La verdad y otras mentiras | 09 DIC 14

Natalia (relato de hospital)

La medicina, la burocracia, la obsesión y los tibios vapores de la ducha.
Autor/a: Daniel Flichtentrei Fuente: IntraMed 

Hace mucho tiempo que no sé de ella. Pero a veces, sin que nada lo motive, la imagen de Natalia vuelve. La veo frente a mí como en aquellos tiempos en que yo empezaba a ser médico y ella era la secretaria del servicio. Seria, las cejas fruncidas y la boca dibujada por una línea que le atravesaba la cara. El pié derecho golpeando sobre el piso señalando el tiempo de la espera. Yo la miraba en silencio. Ella esperaba mi respuesta a una pregunta que jamás me había formulado. Un par de minutos más tarde mi paciencia se agotaba y me subía desde el vientre una furia que no lograba contener. Le pisaba el pié para callar el segundero en que lo había transformado. Pero ella aguantaba. Yo cada vez lo apretaba más. Hasta que se ponía roja y me gritaba:

-¡Animal! Sos un animal.

-Me gustas más cuando te ponés furiosa.

- No seas idiota…

- No te entiendo, ¿qué querés?

- Que hagas las epicrisis quiero, que completes los formularios de alta. Eso quiero.

- Preferiría no hacerlo…

-¿Vos creés que sos más inteligente que yo?

- No

- ¿Entonces? ¿Qué pensás?

- Que estás atrapada entre cosas inútiles.

Se iba. Rápido, con pasos cortos y ridículos. Los hombros levantados hasta hacer desaparecer el cuello. Llena de ira y sedienta de venganza. Yo la miraba achicarse a través del pasillo. La distancia la reducía hasta hacerse un punto hundiéndose en la escalera. Nunca se dio vuelta para ver si yo la miraba. Pero siempre tuve la sensación de que lo sabía. Apilaba las historias clínicas en mi casillero hasta que ya no quedaba lugar. Después ocupaba mi escritorio. Cuando estaba de guardia las esparcía sobre la cama para que no pudiese acostarme. Yo las tiraba al piso y me dormía. Teníamos la misma edad pero habitábamos planetas que se repelían mutuamente. Por todos lados encontraba carteles reclamando mi deuda firmados con una letra de formas rigurosas escrita con marcador azul: Natalia, Departamento de Estadística.

Aparecía en las recorridas de sala para reclamarme delante de mis jefes. Interrumpía los ateneos del servicio -justo cuando era yo quien presentaba el caso- me reclamaba en público por mi inconducta y mi desidia. Me denunció por escrito ante el director del hospital. Me conminaron a reparar mi falta y me negué. Me sancionaron. Fui suspendido una vez. Pero insistió y me volvieron a suspender durante unos días. La tercera vez le dije al director que no perdiera su tiempo con sanciones menores, que podía expulsarme o fusilarme, pero que no pensaba hacer ese trabajo jamás. Me miró. Se rascó el abdomen y chupó la punta de su lapicera. El tipo era un incapaz pero tenía la virtud de saberlo. Su recurso consistía en convertir el ejercicio de la medicina en una práctica burocrática donde los documentos valían más que las personas.

-¿Vos pensás que Natalia está empeñada en una causa absurda?

- Exactamente

- ¿Y vos?

- Yo también, claro.

- Andate.

Poco a poco comenzamos a hacernos daño. Ya no me causaba gracia. Podía comprender lo que hacía pero me parecía intolerable que creyera en ello. Me persiguió como a un delincuente. Y lo era. Claro que lo era en la versión del mundo en que ella creía. Fuimos una obsesión el uno para el otro durante un par de años. Yo nunca completé un formulario de alta médica pero ella jamás dejó de reclamármelos. Nos entregamos a una batalla que ninguno podía ganar. Jamás pudimos hablar de otro tema, aunque alguna vez se lo propuse. Pagar mi deuda era un peaje para que pudiésemos conocernos. Pero yo no estaba dispuesto a hacerlo.

Los médicos residentes trabajábamos sin descanso, con sueño, con hambre, siempre al borde del agotamiento. Atendíamos pacientes, empujábamos camillas, extraíamos sangre, hacíamos los análisis de laboratorio, salíamos en ambulancia. Mis compañeros hacían lo mismo, pero también completaban esos formularios y ella me lo recordaba a cada momento. Con ellos conversaba o compartía el desayuno. Pero cuando yo llegaba se iba de inmediato no sin antes recordarme los motivos.

Aparecía muy temprano en la mañana cada vez que yo me quedaba de guardia por la noche.  Revisaba la habitación, la cama, el baño. Era un sabueso. Buscaba las huellas de alguna mujer clandestina que hubiese pasado por aquellas largas noches de guardia. Y claro, las encontraba. Un cabello en la bañera, la persistencia de un perfume sobre la almohada, una hebilla olvidada debajo de la cama.  Más tarde se encargaba de que se enterase la única persona en el mundo que yo necesitaba que lo ignore.

Así eran sus acciones. Movimientos quirúrgicos, precisos. Fue subiendo la apuesta. Pero lo que no sabía era que mi límite estaba mucho más allá de sus posibilidades. Poco a poco Natalia comprendió que yo estaba inmunizado contra el escándalo y la vergüenza. Pensé que podría derrotarla.

Una madrugada de Julio llegó al hospital con su madre. La pobre mujer estaba ahogándose y abría la boca buscando el aire con desesperación. Tenía los labios azules y el relieve de los músculos del cuello resaltado por el esfuerzo. Sudaba gotas pequeñas y perladas que se reproducían al instante cuando se las secábamos con una gasa. La frente  era una superficie vidriosa repleta de puntitos transparentes. Emitía un sonido de burbujas con cada movimiento respiratorio. Estaba helada. Cuando Manuela, la enfermera, le colocó una máscara de oxígeno, ella intentó quitársela. Hubo que forzarla para que la acepte con promesas de una mejoría rápida en la que ella no parecía creer. Intente quitarle la dentadura postiza previendo una posible intubación. La mujer me fulminó con la mirada y me dijo: - Antes tendrás que matarme. Manuela le acarició la cabeza y extendió la mano con una gasa mientras la miraba con esa expresión extraña que yo le conocía tanto. Una combinación de afecto y determinación. Cuando miraba a alguien de ese modo sus resistencias se desvanecían. La mujer hizo un movimiento con la boca, una especie de buche de aire que infló sus mejillas y extrajo la dentadura que dejó sobre la gasa en la mano de Manuela. Yo preparé un laringoscopio que apoyé sobre la mesada.

La examiné. Tenía un edema agudo de pulmón desencadenado por una crisis hipertensiva. Le tomamos muestras de sangre arterial y un electrocardiograma. Ella nos veía hacer con desconfianza. Se tomaba de la mano de su hija. La miraba con los ojos a punto de salirse de las órbitas. Parecía reclamarle una explicación. Natalia estaba aterrorizada. Le sostenía la mirada mientras la apantallaba con una revista. De a ratos se embadurnaba los dedos con una crema y se la frotaba por la espalda. Después cerraba el pote, lo guardaba en su cartera y continuaba apantallándola. La sentí tan vulnerable que me fui de la sala de guardia y dejé que mis compañeros asistieran a su madre. Pensé que no era justo para ambos que yo la viera así. Que le debía la discreción de no exponerla en esas condiciones ante su mejor enemigo. Salí.

Mientras esperaba el ascensor escuché sus pasos. Se detuvo detrás de mí. No dijo nada. Cuando se abrieron las puertas entró. Se ubicó a mis espaldas. El espacio era pequeño y estaba en penumbras. La única luz era el reflejo verde del indicador de pisos. Se escuchaba un estruendo de cadenas y el rechinar de las poleas. Ella miraba el suelo sin levantar la cabeza. Los hombros encogidos y los puños cerrados sobre la panza. Me pareció más pequeña que otras veces. Estábamos tan cerca uno del otro que pude percibir el olor a eucalipto que llegaba desde sus manos todavía impregnadas de crema. Desde atrás, casi susurrando, me dijo: - Quiero que vos atiendas a mi mamá. Me di vuelta. La miré, pero ella no. Se la veía desolada. Por primera vez tuve consciencia de la intensidad de su belleza. Mientras Natalia no dejaba de mirar al piso tuve el deseo insensato de besarla. No le dije nada. Volvimos juntos hasta la planta baja. Mientras caminábamos en la oscuridad de aquellos pasillos escuchaba el soplido con que despejaba la nariz. Creo que lloraba, pero no me animé a volver a mirarla a los ojos. Me hice cargo de su madre durante muchas horas aquella noche y toda la semana siguiente hasta que estuvo en condiciones de volver a su casa. Esa misma tarde vino a verme.

-  ¿Tengo que darte las gracias?

- No.

- Quiero que sepas que esto no cambia en nada nuestra relación.

- Nunca imaginé otra cosa.

- Mi mamá te manda una torta de chocolate. Está sobre tu escritorio.


Una semana después Natalia me pidió que fuera ver a su madre a la casa. Lo hice muy tarde por la noche cuando pude salir del hospital. Me había dibujado un plano para que no me perdiera. Vivían en una un barrio de casas bajas e idénticas construido por alguno de los planes de viviendas sociales del estado. Las personas se esforzaban por diferenciar sus hogares de los otros empleando todos los recursos que estaban a su alcance. Algunos habían hecho canteros con begonias amarillas y rosas en los jardines del frente. Otros ponían estatuas de yeso. En una convivencia promiscua alternaban: Venus de Milo, Victorias de Samotracia, enanos de jardín empujando una carretilla donde plantaban matas de “alegrías del hogar” y hasta un bambi de Walt Disney repleto de excremento de pájaros. Por todos lados había perros. Se escuchaban ladridos, el sonido de las patas rascando las puertas metálicas y los pasos nerviosos que me seguían detrás de las ligustrinas olfateando al extraño que alteraba la monotonía de los olores cotidianos. Toqué el timbre. Natalia me abrió la puerta mientras los gritos de su madre llegaban desde la habitación: ¿Es el doctor? Nati, ¿es el doctor? Me miró avergonzada. –Sí, ya vamos mamá-. Cerró la puerta. Me dio un beso tímido y cortito.

–Querés un café.

-No

- ¿No querés nada?

-Sí quiero.

- ¿Qué querés?

-Otro beso. Es la primera vez que me das uno y no estuvo tan mal.


Natalia me empujó en dirección a la habitación. Todo se veía tan limpio y tan ordenado que tuve miedo de ensuciar o romper algo. Su madre estaba acostada en una cama de dos plazas con la cabeza apoyada sobre dos almohadones. El acolchado era rosa y tenía las sábanas blancas e inmaculadas plegadas en los extremos en forma de triángulo. Sobre la cabecera había un crucifijo de nácar. Tenía un Cristo con una corona de espinas y gotas de sangre chorreando desde los clavos. Una lámpara le apuntaba desde arriba con una luz pálida que acentuaba su dramatismo. Sobre la cómoda había un frasco de alcohol y una tolla de hilo bordado con arabescos rojos sobre el fondo blanco. Me lavé las manos. Al pie de la cama se desplegaba una alfombra rectangular con guardas dóricas y sobre ella dos pantuflas de paño forradas con lana de oveja ubicadas en perfecta simetría. Debajo del vidrio de la mesita de luz había una foto de Juan XXIII. Encima, dentro de un portarretratos de porcelana, otra en blanco y negro de una nena con el cabello enrulado. Vestía un guardapolvo blanco con tablas y una cartera marrón apretada con ambos puños cerrados contra su panza. Yo conocía ese gesto. La nena estaba seria. Los ojos congelados. Parecía aterrorizada mirando a la cámara. Detrás de ella se distinguían piernas de adultos y un panel de corcho con dibujos infantiles pegados con chinches. Por algún motivo me conmovió esa fotografía.

-  Gracias por venir doctor.

-  No me lo agradezca tanto, le costará otra torta de chocolate.


Conversamos un rato mientras ella hacía girar un rosario de cuentas entre sus dedos. La examiné. Cuando le pedí que se descubra el pecho para auscultarla miró a Natalia y le pidió que salga de la habitación. Le dije que la encontraba muy bien y que ya podría levantarse. Ella besó la cruz y luego tomó mi mano y también la besó. No pude detenerla. Durante varios minutos enumeró los sacrificios que había hecho a lo largo de su vida para educar a Natalia. Me relató una historia épica donde ella era la heroína y la pobre Natalia la medalla a su mérito.

- Usted sabe doctor, una mujer sola y con una hija pequeña…

- Me lo imagino

- Todo nos ha costado mucho sacrificio pero Nati siempre estudió.

- Eso es lo más importante, ¿no?

- Sí, ahora va a la facultad pero estudia algo que no le va a servir para nada.

- ¿Usted está segura de que su carrera no le servirá para nada?

- Por favor doctor, Letras, en un mundo de números. ¿A quién se le ocurre?


Guardé mis cosas y le hice las últimas recomendaciones. Le prometí que volvería a verla pronto. Cuando nos despedimos se acercó y, susurrando, me pidió que hablara con Nati para convencerla de que abandone esa carrera. Se quejó de que gastaba casi todo el sueldo en libros y que se quedaba hasta muy tarde leyendo escondida en la cocina.  Estaba preocupada porque su hija se ocultaba para estudiar y algunas veces se iba al hospital sin dormir. Ella la espiaba y cuando consideraba que la hora era inconveniente se levantaba en puntas de pie y cortaba la luz para obligarla a irse a la cama. Consideraba que ella había se había sacrificado para solventar los gastos familiares y que estaba llegando el momento en que su hija tendría que hacerse cargo de esa responsabilidad. “Nos necesitamos tanto” me dijo antes de gritarle a Natalia.

- Nena acompañá al doctor pero antes convidale un café y pastelitos.

Antes de salir del cuarto su madre me sonrió. Creo que me guiñó un ojo como si fuéramos cómplicas pero no entendí en qué. Natalia volvió y me acompañó a la sala. Me sirvió café y trajo una bandeja con los pastelitos.

- Gracias, acepto el café. Pero ahora no tengo hambre.

Los puso dentro de una bolsa de plástico y los guardó en mi maletín. Un exquisito olor a membrillo me rozó la nariz.

- Para la noche. Seguro que vas a tener hambre más tarde en la guardia.

Mientras estuvimos juntos su madre le daba indicaciones gritando desde la habitación. Me sorprendió la cantidad de libros que había en los estantes. Sabía que ella era lectora. Incluso, alguna vez se había animado a pedirme prestado alguno de los que yo llevaba para leer al hospital. Busqué en las paredes alguna foto u otro indicio de su padre -a quien supuse muerto- pero no encontré ninguno. No me animé a preguntar. Tomé mi café sin que Natalia pronunciara ni una palabra.

-       ¿Estabas asustada por tu mamá?

-       Sí, mucho.

-       Alejate un poco de ella.

-       No puedo.

-       Sí podés. No tengas miedo.

-       Te acompaño hasta la puerta.

-       Comprendo, ya me han echado antes de otros lugares.

-       No digas eso.


Me acompañó hasta el auto. Mientras caminaba delante mío pude mirarla con atención. No era la primera vez que lo hacía. Esa noche estaba bellísima. Aunque sospecho que ella no lo sabía. El cabello castaño recogido en una prolija cola de caballo. Delgada, pero de formas intensas que procuraba disimular usando ropa amplia y suelta. El cuello largo y las manos finas. Los pies pequeños. Parecía recién salida de un retrato de Modigliani. Vestía un jean gastado y una blusa color salmón con los botones abrochados hasta la garganta. La boca parecía otra. Una muy diferente a la que yo veía mientras discutíamos. Cuando se enojaba, y eso sucedía casi todos los días, los labios se le tensaban como una cuerda de arco. Pero esa noche estaban flojos, desarmados.

A esa altura ya le había dicho que era hermosa muchas veces. Hasta entonces creía que lo hacía porque sabía que eso le molestaba. Pero esa noche me di cuenta de que tal vez fuese sólo porque era cierto. Nos despedimos pero no me dio un beso. Tal vez mi comentario al llegar a su casa la inhibió para repetir ese saludo. Subí al auto. Caminó unos pasos y se detuvo sin darse vuelta. Yo la veía de espaldas iluminada por el reflejo de los faros del auto. Se llevó la mano a la boca. Se dio vuelta y pude verla con la boca tapada por su mano y una actitud indecisa en las piernas. Miró hacia donde yo estaba tal vez esperando que me fuera. Pero no lo hice. Volvió. Se quedó parada mirándome a través de la ventanilla sin decir nada con los brazos colgando al costado del cuerpo. Le abrí la puerta y se sentó a mi lado.

-       No sé qué decirte.

-       Yo tampoco.

-       Estamos tan acostumbrados a pelear que no nos salen otras palabras.

-       Estás muy linda hoy.

Me abrazó y lloró. La abracé con torpeza. Tenía la sensación de que podría quebrarse.

- No puedo salirme de ella. Es mi mamá.

- No vas a poder hasta que encuentres un lugar seguro hacia dónde ir.

- ¿Ese lugar sos vos?

- Sabés que no.


Un perro ladró y otros le respondieron. Una mujer gorda vestida con un camisón largo asomó la cabeza desde la puerta de su casa. Miró hacia ambos lados y luego dio unos pasos rápidos, dejó una bolsa de residuos al lado de un árbol y volvió a entrar. Escuchamos el sonido de la llave girando en la cerradura y vimos la luz del jardín en el momento en que se apagaba. Alguien gritaba desde un televisor y un coro de voces festejaba lo que decía con risas. La besé. Nos acariciamos. Le desabroché la blusa y toqué uno de sus pechos con la punta de los dedos. Era pequeño y tibio. Entre ellos bajaba una cadenita dorada con una cruz. Se estremeció de terror.

-       Por favor, no me hagas esto.

Bajó del auto y corrió hasta su casa. La vi asomarse a través de la ventana y permanecer en ese lugar hasta que me fui. Volví al hospital con la sensación de haber ensuciado algo en aquella casa. De haber roto un jarrón de porcelana o un plato muy valioso con mi torpeza. Me acompañó la idea de que ese Cristo ensangrentado me observaba y eso me hacía sentir culpable. No sabía de qué manera iba a enfrentar a Natalia el día siguiente.

Pero todo siguió igual. Durante muchos meses nuestra pequeña guerra continuó como si nada hubiese sucedido. Me persiguió. Atacó cada uno de mis puntos débiles. Logró que me prohiban escuchar música con auriculares, que me asignen las peores camas de la sala, que deba cumplir con más guardias durante los fines de semana. Que me obliguen a atender consultorio los lunes, miércoles y viernes. Sabía que lo detestaba como casi todo el mundo. Pero lo hice, y hasta completé la planilla de estadística de los pacientes ambulatorios. Escribí en el primer casillero de ese formulario el nombre de la misma persona cada vez durante todo un año lo que se convirtió en su nueva obsesión. Y en la mía.

- ¿Cómo es posible que el mismo paciente se atienda tres veces por semana?

- Es una persona muy constante.

Abrí una falsa historia clínica donde escribí el relato de la vida de ese paciente imaginario. Las páginas se acumulaban y Natalia las leía a escondidas. Yo lo sabía y las escribía para ella. Cumplía con mis tareas cotidianas sin perder tiempo para alcanzar el momento en que me sentaba a inventar esa historia quitándole horas al sueño. Hubo noches en que no logré dormir narrándome a mí mismo los sucesos de la dramática existencia de ese hombre. Construí un personaje atormentado. Un hombre débil incapaz de escapar de su propio encierro. Un padre despótico y una infancia desdichada lo habían convertido en alguien que no podía reconocer sus propias emociones ni relacionarse con los demás. Le atribuí una vida sexual promiscua que describí con detalle. Hubo escenas en prostíbulos y barrios de mala muerte. Casi no podía pensar en otra cosa. Le inventé una vecina despótica que lo perseguí con reclamos domésticos en cada ocasión que se le presentaba. La mujer era viuda, se llamaba Sara. Lo acusaba tantas veces y de tantas cosas diferentes que comenzó a sentirse culpable, aunque nunca supo de qué. La deseaba sin poder confesárselo a ella ni a él mismo. Se excitaba con el poder despótico que ella ejercía sobre él. Con el tiempo, ese relato se convirtió en el motivo central de mi propia vida.

Nuestros encuentros consistían en un intercambio de reproches. Cada vez que Natalia se acercaba yo tenía la impresión de que en esa oportunidad volveríamos a hablar de nosotros mismos. Quería preguntarle por la relación con su madre, por sus proyectos. Quería saber cómo estaba. Pero apenas hacíamos contacto su actitud y la mía reproducían los mismos diálogos ásperos, los mismos temas. Nunca logramos salir de aquel estereotipo. Muchas veces me propuse romper con ese círculo pero mi decisión se desvanecía apenas la tenía delante de mis ojos.

La veía llegar al hospital por las mañanas a través de las ventanas del sexto piso. Bajaba del colectivo y caminaba a través del parque mezclada entre una multitud que a esa hora venía desde distintos lugares. A veces aún era de noche. En una de esas ocasiones, Manuela y yo tomábamos mate luego de una madrugada de intenso trabajo. A mí nunca me gustó el mate pero a Manuela no le importaba. Lo consideraba una de las formas del diálogo. Una manera de estar juntos cuando ya no podíamos decirnos nada. Era santiagueña, una mujer de campo, sencilla. Me deslumbraba su habilidad para comprender las cosas. Su capacidad para sintetizar en pocas palabras lo que yo sólo podía abordar mediante rodeos y circunloquios. Solía consultarla cada vez que el comportamiento de algún paciente me resultaba inexplicable. Ella siempre tenía una respuesta que me develaba lo que a mí me resultaba imposible advertir. Esa mañana sucedió algo así.

 

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