Recordar con una pistola en la cabeza | 12 ENE 15

SASKATCHEWAN (la memoria y el olvido)

Acerca de cómo funciona la memoria y las cosas absurdas que pensamos ante la posibilidad de la muerte.

“Todo lo que alguien me asegura que es verdad puede no serlo. Todo pilar de creencia sobre el que el mundo se sustenta puede estar y puede no estar a punto de saltar por los aires”. Richard Ford, "Canadá".

Pensé que no iba a poder terminar la novela “Canadá” de Richard Ford que estaba leyendo, y sentí una pena infinita. Eso sentí. Fue en el preciso instante en que el caño helado del fusil ametralladora apoyado debajo de mi mentón me empujaba hacia atrás la cabeza hasta que mi nuca golpeó contra la puerta del garage. Me faltaban pocas páginas para el final. Intenté recordar el nombre del pueblo en el que Dell, un adolescente de quince años, pasaba sus días huyendo de la trágica historia de sus padres. No pude recordarlo. Era un caserío abandonado y fantasmal perdido en una pradera helada. Hice varios intentos pero en ninguno logré completar la palabra; Sakach.., Sacachwan…, no hubo caso.

El tipo era alto, gordo, violento. –"No te hagas el pelotudo y abrí la puerta de tu casa", me dijo. El fusil era enorme, o eso me pareció, gastado y sucio. Frío. Recordé a Charly Quarters, un personaje de la novela, rudo y brutal, con los ojos delineados y restos de maquillaje sobre los pómulos. Descuartizaban gansos que habían cazado disparándoles apenas levantaban vuelo. Los evisceraban, les cortaban el cogote con un cuchillo y después los congelaban. Pero el nombre del pueblo no me salía, Sachwan, Sachachwan…

"Abrí, no seas idiota, me dijo el gordo". Lo miré. Tenía el cabello negro cortado al ras, los ojos achinados y pequeños. Una jean y una campera oscura con la que disimulaba el fusil colgado con una correa marrón. –"No voy a abrir y nadie te va abrir desde adentro, llévate el auto si querés", le dije. Mi perro ladraba desde la ventana. Aumentó la presión del caño sobre mi cuello: -"No queremos el auto, queremos entrar a tu casa". Me vino a la memoria el nombre Fort Royal y Partreau, pero no era ninguno de esos el que quería recordar.

Eran las 5.30 de la mañana. Amanecía. Es la hora en que todos los días salgo para ir a trabajar. Sobre el maletín tenía un papelito pegado con el nombre y la habitación de un paciente internado que tenía que ir a ver al Instituto Cardiovascular: “Roberto Luksic, habitación 232, síndrome de Wellens, lesión crítica proximal de la descendente anterior, angioplastia exitosa”. Antes de bajar el cordón de la vereda apareció un auto. Nuevo, dorado, impecable. Nunca supe reconocer las marcas, tampoco esta vez. Decidí dejarlo pasar. Me pareció de mala educación obligarlo a detenerse para que saliera yo. Aceleró unos metros y se detuvo delante de mi auto. En menos de un segundo se abrieron las puertas y bajaron tres tipos. El primero iba adelante. Era el más joven, unos veinticinco años. Me apuntó con una pistola antes de poner un pie en tierra. A través de la ventanilla me puso el arma en la cabeza: -"Bajá y no te hagas el loco". Bajé. Saqué las llaves del auto y pensé en tirarlas lejos, a la casa del vecino. No lo hice. Los otros dos se me pusieron detrás, el joven subió y me pidió las llaves. Se las di. Era alto, flaco, de piernas largas y ojos grandes. Con cara infantil, simétrica, perfecta. Algo en su aspecto resultaba contradictorio con su agresividad y su decisión. Era el único que me miraba a los ojos cuando me hablaba. Pensé en Astiz o en algún otro hijo de puta con cara de niño.

Si moría esta mañana me hubieran quedado muchas cosas sin terminar. Pero por algún extraño motivo lo que me preocupaba era que no podría terminar de leer “Canadá”, la novela que había dejado inconclusa. No había dormido bien, casi nunca lo hago. Leí hasta las tres o tres y media de la madrugada, entonces decidí guardarme las últimas páginas para la noche siguiente. No sé por qué lo hice.

Ahora pienso que Richard Ford ha confesado en alguna entrevista que él también fue ladrón de autos y que fue violento muchas veces en su vida. Él nunca se enterará de esta tontería, pero estoy seguro de que podría explicar mejor que yo por qué su novela se me apareció todo el tiempo mientras cuatro tipos me apuntaban con sus armas esta mañana.

El perro no dejaba de ladrar con un tono de animal salvaje, amenazante. Eso despertó a mi hijo que vio a través de la ventana lo que ocurría. Llamó a la policía y se los dijo a los gritos a la gente que me tenía acorralado. Lo apuntaron a la distancia. Quise gritarle que no abriera la puerta bajo ninguna circunstancia. Hice todos los movimientos previos a gritar, la posición del cuerpo, la respiración, la contracción del diafragma. Pero cuando quise emitir el sonido fue una pantomima perfecta pero muda. Actué como un mimo que emite un grito silente e inútil.

Volví a pensar en el nombre del pueblo, Sascachwan, Sachachwan…, nada. Veía en mi imaginación el lugar donde Dell, Arthur Remlinger y Charly Quarters vivían en la estepa canadiense. Pasó como un destello el momento en que Arthur le disparaba a dos norteamericanos mientras el chico de quince años lo miraba desde el interior del auto, ¡Pam, Pam!, sonaron los disparos, limpios, secos. Creo que puede sentir el frío del invierno boreal calándome los huesos. Casi nunca bebo alcohol, no lo disfruto. Pero en las raras ocasiones en que tomo una copa me ocurre algo semejante. Olvido los nombres propios de los síndromes, no recuerdo qué es el Claude Bernard Horner, el Waterhouse–Friderichsen o confundo el soplo de Graham Steel con el de Austin Flint, nu puedo decidir si es el síndrome de Romano Ward o el de Jervell and Lange-Nielsenes el se presenta con QT prolongado asociado a sordera. Sentía esa rara forma de ebriedad que solo afecta mi memoria.

El tipo enorme armado con el fusil me ordenó: “Tocá el timbre y decile a tu hijo que abra la puerta”. Tenía algo de simio. Los brazos largos, la mandíbula prominente, la frente áspera y dura.

Una luz intensa y fulminante me atravesó como un rayo. Una corriente fugaz que me llegó como una revelación, una epifanía. Lo sentí en todo el cuerpo. Los músculos tensos se relajaron, respiré con una serenidad desconocida, pude ver, por primera vez, la escena despejada de la bruma espesa con que la había visto hasta ese momento. Entendí con una claridad rotunda y definitiva que lo único que podría ocurrirme era que me mataran y que eso no era algo tan importante. Que mi propia muerte era un acontecimiento menor y secundario frente a lo que podría suceder si esa manada de primates entraba a mi casa y atacaba a mi familia. Me inundó una paz desconocida y feliz. Una serenidad angélica y boba. –"Mejor llévate el auto y ándate porque nunca vas a entrar a mi casa", le dije. El más joven bajó del auto y me puso la pistola en la panza. Nos miramos a los ojos. Él no entendía nada, pero yo lo comprendía todo.

Llegó un colectivo de la línea 242 al que el auto en que los monos viajaban le obstruía el paso. Se detuvo. El chofer vio lo que estaba pasando y les gritó mientras hacía sonar la bocina. Los tipos se le pusieron delante y lo apuntaron. Se quedó esperando en silencio, resignado. Alguien hizo sonar la alarma de mi casa con un estruendo de catástrofe. Se subieron a los autos, dos en el de ellos y dos en el mío y salieron a toda velocidad haciendo chillar los neumáticos sobre el asfalto.

Miré a mi auto avanzar calle arriba con mi maletín, mis documentos, mi teléfono celular, mi computadora con las historias clínicas de mis pacientes y cientos de archivos con textos, clases, traducciones, el trabajo de mucho tiempo del que jamás hice copias de seguridad pese a que me lo recomendaron miles de veces. Desde la casa de enfrente apareció un gato negro. Se llama Tito, está castrado y lleva una cinta roja atada al cuello. Nos miramos. A su manera, ninguno de los dos entendía muy bien lo que estaba ocurriendo.

¡SASKATCHEWAN! Grité, ahora sí con toda la voz. Como si recuperar ese nombre impronunciable fuera lo más importante del mundo.

 

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