Ayudar a morir | 07 ABR 09

La lección de Mónica

Otras miradas.

Mónica fue una de mis amigas más queridas y valoradas. Tenía 42 años recién cumplidos cuando murió de un tumor de ovario, un cáncer difícilmente detectable en estadios tempranos.

Cuando le dieron el diagnóstico, pasó un tiempo desconcertada por lo titánico de la tarea que debía enfrentar. Aceptó casi sin reparos la misión de hacer caso a todas las indicaciones de los médicos, y tomó en cuenta varias alternativas no tradicionales; después de las quimios eligió los mejores sombreritos para tapar su cabeza sin pelo. Y no dejó de sonreír.

Mónica tenía los ojos bien oscuros, la mirada profunda e inquieta, una voz pequeña pero bien sonora que ella usó durante su breve e intensa vida para cantar sus canciones, en las que solían habitar por partes iguales la melancolía, la crítica más ácida y despierta, los encuentros y desencuentros, la humedad de los cuerpos fatigados por pasiones que explotaban una y otra vez en hogueras, siempre encendidas. La estética de Mónica (y también su forma de andar por la vida, como ella misma solía decir) era algo así como una celebración de las orillas, un ir y venir de borde a borde, con fraseos inesperados colgados de esas sorprendentes armonías de guitarra, el instrumento que llegó a manejar con una creatividad asombrosa.

Ella cumplió con todo. Pero su hora no tardaría en llegar ¿Morirse? ¿Morirse poco después de los 40?

Yo sabía, porque había hecho notas y leído unos cuantos libros, que existían especialistas dedicados a una misión que a muchos les causa escozor: ayudar a morir. Menuda tarea, cuando todo parece orientado a una función distinta. "La soberbia de la medicina científica alimenta cada vez más expectativas de salud perfecta y de longevidad (...) En buena medida, el objetivo de la atención médica y el límite respecto del cual se la evalúa pasó a ser la simple prolongación de la vida", escribe la médica inglesa Iona Heath enAyudar a morir (Ed. Katz).

Mónica estaba muy débil, delgadísima; tenía mucha dificultad para tragar, su abdomen muy dilatado y -sobre todo- una enorme tristeza que hasta entonces le había resultado imposible de compartir en su sentido más profundo.

 

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