Un provocador libro de Paolo Rossi | 29 ABR 13

"Comer"

Necesidad vital, deseo epicúreo, obsesión patológica: una inextricable mezcla que Paolo Rossi presenta de modo fascinante analizando las distintas formas en las que este verbo ha marcado la historia de la humanidad.
FCE

Comer es un libro provocador. Vivimos en una época en que programas de televisión, libros, publicaciones científicas y de todo tipo no dejan de ocuparse de la comida de un modo supuestamente innovador, ya sea en su costado hedonista, sea en relación con una vida saludable, o bien en busca de los auténticos saberes culinarios de los pueblos. Frente a esto, Paolo Rossi trabaja en el terreno de la historia de las ideas rastreando las continuidades, y muestra que hoy como en el pasado los hombres satisfacemos al comer deseos primarios y emociones profundas.

Basta con prestar atención por un momento a la multiplicidad de metáforas alimentarias que utilizamos cotidianamente para darnos cuenta del peso antropológico y cultural que tiene el hecho de comer. En nuestras representaciones de la comida conviven, pues, el hartazgo y el hambre, los rostros de niños desnutridos y los patés de la nouvelle cuisine, la comida chatarra y la exhibición sádica del cuerpo anoréxico, los ayunos motivados por causas trascendentes y los asesinos seriales que quebrantan el tabú de los tabúes devorando a sus víctimas.

Necesidad vital, deseo epicúreo, obsesión patológica: una inextricable mezcla que Paolo Rossi presenta de modo fascinante analizando las distintas formas en las que este verbo ha marcado la historia de la humanidad.
 
 
Fragmento del libro:
 
A principios de la década de 1930, cuando asistía a la escuela primaria, mientras esperaba a mi hermana presenciaba la salida de varios grupos de compañeros. Recuerdo que en cada uno de esos grupos se destacaban dos o tres niños de aspecto agradable. Los demás eran vivaces, bulliciosos y alegres, como corresponde, pero, a decir verdad, más bien feos: bajos, un poco desnutridos, con las rodillas huesudas que sobresalían de las piernas delgadas y débiles. Ahora, a setenta años de distancia, en los primeros años de este nuevo milenio, a fines de la primavera y durante el verano cuando estoy en la Umbría, a veces veo alguno de esos grupos de niños de jardín de infantes que amables maestras llevan de paseo por las calles de Triestina. En tales oportunidades pienso que en el curso de mi vida, al igual que unas cuantas realidades más, la situación se ha invertido por completo. Hoy en día, en cada uno de esos grupos hay a menudo sólo dos o tres niños que no podríamos definir como “lindos”. Todos los demás parecen los gloriosos vencedores de un campeonato de belleza infantil. 
 
Esta situación está ligada al hecho de que vivimos en una parte del mundo y en un país en el cual existe, para la mayoría de las personas, una sobreabundante disponibilidad de comida. La palabra “comer”, en apariencia tan neutra e inofensiva o agradable (cuando todo va bien), se ubica en el centro de los pensamientos cotidianos y de la vida de todos aquellos que no tienen la posibilidad de comer lo suficiente. La dificultad para conseguir comida y para dar de comer a los propios hijos ha transformado y continúa transformando a innumerables existencias en un infierno. Incluso allí donde “todos tienen para comer” es posible encontrar personas que, para comer algo, hurgan en la basura, y sucede asimismo que hay jóvenes para quienes comer se ha convertido en un enemigo y en una obsesión a toda hora del día, algo que obstaculiza la vida en vez de beneficiarla, algo que hace crecer en su interior una ciega obstinación y un tenaz y destructivo deseo de un control total. Sucede también que existen personas mayores y desesperadas que no pueden aceptar que un hijo suyo elija dejarse morir en vez de contentarse con vivir. 
 
No pocos europeos pertenecientes a mi generación se han muerto de hambre o han sufrido hambre durante más o menos tiempo en lugares donde se comía prácticamente sólo cáscaras de papas. Incluso aquellos que,
 

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