¿Quién es un héroe? | 04 NOV 09

Dr. Esteban Laureano Maradona: Cuentos de la selva

Esteban Laureano Maradona pasó nada menos que cincuenta años de su vida, en la insuficiencia material, apartado de las aglomeraciones humanas, curando indígenas en la selva.
Autor/a: Guillermo F. Marín 

Hay periodistas o historiadores que llaman “héroe” a cualquier persona. La historia del doctor Esteban Laureano Maradona encaja sin despojos con la idea de superhombre, pues su vida es poco menos que novelesca. Acaso su destino le fue tan cruel y reparador a la vez, que las circunstancias que le tocaron vivir durante su dilatada existencia parecen extraídas de una leyenda épica. Si el amor arrancado o la crueldad de la guerra coexisten con el suceso del viaje del personaje ficcional que asume su misión en el mundo, es inevitable pensar en el mitólogo Juan Villegas  con su teoría sobre La estructura mítica del héroe en la novela del siglo XX. No es el propósito de este trabajo realizar un ensayo a partir de los trabajos de Villegas, tomando como punto de partida la vida y obra del doctor Maradona, aunque sorprenda lo simétrico, conmueva la analogía o el paralelismo que hay entre la historia vital de este médico desigual y el protagonista de una obra de ficción. Pero Esteban Laureano Maradona no es un mito. Fue un hombre de carne y hueso tan real como la miseria humana o el dolor físico. Había nacido el 4 de julio de 1895 en la provincia de Santa Fe, en un pueblo llamado Esperanza. Originario de una tierra fundada por Juan de Garay, en cuya región se esparcían hacia todos sus puntos cardinales los tobas, timbúes, pilagás y guaraníes. A principios del siglo XX eran miles los aborígenes que aún habitaban la zona, muchos de ellos desamparados, enfermos o heridos en la guerra, pero que marcarían la existencia del doctor Maradona a fuego. 

De su niñez, sólo se sabe que el pequeño Esteban fue uno de los nueve hijos (algunos biógrafos hablan de siete nacidos) que parió doña Encarnación Villalba y que pasó la mayor parte de su infancia en los Aromitos, una estancia ubicada  a orillas del río Coronda, en Barrancas. Estancia que fue heredada por su abuela de apellido Sosa, cuyo bisabuelo recibió campos del propio Garay. En ese paraje natural alejado de toda civilización, el niño habría de construir una personalidad sensible por el amor a la naturaleza, pues, por aquellos tiempos, él y sus hermanos pasaban las horas ociosas cazando o pescando en los impenetrables montes de las sierras santafecinas. Esteban creció salvaje, “como los indios”, solía decir. Su padre, Waldino Maradona, fue un congresista y educador en cuya historia social figura la iniciativa de gestar en Esperanza, el primer congreso agrícola del país.  

Fueron sus padres quienes le enseñaron al niño los primeros signos del lenguaje y a realizar las primeras operaciones matemáticas; de modo que a los doce años se encontraba cursando estudios secundarios en el Colegio Nacional Simón de Iriondo, de la ciudad de Santa Fe. Esteban era un joven callado. No le gustaba llamar la atención. Quería siempre pasar inadvertido. Por ejemplo, su vestuario era siempre anticuado, de colores oscuros y tradicionales como el negro y el azul. Tamaña introspección habrían de conducirlo a sentir en su juventud un profundo deseo por conocer el interior del ser humano. Eligió estudiar en Buenos Aires, medicina. Una de sus declaraciones, a propósito de sus años de estudiante universitario, lo pinta de cuerpo entero: “A pesar de que tenía maestros de la talla de Bernardo Houssay, Pedro de Elizalde, Nerio Rojas, Gregorio Araoz Alfaro, Escudero o Arce, no me gustaba ese aire elitista y aristocrático que tenía la universidad por aquel entonces. Los estudiantes iban con galerita, y yo, como buen rebelde, aparecía por las andas con un enorme chambergo de tipo criollo”. Era cierto. El estatus que poseía en esos tiempos la profesión médica, sólo era comparable con la de doctor en leyes. Pero al alumno Maradona poco le importaba que se burlaran de él. Prefería atender a sus sonidos internos, a su precoz inclinación por la escritura poética. Uno de sus cronistas, plantea la audaz posibilidad de que justamente hayan sido esas las razones por las cuales Maradona efectuó una carrera cuya duración “se hizo sumamente extensa”. Tal vez sus voces interiores una mezcla de clamores telúricos y de linaje, lo hayan refrenado en sus estudios universitarios, formación que se extendería durante nueve años. Sin embargo, sus biógrafos coinciden en que se trataba de un joven estudiante  “decidido y con ideas propias”.

Esteban Laureano comenzó a ser el Dr. Maradona en el año 1928. Tenía treinta y tres años. Dos años más tarde abandonaba la pensión en Buenos Aires de la calle Treinta y tres Orientales y zarpaba en una goleta a vapor hacia Resistencia, Chaco. Atrás quedaban su primeros servicios en los hospitales Rivadavia, Bosch, Muñiz y de Niños Expósitos. Atrás quedaba una ciudad afrancesada de fines de los años ´20 que hervía de hombres con galera que trataban de solidarizarse con el ex presidente Hipólito Irigoyen,  derrocado por el primer golpista que conoció el país: José Félix Uriburu. Pero el doctor, ajeno a aquellos vaivenes políticos instalaba, con la ayuda económica de su madre, un consultorio en una precaria vivienda de varias habitaciones. Allí atendió a sus primeros pacientes durante las calurosas tardes chaqueñas, cuyas mañanas utilizaba para visitar a sus enfermos en sus domicilios. Maradona también aprovechaba los fines de semana, aunque para trocar su profesión médica con la de un incipiente y habilidoso orador; a pesar de que sus disertaciones en plazas o teatros comenzaban a molestar a los estamentos políticos del poder. 


El viaje

 El 30 de abril de 1932, en el Teatro-Cine de Barranqueras, ante un público atestado de obreros portuarios, el Dr. Maradona dio una conferencia sobre accidentes de trabajo. Aquello fue el principio de una seguidilla de charlas que, según las autoridades partidistas provinciales desprendidas de la época infame, poseían “un marcado estilo ideológico”. No era para menos. La decisión estaba tomada. Había que “observar” los movimientos que hacía este doctor que, además, opinaba en contra de los partidos políticos, de las fuerzas vivas y de las personas más “representativas” (por no decir oligarcas) de la región. “Los capitalistas me tenían entre ceja y ceja. No me dejaban vivir tranquilo, y cuando oscurecía me acosaban con reflectores”, confesó décadas más tarde. Y una noche, de esas que nadie quisiera recordar, tomó su maleta, metió allí su título, un arma y unos pocos pesos y partió al exilio. El exilo se llamaba Paraguay, un país que acariciaba como un mal pensamiento la guerra con Bolivia.

Un día del que no se poseen registros, el doctor tocó la puerta del cuartel central de Asunción; quería enrolarse como camillero. Si lo hubiesen tomado como a un lunático y no como a un espía, no hubiese caído preso en una celda repugnante, sin saber siquiera si iba a ser fusilado como lo hacían con los agentes bolivianos. Pero su destino estaba fijado. Quien a primera vista hubiese parecido su ejecutor,  le informó al reo, de la única manera que se le puede hablar a un reo, seca y tajante: “Tiene que vacunarse”. Laureano, sereno, le contestó: “Vea señor, yo soy médico cirujano y no ignoro las reglamentaciones sobre las vacunas, por lo tanto no impediré que me inoculen”. Quedó en libertad. De inmediato fue incorporado como médico de planta en el Hospital Naval de Asunción, cargo que desempeñaría por ocho meses.  Sólo así el doctor entraba en lo que probablemente estaba buscando en su interior: el dolor ajeno como modo de proyectar el suyo, pues, sólo el desterrado conoce el vacío impiadoso que deja el olvido de la tierra natal.

 

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