apunta. Para Tammet, la literatura resultó particularmente determinante. “Leer una novela es un trabajo de empatía y de imaginación. Proyectarse en un relato e intentar imaginar cómo vivirán sus protagonistas, metiéndose en la piel de ese ser que vive en otro país y en otra época, resulta increíblemente beneficioso para las personas como yo”, agrega.

Tammet creció en Barking, suburbio del este londinense que fue declarado, durante los ochenta, la décima localidad más pobre de Reino Unido. En ella no había cines, teatros o museos. “Pero sí existía una biblioteca”, recuerda. “Pasé horas leyendo diccionarios y enciclopedias, antes de pasar a los poemas y las novelas. Fue eso lo que me llevó a vivir una vida distinta a la mía”. Su padre fue obrero en una fábrica metalúrgica y su madre, secretaria y después ama de casa. Tammet es el mayor de nueve hermanos. “Crecer en una familia numerosa me ayudó, porque siempre me sentí acompañado. Si hubiera sido hijo único, no sé cómo habría resuelto lo que me sucedía”, reconoce.

Pese a todo, en la escuela primaria empezó a detectar que era distinto a los demás. “Hacia los 8 o 9 años empecé a sentir la diferencia y la soledad, aunque no dispusiera de palabras para expresarlas. Fue a partir de ese momento cuando quise romper el muro que me separaba de los demás. Me empeñé en aprender los códigos sociales, como si fuera un científico que estudiara una especie animal exótica o como si aprendiera una lengua extranjera. Por supuesto, hice muchas faltas y cometí muchos errores, pero incluso así me lancé”, recuerda.

“Cuando hablaba de cifras y de palabras, sentía emociones precisas y visualizaba colores”

Fue durante esa época cuando entendió que disponía de un talento particular. Al hacer sus deberes, lograba adivinar la solución a los problemas matemáticos, pero sin ser capaz de explicar por qué. Las cifras se convirtieron en “un idioma privado”, o incluso en su “primer idioma”. “Cuando hablaba de cifras y de palabras, sentía emociones precisas y visualizaba colores. Mis compañeros de clase no entendían nada. La sinestesia no existía en mi vocabulario, pero tampoco en el de mis padres o profesores. Entonces nadie hablaba de vocales rojas ni de palabras naranjas. Nadie decía que el número 4 era tímido como yo, ni que el 11 disponía de una increíble belleza”, rememora.

Ante la incomprensión de su entorno, decidió callarse. De nuevo, fue el arte el que le liberó. “Mucho más tarde supe que Nabokov y Kandinsky también fueron sinestésicos. Y que, por tanto, no estaba completamente solo”, afirma. También lo fue Rimbaud, autor de un poema, Vocales, que empieza así: “A negro, E blanco, I rojo, U verde y O azul: / vocales algún día diré vuestro nacer latente, / negro corsé velludo de moscas deslumbrantes”. “Sí, pero no estoy de acuerdo en nada de lo que dijo”, bromea Tammet. “Aunque, en el fondo, supongo que nadie está en lo cierto. La sinestesia es sinónimo de la subjetividad más pura”.

A los 19 años, Tammet se marchó a Lituania, como parte de un programa de intercambio para alumnos desfavorecidos. “Allí hice una amiga que me consideraba un poco raro, pero creyó que era solo porque era inglés. Ese sentimiento me gustó. Me hizo entender que la excentricidad dependía del contexto. En Londres me consideraban autista, pero en Lituania era un gentleman británico”, sonríe. Ante su estatus de estrella de las matemáticas y autor traducido en 30 lenguas, su familia se siente orgullosa, pero también “algo descolocada”.

 

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