Un relato que pone en escena las dificultades de la comunicación en medicina | 18 MAY 15

"Síntomas"

Un cuento que le hará reflexionar acerca de los límites del lenguaje y del peligro de responder automáticamente a las demandas de los pacientes.
Autor/a: Alberto Astorga Fuente: IntraMed 

Un vaso que se rompe, una camisa sin un botón, una mancha en la corbata o como aquella mañana no haber oído el despertador. Tonteras así, cosas que a cualquiera le parecerían nada a veces para Hugo eran un mundo y le hacían pensar en algo irremediable dentro suyo.

Tarde otra vez.

Llegó al hospital y se escurrió hasta su consultorio con el sigilo de un preso en fuga. Allí se puso el guardapolvo, se colgó el estetoscopio al cuello y sintió que parecer un médico lo curaba.

Entreabrió la puerta y espió la sala de espera. Cada mañana, como si fuera la primera vez, cedía al asombro por todas esas vidas allí reunidas en suspenso y sin más propósito que él las nombrara por el apellido. De tanto en tanto, sin malicia, con la única intención de sumar una variable a las tantas que determinaban la arbitrariedad de toda esa gente allí sentada, cambiaba el orden de llamado de los pacientes. Le parecía que no todo estaba perdido cuando una inofensiva señora de tapado con botones enormes, retomaba el control de su vida y se encocoraba poniendo el grito en el cielo porque era su turno ya que tenía bien claro que Sánchez, a quien no conocía pero sí al gordo morocho de jogging que se levantó cuando dijeron Sánchez, había llegado mucho después que ella. Si, como casi siempre, nadie reaccionaba, todo aquello pasaba a ser un exceso, una broma idiota y sabía que nunca le creerían que no había querido burlarse de toda esa gente que parecía no tener cura.

Romantino era en aquella mañana el primer nombre de la lista.

- Romantino, Luis Romantino - llamó Hugo y un hombre que se derramaba desde su silla se levantó con esa resignación que tanto nos apena de las vacas. Fue apenas verlo que Hugo supo que Romantino era uno de esos casos en los ni bien le diera los buenos días tendría que calzarse un guante de látex en su mano derecha, lo que siempre hacía de modo ampuloso, riéndose para sus adentros, levantando el brazo y moviendo la mano en lo alto como un torturador que presume con sus pinzas.

- Puede vestirse, Romantino – le dijo Hugo al terminar dándole una palmada con la mano sin enguantar.

Transcurrieron un par de horas y con ellas una decena de apellidos. Llegó el turno de Alderete, Hugo miró el reloj y vio que ya no tenía retraso.

- Mabel Alderete - llamó Hugo sin levantar los ojos de la lista que tenía en la mano.

- ¡Presente!… yo soy Alderete – dijo una mujer desde el fondo de la sala alzando la mano -¿Por acá doctor? – preguntó señalando una puerta y, sin esperar la respuesta, entró y  se sentó en la silla que enfrentaba el escritorio.

- ¿Alderete, no es cierto?... A ver, Alderete, cuénteme, ¿en qué puedo ayudarla? – dijo Hugo ya sentado frente a ella.

Mabel hundió su cabeza entre los hombros lo que la redujo más allá del metro y medio que quién sabe si llegaría a medir y curioseaba el lugar girando como un búho sus ojos redondos detrás de un par de cristales gordos que eran como dos peceras agarradas de su nariz.

- Cuénteme, Mirta – la animó Hugo

- Mabel, doctor – dijo con una vocecita repleta de alfileres que parecía salir de un lugar distinto a la boca –, creo que no lo voy a sorprender si le digo que estoy con una molestia. Imagino que todos vendrán por lo mismo.

Hugo ya tenía previsto lo que entonces habría de suceder, sabía la secuencia al detalle. Sería apenas una cuestión de una media palabra, de un gesto o, ni siquiera, simplemente de esperar en silencio para que esa mujer se sintiera habilitada para repetir y  repetir la palabra orina de modo desconsiderado. Hugo guardaba para sí un secreto: promediando su residencia en urología había desarrollado una especial aversión por la palabra orina o, más aún, la peor de todas: micción. Ya que no había forma de evitar el  escucharlas, como urólogo se había impuesto la hazaña de ejercer su profesión evitando al menos pronunciar esas palabras. Cuando llegaba el momento las reemplazaba con gestos y si no podía hacerse entender, poco menos que apostando al ridículo, se arriesgaba incluso a cierta onomatopeya con el clásico psssss... mientras hacía con la mano un movimiento inexplicable pero que claramente variaba según se tratara de un hombre o de una mujer. Cuando estos recursos fallaban, llegado el caso extremo de tener que pronunciar alguno de estos horrores, lo hacía sílaba por sílaba, casi recitando, cosa que quedara claro que lo que decía estaba amparado por comillas, que se trataba de una cita, de algo leído en un texto académico y no de palabras propias.

Pero en este caso sus previsiones fallaron. Hugo, que  había preparado sus oídos para lo peor, empezó a inquietarse en medio de un silencio obstinado, incómodo.  Mabel en vez de hablar se aplicó a tamborilear en el escritorio y tararear una melodía irreconocible.

- A ver, Mabel, cuénteme un poco más de esta molestia…

- Bueno doctor, le comento, yo fui docente. Ya me jubilé, hace unos meses, no por edad – le aclaró – sino en forma anticipada por una afonía crónica. Literalmente, doctor, me estaba quedando muda. ¿Qué digo?, si yo no lo vengo a ver por esto. Bueno, ¿cómo empezar?... yo tengo esta…  ¿molestia?… desde siempre, desde chica le diría. Si no consulté antes no ha sido por  desaprensiva es que no sabía que tenía esto; recién ahora que estoy retirada se me ha dado por pensar en mi misma y este asunto no me deja tranquila… – Mabel, hizo un gesto como si hubiera desistido de seguir hablando, cerró los ojos y se puso a tamborilear otra vez.

- Y, ¿entonces?, cuénteme Mabel… - se impacientó Hugo

- No sé doctor, a ver… ¿podría decirle que se trata de… de… un desasosiego…? eso, eso es, un desasosiego - dijo Mabel y dio un largo suspiro para seguir con su melodía.

- Un desasosiego – repitió Hugo como si tuviera un gajo de limón en su boca – un desasosiego…. Mirta, ¿podría ser más específica?… supongo que todo esto ocurrirá cuando va al baño…

- Mabel doctor, pero si ya le dije: Mabel doctor…. Sí, quizás tiene usted razón, en el baño puede ser que sea peor porque, ¿cómo decir?, allí una está sola y ¿vio? en fin, usted comprende, allí no es que haga algo indebido pero, claro, allí no hay nada que a una la distraiga de una misma y entonces el asunto se pone peor. Pero, como le dije, por estos días me estoy acordando de que yo ya de chiquita tenía estas sensaciones. Ya sabe, era de padecer esos desagrados menudos, esas neuralgias tenues, eso que es menos que un dolor pero claro, como en esa época no estaba atenta, enseguida se me confundía con el aburrimiento. Seguramente a usted le pasó.

- ¿Si a mí me pasó?, ¿lo del aburrimiento? Si, claro, algo así me pasa en las escaleras mecánicas… pero no, Mabel, ¿qué le parece si mejor me cuenta algo más de la molestía de la que me hablaba al principio…

- A mí me parece más interesante seguir con lo del aburrimiento pero, como usted diga, doctor… hablemos de la molestia entonces, aunque le advierto que es difícil. Usted vio que a veces uno sabe algo desde siempre pero nunca tuvo la necesidad o quizás la valentía de ponerle nombre y esa cosa se queda dando vueltas por quién sabe dónde. Bueno, yo creo que todo eso se me ha acumulado en un ridículo enorme. Lo que yo tengo, doctor, es un ridículo que se me va moviendo por el cuerpo.

- ¿Así que usted tiene un  ridículo que se le mueve por el cuerpo?... ¿por dentro o por fuera?

- No doctor… acá no estamos para hablar de cosas que se ven, yo no le hablo de andar con un sombrero verde o con un poncho en la playa…  a mi preocupa algo que no se ve. Mire, doctor… ¿doctor…?

- Consoli – dijo Hugo

- Mire, doctor Consoli – Yo no soy una ignorante, soy docente le dije; no se me escapa que esto de hacer de un adjetivo un nombre es casi un escándalo … pero lo que pasa es que recién ahora, casi a la vejez, he tenido la desgracia de darme cuenta de que este ridículo al que durante tantos años he creído predicado ahora resulta ser sujeto y anda ahí, suelto, siento que se me mueve para todas partes y, ¿sabe, doctor?, ahora en estos días me hace llorar mucho, porque tal vez sea tarde para poder hacer algo …

- ¿Cómo es eso, Mabel?

- Ahora que estoy jubilada no tengo otra cosa que yo misma y  me he dado cuenta de que hubo montones de cosas(a cada rato descubro una) a las que el pensamiento no se ha dignado a ponerles nombre y entonces han estado dando vueltas por años como murciélagos y me parece que me han ensuciado toda por dentro. Yo ya no sé si será por pereza o cobardía pero el pensamiento que lo único que tiene que hacer es ponerle nombres a las cosas no ve o no quiere ver ciertos asuntos y así es como todo se acumula, las causas de las cosas desaparecen y queda un enorme ridículo que una ya no sabe por qué es.

- Que curioso… así que usted me habla de un ridículo sin nombre…

- No pudo decirlo mejor. No hay duda, creo que la vergüenza es lo nuestro…

- No, Mabel, ¿qué le parece si me cuenta algo más de la molestia? Cuando sucede, ¿es antes, durante o después…? – insistió Hugo.

- ¿Antes, durante o después qué, doctor?

- No, sé… la molestia, la sensación, el ardor… supongo.

Mabel cerró un ojo, lo miró fijo con el otro que pareció agrandarse y movió la cabeza de un lado a otro como si quisiera negar algo. A Hugo le pareció reconocer esa mímica de pájaro pero Mabel en vez de piar estalló en una carcajada que dejo ver unos dientes filosos:

 

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