"Quisiera que termine su sufrimiento, pero que no termine su vida" | 22 JUN 15

No siempre curar

Un relato que desnuda lo más profundamente humano de la profesión del médico.
Autor/a: Dr. Ramón Belén López 

   Salgo de casa apurado, estoy sobre la hora y no quiero llegar tarde. Mientras manejo me acompaña la radio con la música de un viejo chamamé. Después de andar varias cuadras, freno despacio, giro a la izquierda y entro al populoso barrio “Puerto Márquez”.

Un lomo de burro me hace ir más despacio y aprovecho para mirar la canchita de fútbol en el gran baldío, donde siluetas descoloridas se apuran para jugar los últimos minutos, porque el sol al esconderse tras el viejo río, los deja sin iluminación.

   Ya falta poco, me sorprendo al reírme solo cuando me acuerdo lo que me decía una vieja paciente: “mire doctor, en Puerto Márquez faltan muchas cosas, pero lo que sobran son perros y gurises”. Siguiendo las indicaciones que me dieron doblo al llegar a la placita y una calle de tierra, con poca iluminación, me lleva hasta una casita humilde.

   Vereda angosta, frente con ligustrina; la puerta está abierta, entro despacio tratando de encontrar caras conocidas para saludar. Es una habitación pequeña. Paredes despintadas con la estampa de figuras creadas por la humedad que baja despacio desde el techo de zinc. Un banderín de Boca campeón, un póster del cantante Rodrigo, la imagen de la Virgencita con un rosario, un armario donde se exhiben – colgadas de la ranura de los vidrios – fotos de niños sin edades, y por último, en el centro, la vieja mesa.

   Esa mesa que sabe de épocas buenas y malas, de comidas escasas, de navidades y cumpleaños, de sobremesa los domingos, de discusiones y llantos. Esa vieja mesa que fue testigo silencioso esa noche, cuando los chicos dormían, del miedo que le confesó a su compañero por lo que le había aparecido en su mama derecha.

   Silvia tiene cuarenta y pico de años, la conozco porque la atendí en su último parto, hace unos varios años. Después no la vi por un largo tiempo, hasta hace unos meses, cuando me vino a ver. En el hospital le diagnosticaron cáncer de mama en un estadio avanzado. Con la cirugía perdió un pecho, con la quimioterapia sus cabellos oscuros,  y con la mala evolución el brillo de sus ojos marrones. Se quejaba de un dolor intenso, desgarrador y además por que la infección postoperatoria había convertido la cicatriz, en un gran cráter que se metía en su cuerpo hasta dejar visibles las costillas. 

   Poco a poco la gente se va arrimando, mujeres del barrio, sus hermanas, sus hijos, sus nietos. Un muchacho con su guitarra y una chica para las fotos. La vecina de al lado que es la madrina y yo, de saco y corbata, de padrino. De pronto un mantel blanco es colocado y cubre la mesa. Una vela – que quedó derretida por la mitad después del apagón por la tormenta – es puesta sobre una taza cachada y es encendida. El cura deposita su libro y se viste de blanco. Parece no faltar nada y así casi sin darnos cuenta queda preparado el altar sagrado. El silencio nos inunda y solo se escucha el sollozo de alguno de los gurises más chicos que no entiende que está pasando.

   Veía bastante seguido a Silvia, y mientras curaba su herida, tratando de no hacerle doler, buscaba la forma de infundirle ánimo para seguir adelante en su lucha diaria. Un día le pregunte si tenía fe, y me dijo que sí, y que su ilusión era casarse como Dios manda, pero habían pasado muchos años y tal vez ahora ya era tarde. Un impulso interior me llevó a alentarla para que cumpla su deseo, y además le expresé mi intención de participar con ellos. Ella me pidió que sea el padrino y yo acepté gustoso. 
 
   La ceremonia es corta, Silvia sentada en un sillón con una almohada detrás de la espalda, respira con dificultad. Tiene puesta una blusa blanca que oculta los apósitos que cubren la herida, un pañuelo rojo por tocado y un ramito de flores juntadas en el vecindario que sostiene débilmente con su mano derecha. Su compañero está al lado, serio, tratando de acomodarse al cuadro que le toca vivir en ese instante. Dan el “sí quiero”, reafirman eso de quererse “en la salud como en la enfermedad” y prometen “estar juntos hasta que la muerte los separe”. Por último se colocan las alianzas, con un poco de dificultad como siempre ocurre en los casamientos. Oramos todos juntos y cantamos canciones de la liturgia con la melodía de una guitarra desafinada.

   Recorro con la mirada los rostros de los presentes, y veo como se funden en lágrimas los sentimientos ambiguos de tristeza y alegría, de amor y compasión,   tal vez…, de despedida.

   Al terminar el sacerdote, saludamos a los novios, suenan los corchos de dos sidras, y respondemos con un fuerte “viva”, al grito de un viejo que nos dice “viva los novios”. Como no hay torta, preguntan si queremos pan casero con chicharrón recién horneado, lo que no despreciamos. Nos sacamos una foto con toda la familia, brindamos por la nueva pareja y luego nos quedamos charlando. Es tan lindo compartir estos momentos con la gente, gente sencilla, humilde, sufrida, trabajadora. Dentro de sus carencias, brindan todo lo que tienen y valoran lo poco que reciben.

   El llamado insistente del celular interrumpe la escena, anunciando mi partida para atender a una parturienta que recién ingresa en trabajo de parto. Me voy despidiendo de todos, sintiendo la calidez que me brindaban. Por último me acerco a Silvia, y no sé qué decirle, ella con voz forzada y tratando de dibujar una sonrisa en su rostro sufrido me despide con un “gracias por venir”.

Me subo al auto y respiro profundo. De regreso y mientras esquivo algunos pozos, trato de ordenar las múltiples ideas y los encontrados sentimientos que me dan vuelta en la cabeza. Por un lado quisiera que termine su sufrimiento, pero por el otro que no termine su vida.

 

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