Cuando la ciencia cambia de opinión | 28 OCT 14

¿En qué quedamos: es bueno o malo?

La confusión entre correlación y causalidad es uno de los principales motivos para el asentamiento de conocimientos erróneos.

PABLO LINDE

¿Qué le ocurrió al pescado azul cuando pasó de ser un demonio nutricional a un alimento saludable? ¿Por qué los huevos antes subían el colesterol y ahora no tanto? ¿Qué falla cuando se descubre que un medicamento ampliamente usado es más dañino que beneficioso? ¿Todo está sujeto a revisión? ¿Es que no nos podemos fiar de nada? Empezando por la última pregunta: sí, en general, nos podemos fiar de los consensos científicos que determinan las propiedades de un producto (no tanto de las marcas que los comercializan).

Los estudios son cada vez más precisos, las muestras poblacionales mayores, los errores que se han cometido en el pasado tienden a paliarse y cada vez conocemos mejor cómo funciona el cuerpo humano. Siguiendo por la penúltima cuestión, la respuesta también es sí: todo está sujeto a revisión. ¿Es esto una contradicción?

El filósofo Mario Bunge explica que, a diferencia de otras disciplinas, las ciencias investigan, y por lo tanto, descubren hechos y producen ideas nuevas que a veces contradicen el saber anterior. “El Papa será infalible, pero los científicos no. Sin embargo, los errores científicos terminan por descubrirse porque, a diferencia de la religión y de la pseudociencia, hay libre discusión y, en cuanto aparecen motivos para dudar de una idea o un procedimiento, se examina o se reexamina”, argumenta.

¿Correlación o causalidad?

La confusión entre correlación y causalidad es uno de los principales motivos para el asentamiento de conocimientos erróneos. Un ejemplo clásico para entender ambos conceptos es esta afirmación verdadera que lleva a equívocos: los niños con los pies más grandes razonan mejor que aquellos que los tienen pequeños. ¿Quiere decir que el mayor tamaño de esta extremidad mejore las habilidades cognitivas? No, simplemente los chavales con los pies más grandes tienen más edad. Resulta sencillo entender que esta correlación no guarda causalidad, pero en otras ocasiones la intuición nos lleva a juicios erróneos.

Incluso los científicos expertos en salud han caído en la trampa y a lo largo de la historia han sostenido afirmaciones que resultaron ser falsas. El ejemplo del huevo es uno de ellos. Se parte de una hipótesis biológicamente plausible: el huevo contiene colesterol, por lo que resulta verosímil que su ingesta contribuya a aumentar los niveles de esta grasa en la sangre. Cuando en los años setenta se realizaron estudios epidemiológicos (que muestran pautas de salud de grandes grupos de población) buscando la correlación entre consumo de alimentos con colesterol y sus niveles en humanos, se halló que efectivamente existía. Así, la comunidad médica y científica encontró razonable pensar que el huevo elevaba el colesterol y llegó a la conclusión de recomendar no más de tres por semana. Hoy cualquier doctor o dietista bien documentado le dirá, en general, que puede ingerir tranquilamente uno al día.

Se publican los estudios que interesan a quien los encarga. Hay otros, pero no se publican. Es lo que se llama “la falacia de la evidencia incompleta”

El gran dilema del vino

El nutricionista Juan Revenga explica que muchas de las recomendaciones que se hacen parten de este tipo de análisis: “Se estudiaban dos variables y un resultado, y se formulaban recomendaciones en función de estos. No se tenía en cuenta que también hay una infinidad de parámetros que no contemplamos; puede que no los hayamos pensado y también influyan o que, según quién haya hecho el estudio, no los haya querido ver”.

Revenga pone un ejemplo que mezcla varios ingredientes que dan como resultado conclusiones erróneas: el caso del alcohol. Está relativamente asentado que una copa de vino al día es saludable. Existen estudios que muestran que quienes la ingieren tienen, de promedio, menos problemas cardíacos que quienes no lo hacen. Y la industria ha procurado, por varias vías, que todo el mundo se entere de estos resultados. “Pero, para empezar, el daño que produce el alcohol es muy superior a los beneficios que puede traer, es un producto tóxico altamente deletéreo. Es cierto que tiene ciertas sustancias que biológicamente pueden ser beneficiosas, pero las cantidades que habría que ingerir hacen que sea contraproducente. Además, son tantos los riesgos de su consumo que no conviene aconsejarlo”, explica Revenga. Esto es así hasta el punto de que la UE ha prohibido que el etiquetado de bebidas con más de 1,2% de alcohol en su composición contengan recomendaciones saludables. “Nuevos estudios parecen mostrar que la correlación entre el consumo moderado de alcohol y la longevidad tienen más que ver con la calidad de vida de quienes lo consumen”, añade. Es decir, no es el vino lo que causa vivir más, sino que se da la circunstancia de que, quienes beben cantidades moderadas de vino, suelen tener buena calidad de vida, gozan de una sanidad avanzada y de trabajos físicamente seguros.

En el caso del alcohol, como en el de muchos otros, interviene lo que en inglés se denomina cherry picking (cuya traducción literal sería algo así como ‘recolección de cerezas’).

Solo las mejores cerezas van al cesto

Se realizan muchas investigaciones que no se publican. Si la industria del vino o la de la cerveza realizan un análisis metodológicamente correcto que concluye que su producto causa determinados males, es muy probable que lo metan en el cajón y nunca vea la luz. Solo escogerán las cerezas rojas y hermosas, los estudios que hallan correlaciones positivas, no las pochas. Es la falacia de la evidencia incompleta, que ha llevado a asumir durante años supuestas verdades que han resultado no serlo.

El médico y divulgador científico Ben Goldacre, en su libro Mala Farma (editado por Paidós) hace una brutal crítica a las farmacéuticas por ejecutar esta práctica. Pone como ejemplo el Reboxetine, un antidepresivo que él mismo prescribía. Lo hizo durante mucho tiempo tras haberse documentado ampliamente con toda la literatura médica disponible. El problema era que también había mucha que se hallaba oculta. El médico explica en su libro que solo una cuarta parte de los estudios estaban publicados. Cuando descubrió las conclusiones de los otros análisis, se dio cuenta de que los efectos secundarios eran peores que el supuesto bien que aportaba el medicamento, porque de hecho, el Reboxetine “no funciona”. Por eso, Goldacre propone una legislación en la que sea obligatorio publicar todas las investigaciones que se realizan. En casos como este, estaríamos hablando directamente de una mala praxis, casi de una estafa. No falla la ciencia, sino quienes la practican, como sucede con los análisis erróneos.

  Juan de Mata Donado Campos, médico y, entre otros cargos, profesor de la Escuela Nacional de Sanidad y del Centro Nacional de Epidemiología del Instituto de Salud Carlos III, reconoce que en la fase de diseño y análisis de un estudio epidemiológico se pueden cometer errores y de hecho se cometen. “Cuando se produce un cambio de paradigma no se basa en el resultado de una sola investigación, sino en los resultados de muchos realizados por diferentes investigadores y en diferentes tipos de población. Por lo que es imposible que en todas ellas se cometan errores”. Esto no solo se realiza con estudios epidemiológicos, sino con cualquier investigación. Es lo que se denomina metaanálisis: se examinan todos los estudios sobre un tema, se ponderan en función de las muestras (los sujetos que han participado en cada uno) y se extraen conclusiones más estables que las que pueda dar uno aislado.

Muchas falsas creencias (más de la población en general que de la comunidad científica, que no se suele fiar de cualquier publicación) provienen de datos aislados que pueden resultar de una metodología incorrecta, ser incompletos o resultar contradictorios con la mayoría de estudios realizados a posteriori.

Aquí los medios de comunicación también tienen la responsabilidad de examinar si lo que publican es realmente digno de crédito, como denuncia Goldacre en su primer libro, Mala Ciencia (editado por Planeta). Así, las conclusiones de un metaanálisis sentarán verdades más estables. Ocurre por ejemplo con las grasas saturadas. Uno reciente concluye que, probablemente, no sean tan malas como se ha pensado hasta ahora. “Esto no quiere decir que sean buenas”, previene el nutricionista Revenga.

Si ve un producto que asegura en su etiqueta que ayuda a bajar el colesterol o que refuerza el sistema inmunitario, desconfíe

Por muy completos y bien hechos que estén los estudios, incluso los metaanálisis, se suelen realizar entre centenares, miles de personas en el mejor de los casos. Puede suceder que reacciones muy específicas no afloren en ellos.

 

Comentarios

Para ver los comentarios de sus colegas o para expresar su opinión debe ingresar con su cuenta de IntraMed.

CONTENIDOS RELACIONADOS
AAIP RNBD
Términos y condiciones de uso | Política de privacidad | Todos los derechos reservados | Copyright 1997-2024