Tópico de Cáncer | 10 ABR 12

Breve hisotria del cáncer

"El emperador de todos los males", del oncólogo Siddartha Mukherjee, es un abordaje sensible e inteligente de la historia de esa enfermedad.

Identificada comúnmente como una enfermedad de la vida moderna, el cáncer acompaña y amenaza al hombre desde la Antigüedad. Los intentos por vencerlo conforman, en buena medida, la historia de los progresos (y fracasos) científicos y filosóficos del ser humano frente a la enfermedad. Desde los primeros médicos egipcios y griegos hasta los asépticos laboratorios de la genética, pasando por las operaciones medievales, los quirófanos victorianos, el descubrimiento de la anestesia y los rayos X, el monumental y premiado volumen El emperador de todos los males, del oncólogo Siddartha Mukherjee, es un abordaje sensible e inteligente de la historia de esa enfermedad hoy atravesada por el marketing, los medios, los negocios de los laboratorios, a la que Estados Unidos llegó a declararle la guerra y que recién ahora estamos empezando a comprender. A continuación, una breve historia de esa larga batalla.

Por Soledad Barruti
 
“En 2010 unos 600 mil estadounidenses y más de 7 millones de personas en todo el mundo murieron de cáncer. En Estados Unidos, una de cada tres mujeres y uno de cada dos hombres desarrollarán cáncer durante su vida. Una cuarta parte de las muertes estadounidenses, y alrededor del 15 por ciento de todos los fallecimientos en el mundo, se atribuirán a él.” Estos abrumadores números son la puerta de entrada a uno de los éxitos editoriales de 2011. Ganador del Pulitzer y del First Book Award de The Guardian, nominado al National Book Critics Circle Award y Top 10 del año según un abanico crítico tan amplio como el The New York Times, la revista Time y Oprah Winfrey, El emperador de todos los males se presenta nada más y nada menos que como la biografía oficial del cáncer. Escrito de a lapsos de entre 5 y 15 minutos por día (lo que quedaba de tiempo libre a su ahora famosísimo autor, pero entonces respetado y joven oncólogo full time más padre de familia, Siddartha Mukherjee), el libro tiene casi 700 páginas y consiguió contrato cuando su escritura iba más o menos por la mitad. Claro que con el diario del lunes lo primero que uno piensa es que es increíble que los editores no se hayan batido a duelo por publicarlo. Pero lo cierto es que su autor se topó más bien con pensamientos encontrados donde imperaba la cautela. “Las respuestas fueron bipolares. O me decían: ‘Nadie va a leer sobre el cáncer’, o: ‘Cómo puede ser que este libro no haya sido escrito antes’.” En lo que definitivamente acordaban todos era en que el cáncer atemoriza, lo que no hacía más que avivar el entusiasmo de su autor. “Para mí ésa era la respuesta equivocada. Si la gente tiene miedo, es la principal razón para hablar”, dijo enfático mientras redondeaba su ambicioso proyecto.

El Dr. Sidney Farber, confidente y asesor de Mary Lasker, legendaria “hada madrina” de la investigación, que intimó a la nación norteamericana a luchar contra la enfermedad.


BAJO EL SIGNO DEL CANGREJO

¿Dónde empieza la historia del cáncer? ¿Se puede hablar de su nacimiento? Carla, la paciente que da comienzo al relato, no se formula esa pregunta, al menos no de cara al médico que luego va a contar su historia. Carla se pregunta qué tiene y si se va a poder curar. Para ella el comienzo son unas tremendas migrañas, una fatiga irreconocible para su carácter “alegre y entusiasta”. Las dos o tres visitas a médicos que no dieron con ningún diagnóstico. Finalmente, su propio pedido de que le hagan un análisis más profundo. La extracción de sangre y una nueva extracción para confirmar el peor de los pronósticos: leucemia. La segunda de sus preguntas no tendrá respuesta hasta el final del libro. En medio, mientras Mukherjee recorre la historia del cáncer, Carla pasará por la aislación total para someterse a la inmunodepresión gracias a la que soportará el cruento y a la vez esperanzador tratamiento oncológico. Es hacia las últimas páginas de El emperador... cuando el lector se entera de que Carla se cura. Para sorpresa de su propio médico y autor, que esperaba cerrar el libro con la muerte de su paciente, la remisión de Carla se mantiene hasta ahora y su futuro parece de lo más auspicioso. Pero contar el desenlace de la vida de Carla no le quita ni un ápice de intriga al libro. Porque la trama de El emperador... no está centrada en esta maestra jardinera joven (ni en torno de ningún paciente) sino en los científicos que, como piezas de un rompecabezas, fueron armando la silueta de esta enfermedad que por momentos parece tener a la humanidad atenazada.

La empresa de la ciencia es lenta, y la figura que usa Mukherjee para contarla es –una vez más– la de la guerra. Aunque no le gusten las metáforas y cite una y otra vez a Susan Sontag –que en los años ‘70 combatió desde su libro La enfermedad y sus metáforas los estereotipos, las fantasías punitivas y sentimentales alrededor del cáncer–, Mukherjee es médico y trabaja en Estados Unidos, país que oficialmente declaró la guerra no sólo a un sinnúmero de países, sino también a esta enfermedad. Una guerra fría, filosa, de luz blanca, en la que los médicos actúan como generales y héroes que batallan contra un monstruo invasor que se despliega con sus mil y una caras sobre pacientes que son soldados, víctimas, trinchera y campo de batalla.

“Solemos pensar en el cáncer como una enfermedad ‘moderna’ porque sus metáforas lo son, y tanto. Es una enfermedad de la sobreproducción, de crecimiento fulminante: crecimiento imparable, crecimiento inclinado sobre el abismo del descontrol (...) El cáncer es una enfermedad expansionista; invade los tejidos, establece colonias en paisajes hostiles, busca un ‘santuario’ en un órgano y luego migra a otro. Vive desesperada, inventiva, feroz, territorial, astuta y defensivamente; por momentos es como si nos enseñara a sobrevivir. El cáncer explota las características que nos hacen exitosos como especie o como organismo.” Sin embargo, el cáncer aparece por primera vez en la Antigüedad, en un papiro egipcio. Es el propio Imhotep el que escribe sobre “un fruto sanguíneo no maduro, duro y frío al tacto” y él, que siempre tenía un método de cura, frente al tumor se queda mudo. “Cura: no hay ninguna”, sentencia.

De aquella era, Mukherjee cuenta también sobre los cadáveres momificados que conservan sus tumores malignos como un misterio a salvo del paso del tiempo.

Recién dos mil años después aparece un nuevo registro de la enfermedad: en el 440 a.C., Atosa, reina de Persia, sintió la presencia de un bulto sangrante en el pecho. Sumida en una aislación autoinfligida, sin querer recibir tratamiento alguno, se rindió a su padecer. Hasta que un esclavo, Democedes, la convenció de que podría extirpárselo. Nadie sabe cómo resultó esa primera mastectomía, pero sí que cuarenta años después la enfermedad de Atosa aparece nombrada por primera vez. “Bautizar una enfermedad es describir cierto estado de sufrimiento: un acto literario antes que un acto médico”, dice Mukherjee. El racimo de vasos inflamados en torno del tumor fue la viva imagen de un cangrejo desparramado en la arena para Hipócrates: de ahí su nombre karkinos, cangrejo en griego. Luego, ese nombre se cruzaría con otro término que lo completa: onkos, que describe “una carga o, más comúnmente, un peso llevado por el cuerpo”.

Los griegos entendían que el cáncer era el desequilibrio de alguno de los cuatro fluidos que circulaban por dentro. Había rojo, amarillo, blanco y negro. En el 160 d. C., Claudio Galeno reservaba este último al cáncer. “Galeno sostenía que el cáncer era bilis negra ‘atrapada’, esto es bilis estática incapaz de escapar de un lugar y, con ello, coagulada en una masa apelmazada.” Después de nombrarlo, Hipócrates aseguró que era mejor no tratar el cáncer. Galeno, por su parte, creía que era inútil, que “la bilis negra estaba por doquier”. Tintura de plomo, colmillos de jabalí, pulmones de zorro o la compresión de un tumor con planchas eran algunas de las recetas preferibles a entregarse a la descarnada cirugía que se practicaba entonces.

La página publicada en 1969 en la revista Time que le hablaba directamente al presidente: “Sr. Nixon: usted puede vencer al cáncer”. América necesitaba una guerra más fácil que Vietnam y conquistar el espacio interior como se había conquistado el exterior con la llegada a la Luna.


BREVE HISTORIA DE UNA LARGA LUCHA

Fue a partir de la primera autopsia que las teorías de Galeno empezaron a desplomarse. No había bilis negra sino un organismo por descubrir. El estudio de la anatomía retomó la idea de la ablación quirúrgica del cáncer inaugurando toda una etapa tan prolífica como sanguinaria, recién paliada por el descubrimiento de la anestesia, en 1846. “La anestesia y la antisepsia fueron avances tecnológicos aunados que liberaron a la cirugía de su crisálida medieval. Armados de éter y jabón carbónico, una nueva generación de cirujanos acometió los procedimientos anatómicos terriblemente complejos”. Los aventurados primeros oncólogos lograban quitar algunos tumores del cuerpo, pero no lograban evitar que el cáncer volviera a crecer tarde o temprano. Una y otra vez “volvían a la mesa de operaciones y cortaban, como si estuvieran atrapados en un juego del gato y el ratón, mientras el cáncer horadaba el cuerpo humano pedazo a pedazo”.

El encarnizamiento terapéutico para acabar con el maligno cangrejo tuvo su máximo exponente en William Halsted: un médico cocainómano que hacia fines del 1800 inventó la mastectomía radical. Vaciar lo más posible el cuerpo de las mujeres (quitaba glándulas, músculos, incluso huesos de las costillas) con el fin de lograr remisiones totales y, en muchos casos, donde no era necesario operar, con la siniestra intensión de doblegar su carácter.

Las cirugías eran todo un espectáculo. El 1900 inaugura la época de los médicos celebrities “rebozantes de confianza” que operaban para deleite de testigos tan privilegiados como intrigadísimos. “El quirófano era para ellos un teatro de operaciones y la cirugía, una actuación elaborada, a menudo presenciada por un público silencioso que miraba desde una claraboya situada encima del teatro.” Deslumbrados por su propio brillo, ni siquiera podían ver todavía el fracaso que escondía la brutal operación. Es que no importaba cuánto quitaran, el cáncer volvía o ya estaba esperando, agazapado, en algún otro órgano.

Para la misma época, en un escenario diferente, una serie de casualidades dieron los descubrimientos de los rayos X, el radio y finalmente, eureka, la loca idea de que esta nueva forma de energía tal vez sirviera para todo esto. Fue un joven de veintiún años, Emil Grubbe, quien a puro instinto hizo la primera prueba exitosa: “Grubbe comenzó a bombardear con radiación a Rose Lee, una mujer mayor afectada con cáncer de mama, por medio de un tubo improvisado de rayos X (...) La irradió durante 18 días. Aunque doloroso, el tratamiento tuvo algún éxito”. Gruebbe enseguida siguió con otras pacientes, todas con el mismo resultado: los tumores se reducían. A comienzos del siglo XX “había nacido una nueva rama de la medicina del cáncer, la oncología radioterápica”.

Pero la nueva cura tenía dos problemas. La primera era que la radiación en sí misma producía cáncer (y sus víctimas más notorias fueron la propia Marie Curie y el joven inspirado Grubbe). La segunda, que tampoco era eficaz con las metástasis. “El cáncer, aun cuando comience localmente, espera de manera inevitable para salir de su confinamiento.”

Escapar de la encrucijada de elegir entre “el rayo caliente o el cuchillo frío” requirió de una nueva herramienta –o arma, para volver al lenguaje de guerra que subyace detrás de este relato–. Un veneno específico y sistémico para el cáncer.

El descubrimiento de la quimioterapia encuentra sus raíces a fines del siglo XIX en las fábricas textiles, que explotaban el uso de químicos y tinturas. ¿Qué reacción tiene un colorante sobre una célula?, se preguntaba el médico alemán y Nobel de 1908 Paul Ehrlich. Tinturas químicas para atacar microbacterias era lo que probaba cuando descubrió sustancias que las destrozaban. La idea de encontrar una sustancia como ésa que, cual “bala mágica”, destruyera el cáncer obsesionó por años no sólo a Ehrlich sino a quienes siguieron sus pasos. Pero la similitud entre las células cancerosas y las normales no hacían nada fácil la tarea. La investigación recién dio sus frutos cuando el conocimiento químico y molecular se volvió más profundo, alrededor de los años ‘50.

Hasta acá más o menos el racconto de los hechos, que nos lleva a las prácticas actuales que se utilizan para curar el cáncer. Faltaba que la ciencia ahondara en la genética para comprender la complejidad de la enfermedad ante la que se enfrentaba. En ese camino, los científicos irían virando hasta conformar su propio establishment, los pacientes se convertirían en seres de derechos con sus propios reclamos, y la curación sería no sólo un anhelo sino también un negoción multimillonario que, como todos, o, tal vez, más que ningún otro, puede representar los más turbios intereses por sobre cualquier otro propósito.

Imhotep, el médico del Antiguo Egipto que menciona por primera vez, entre los papiros conocidos, el cáncer. Escribe sobre “un fruto sanguíneo no maduro, duro y frío al tacto”, y, él, que siempre tenía un método de cura, frente al tumor se queda mudo. “Cura: no hay ninguna”, sentencia.


JUNTANDO FONDOS PARA LA SILENCIOSA GUERRA MUNDIAL

La primera vez que apareció una gran cantidad de dinero asociada al cáncer fue en 1927. Alertados ya por el aumento de enfermos, el senador Matthew Nelly le pidió al Congreso que ofreciera una suma de cinco millones de dólares “por cualquier información que condujera a la detención del cáncer humano”. Claro que la absurda propuesta, digna del Lejano Oeste, no tuvo ninguna respuesta seria, pero fue el puntapié para que en 1937 el país lanzara un “ataque nacional contra el cáncer”. Así, ese mismo año el presidente Roosevelt promulgó la ley de creación del Instituto Nacional del Cáncer para coordinar la investigación y la educación sobre el tema. Los médicos se pusieron a trabajar con entusiasmo, pero la propuesta se topó enseguida con un límite feroz: la guerra real que los alemanes declaraban al mundo unos meses después truncó esa primera abatida conjunta. Si bien la empresa bélica y sus descubrimientos terminarían nutriendo la lucha contra el cáncer, para los médicos ése fue un duro golpe que se sumaba al achique que ya habían experimentado cuando, en la Primera Guerra, las empresas químicas dejaron de desarrollar remedios para pasar a crear venenos para el enemigo.

Por otro lado, no sólo la Segunda Guerra desplazaba los intereses. Con el descubrimiento de las vacunas y los antibióticos la gente se enfermaba menos. La ciencia había logrado que en treinta años la esperanza de vida trepara de 47 a 68 años. Entre 1945 y 1960 se construyeron en Estados Unidos casi mil hospitales y, ostentando salud, florecía “una joven generación que soñaba con una existencia libre de la muerte y de las enfermedades y arrullada por la idea de perdurabilidad de la vida, se lanzaba al consumo de bienes durables”. Sin embargo, en las sombras y en silencio “a diferencia de las demás enfermedades, el cáncer se había negado a participar de esta marcha del progreso”.

En el mundo de posguerra, entonces, el cáncer aparecería y desaparecería de la primera plana de los medios que despiertan la atención pública. Si había guerra, conflictos económicos, si mataban presidentes, o había que acunar el progreso como la llegada de Dios, el cáncer parecía perder interés público. (Lo que no significaba que no hubieran descubrimientos. Si la utilización de drogas específicas para el cáncer prosperó después de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, se debió a que a raíz de un accidente con gas mostaza se creó una unidad encubierta llamada Unidad de Guerra Química para estudiar esos compuestos tóxicos y sus posibles utilidades. El resultado fue el avance más grande contra un tipo de leucemia jamás logrado, “sellando la vinculación entre la guerra química de los campos de batalla y la guerra química del cuerpo”). Pero a primera vista, así como en la guerra muchos científicos dejaban a los pacientes para idear bombas y otras armas letales, en épocas de bonanza nadie quería seguir escuchando hablar de nada terminal.

 

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