Un libro acerca del genio y la enfermedad | 13 ENE 14

Mentes brillantes en cuerpos enfermos

Martín De Ambrosio se pregunta en este libro cómo los padecimientos físicos y emocionales, afectaron la mente de los genios como Galileo o Stephen Hawking.

¿Era Newton un neurótico, difícil de tratar, llorón, dogmático en sus creencias y un recaudador que condenó a muerte a varios deudores? ¿Darwin era cardíaco, chagásico e hipocondríaco? ¿Pasteur hemipléjico? ¿Dalton, daltónico?

¿Han sido geniales "por" o "pese" a su enfermedad? ¿De qué modo padecer una grave patología afecta las emociones, el talento y las ideas de los grandes hombres de la humanidad?

En un libro apasionante, Martín De Ambrosio recorre las vidas de algunos de los hombres más talentosos de la historia que padecieron serios trastornos físicos o mentales. La idea es original y estimulante, indagar en la condición clínica de personajes como Darwin, Newton, Stephen Hawking, Marie Curie, Ameghino, Pasteur, Galileo, Pascal y muchos otros para poner en contexto su producción intelectual.

Ya nadie pone en duda que cuerpo y mente constituyen una unidad. El dualismo psico-físico ha quedado sepultado entre los mitos del pasado. Pero todavía desconocemos de qué modo esa interacción actúa en cada persona en particular. De Ambrosio ofrece una serie de relatos repeltos de anécdotas y datos curiosos que nos descubren una dimensión poco conocida de personajes a quienes todos admiramos por una u otra razón.

Es imposible abandonar cada historia contada con rigor y con talento narrativo. Acá se encontrará usted con el costado oculto de personas que creía conocer. ¡No se lo pierda!

Les adelantamos un capítulo del libro:

Isaac Newton, neurasténico
 
“Hágase Newton, dijo Dios. Y la luz se hizo.” Alexander Pope.

“Detestar a las mujeres no es propio de un alma armoniosa.” John Aubrey.
 
Una vez le preguntaron a Isaac Asimov quién era el científico más grande de la historia de la humanidad. Sintió la pregunta más como un alivio que como una inquisición. “Si me hubieran preguntado por el segundo más importante, habría estado en problemas”, aseguró el viejo escritor ruso-norteamericano de ciencia, ciencia ficción y todo lo demás. Entre los candidatos a segundo mejor científico de la historia citó a Einstein, Darwin, Galileo, Arquímedes, Pasteur, y alguno más. Pero respecto del primer puesto no tenía la más mínima duda: “Isaac Newton fue el talento científico más grande que jamás haya visto el mundo. Tenía sus faltas: era un mal conferencista, tenía algo de cobarde moral y de llorón autocompasivo y víctima de sus serias depresiones. Pero como científico no tenía igual”, dijo Asimov.

Entre las hazañas de Newton: fundó el cálculo infinitesimal, la óptica moderna, la física moderna y la astronomía moderna con la Ley de Gravitación Universal en la que se basan artilugios científicos actuales como sondas espaciales y menudencias tales... ¡Entre otras cosas! (Lo que no hizo, o mejor dicho no le pasó, es haber estado bajo un árbol y que le cayera una manzana y a partir de ahí se le ocurriera la ley de gravedad; lindo cuentito que parece haber sido más bien un invento de Francois-Marie Arouet, conocido por uno de sus pseudónimos: Voltaire. El menciona que se lo contó una sobrina de Newton, doña Conduitt.)

Pues bien, ese científico tan genial no era precisamente un dechado de virtudes en otros órdenes[1]. No sólo por sus agrias disputas con Leibniz sobre la prioridad en el cálculo infinitesimal, y con Robert Hooke sobre la luz como onda o como partícula para decirlo en términos modernos (con la curiosidad de que, visto el bajo el prisma cuántico, ambos tenían razón). Esas tampoco fueron las únicas polémicas científico-personales newtonianas sino apenas las más eminentes.

Isaac Newton (1643-1727[2]) si no hubiera hecho todo lo anterior, si no se lo reconociera como el mejor de todos, también tendría su lugar en la historia por su afán alquímico y sus arduas interpretaciones de las Sagradas Escrituras, que leía con fervor a la espera de hallar claves, tanto como lo hizo con el libro de la naturaleza (que como todos sabemos está escrito en caracteres matemáticos y viene con odiosas ecuaciones).

De hecho, Newton tiene mucho más escrito e interpretado sobre la Biblia que sobre la naturaleza; millones de palabras que publicadas actualmente insumirían numerosos volúmenes y no precisamente de bolsillo. Sus preferidas eran las profecías de Daniel y se jactaba de haberlas comprendido de modo cabal: el mundo terminaría con la Segunda Venida y el Juicio Final; primero lo calculó para 1867, y después ajustó los términos y condiciones y dijo que sería durante el siglo XXI, lo que quizás nos hable en definitiva de su sinceridad, ya que no tiene mayor sentido decir que el fin del mundo vendría en cinco siglos; los predicadores necesitan que el Fin sea el año que viene[3].

Para él, el papa era el Anticristo. No creía en la división de Dios en Padre-Hijo-Espíritu Santo, algo que se cuidó de decir, sobre todo para que no le trajera inconvenientes con sus empleadores del llamado, precisamente, Trinity Collage. Eppur, Dios es uno.

En cuanto pudo acumular poder, Newton lo usó de modo despótico. Fue titular de la Casa de la Moneda en 1699 –antes ocupó puestos menores en el escalafón– más como premio que para que verdaderamente trabajara como director; pero él se tomó el cargo a pecho, buscó formas de punir la falsificación y condenó a la muerte por ahorcamiento a varios de los que cometieron tal pecado. También fue tiránico cuando en 1703 quedó al mando de la Royal Society, entidad que reunía a los principales científicos del país y de la que era miembro desde 1672. Así fue como definió la controversia con Leibniz: armó un comité bajo su mando que debía dictaminar quién tenía razón. Juez y parte, le dicen a eso en algunos lugares. ¿A que no saben quién ganó y a quién se condenó por plagiario?

Hay biógrafos que sostienen que él mismo escribió el dictamen e incluso algunos comentarios que sobre el asunto se publicaron en otras revistas. Había que hundir al alemán y lo hundió.

Pero lo que realmente ayuda a dar un panorama de las perturbaciones psico-físicas de ese exniño solitario, que nunca conoció a su padre, es el resto de sus investigaciones. La parte “oficial”, lo que recalcan todas las biografías (se diría sus hagiografías de insólito santo científico laico), sus trabajos sobre matemática y física, son apenas un tercio del total. El afán de Newton era descubrir el modo secreto en que funciona el cosmos; en semejante búsqueda, la matemática era una herramienta más. Como la alquimia, que emprendió con fruición. O, como se dijo, las Sagradas Escrituras.

El notable John Maynard Keynes, quien gastó horas y horas en la lectura de esos newtonianos manuscritos ocultos, por las dudas de que hubiera algo valioso –luego de  comprarlos en una subasta de la casa Sotheby´s en 1936– afirmó: “Newton padecía de un tipo muy conocido de lo que hoy vulgarmente llamamos neurosis aguda –de acuerdo con los testimonios– en grado extremo. Sus más profundos instintos estaban ocultos y eran esotéricos, semánticos, con un abismal retraimiento del mundo, un paralizador miedo a exponer sus pensamientos, sus creencias y descubrimientos en toda su desnudez a la inspección y a la crítica del mundo”. Y agregó Keynes, no sin cierta redundancia, que Newton era “un hombre arrebatado, consagrado, solitario, concentrado en sus estudios con intensa introspección, con una fuerza mental que tal vez nunca haya tenido igual (…) Newton no fue el primero de la era de la razón; fue el último de los magos, el último de los babilonios y los sumerios, la última gran mente que contempló el mundo visible e intelectual con los mismos ojos que los que empezaron a construir nuestro legado intelectual hace bastante menos de diez mil años”[4].
Ser el más grande científico de todos los tiempos no le impedía creer en un Dios vengativo y que vigila siempre y castiga aún con más frecuencia. En este contexto, entender la naturaleza era también entender los oscuros motivos divinos.

 

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