La verdad y otras mentiras | 09 OCT 14

El culto a la mediocridad

Acerca del miedo al crecimento ajeno
Autor/a: Daniel Flichtentrei 

"En el país de los ciegos el tuerto es el rey", Erasmo de Rotterdam

Supongo que ocurrirá en muchos ambientes, pero mi mundo es muy pequeño y se reduce a la medicina. A los pasillos de los hospitales, a las salas de internación, a los congresos, a la educación de postgrado. A través de los años he conocido a cientos de jóvenes entusiastas y apasionados que ponen su esfuerzo al servicio de la superación profesional. Llegan a las aulas mal dormidos, agotados, con la ropa arrugada e intoxicados de café. Hacen sus residencias con regímenes de trabajo que muchas veces se acercan a la esclavitud. Antes de que la clase comience envían mensajes a sus familias, preguntan si sus hijos comieron, si se bañaron, si hicieron los deberes de la escuela. Pagan matrículas que exceden sus posibilidades sacrificando el cine, una cena con su pareja o un regalo para los chicos. Se quedan dormidos en todas partes: en el colectivo, en el tren, en el baño. Quieren aprender, estudian, asisten durante largos años al hospital sin cobrar un sueldo, hacen guardias y guardias y más guardias para sobrevivir sin permitir que sus mejores sueños claudiquen.

Casa tomada

Pero también hay otra gente. Son seres sombríos e irrelevantes. Cultivan el secreto, el murmullo y la penumbra. Tienen un poder minúsculo -sin méritos ni calificaciones-  al que se aferran como animales aterrorizados. Temen perder lo que nunca han tenido. Están muertos de miedo. Son unos pobres tipos.

Conocen el esfuerzo y los logros de los demás, pero jamás los mencionan. Nunca estimulan el crecimiento ni reconocen el esfuerzo ajeno. Dicen que enseñan, pero esconden lo que saben. Imponen fronteras imaginarias. Cultivan la diferencia y la distancia. Un maestro desea ser superado por su discípulo, pero a ellos eso los llena de terror. Necesitan que lo que los separa de los que vienen atrás sea un muro infranqueable. Construyen obstáculos en lugar de derribarlos.

En las pocas ocasiones en las que aparece una oportunidad: una beca, un cargo, un espacio para crecer, lo guardan celosamente. Eligen a quien pueden controlar sin que los amenace. Recompensan a sus vasallos, a los pusilánimes. Quieren subordinados, no discípulos. Son burócratas del conocimiento. Les abren la puerta de sus propias cuevas porque saben que, con ellos, no tienen nada que temer. Desalientan a los que se esfuerzan, a los que se capacitan a costa de sus propias vidas personales. No premian el mérito sino la sumisión.

 

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