La verdad y otras mentiras | 14 JUL 09

Escenas de un hombre agotado

El fluir de la conciencia.
Fuente: IntraMed 

Son la 1.45 de la madrugada y acabo de subir al auto en el estacionamiento del hospital. Apoyo la cabeza sobre el respaldo del asiento. Siento un colapso total de la energía. Una luz se ha apagado en mi interior. Quiero quedarme en este lugar, en esta misma posición. Estoy exhausto. Disfruto de la huida de mi cuerpo. La tensión de mis músculos se niega a regresar desde el abismo hacia el que se ha precipitado. Fluyo en una deriva de sensaciones del momento y de recuerdos del día que termina. Estoy a merced de mí mismo pero sin que exista un “yo” que me gobierne. Las imágenes llegan sin filtros, crudas, sin un sentido que me permita comprenderlas. Entran y salen como en una pantalla enloquecida sobre la que se proyectan al azar retazos de distintas películas. Un caleidoscopio. Un caos de la razón. El devenir insensato de fragmentos dispersos sin nada que los vincule. Veo y recuerdo sucesos aislados. Un enorme cartel anaranjado con letras negras se destaca en la oscuridad del parque. Leo : “Gripe A: si usted tiene fiebre o dificultad para respirar siga el camino señalado por las flechas”. Las escenas me llegan desdibujadas como si las viera a través de un líquido. Como alguien que observara el mundo desde el interior amniótico y feliz del vientre de su madre. Me lo permito. Me abandono al fluir de la conciencia. La oscuridad de la noche, la soledad del encierro y la huida de mi voluntad lo hacen posible.


1. Una niña que no tiene más de catorce o quince años está –desde hace tres días- acostada sobre una cama en una sala de aislamiento. Su madre y una hermana están internadas en otro sector para pacientes menos comprometidos. Está embarazada aunque ella aún lo ignora. Una máscara le tapa la boca y la nariz y la conecta a un dispositivo de administración de oxígeno. Varios frascos cuelgan de un pié metálico e ingresan a sus venas a través de dos cánulas flexibles. Mira con los ojos desmesuradamente abiertos hacia todas direcciones. No logra mantenerlos quietos. Yo estoy en una sala contigua rodeada de vidrios desde la que es posible ver a cada enfermo en su pequeña habitación distribuidas en un semicírculo perfecto. El grupo de personas con el que me encuentro discute un caso. Me aburro. Concentro mi atención en la niña. Algo en su actitud anticipa un estallido. Sus pies asoman debajo de las sábanas. Contrae los dedos, luego los extiende y los abre con fuerza. El pie izquierdo primero y luego ambos se agitan desde atrás hacia delante. Las sábanas vuelan por el aire y ella se sienta. Grita. Con movimientos veloces y enérgicos se arranca la máscara y las agujas. Un chorro de sangre oscura se desliza hacia el piso en cámara lenta. Mueve la cabeza a derecha e izquierda y eleva los brazos con las manos en garra. Grita, pero no entiendo qué dice. Todos miran hacia su habitación. Emite extraños sonidos. No son palabras pero suenan desgarradores. Alaridos que el lenguaje no podría nombrar.

Mi amigo L -que ha transitado casi todas las formas de la estupidez que la medicina ofrece y que son infinitas- extrae una de sus clásicas conclusiones automáticas.

- Es hipoxia, agitación por déficit tisular de oxígeno, una encefalopatía. ¡Hay que intubarla de inmediato!

Las cabezas giran para mirar el monitor de saturación de oxígeno que muestra valores normales. Pero a L. nunca lo amedrentaron los hechos. Actúa como alguien que tuviese un zapato y fuese a la zapatería para comprar un pie. Él prueba los pies hasta dar con el que entra en su zapato como el príncipe de Cenicienta. Pero cuando no puede encontrarlo mutila el pie hasta que se adapta al único zapato que conoce.

La niña grita sentada con los pies colgando en el aire al borde de la cama. Está aterrada. Ha permanecido sola desde hace varios días dentro de una burbuja de vidrio observada por personas desconocidas que no se le acercan a menos que resulte indispensable, siempre cubiertas y protegidas. Arroja contra las paredes todo lo que encuentra al alcance de sus manos.

L. se aferra a su “hipótesis zapato” e  indica a la enfermera que cargue una jeringa con 15 mg de Midazolam. 

Ahora ella alterna gritos con llanto. Da golpes de puño contra la pared. Manuela entra a la sala sin que nadie se lo pida. Se acerca a la cama esquivando un vaso que la recibe volando por el aire. Se detiene a su lado. Se miran. Manuela siempre comprende lo que ocurre. Se quita el barbijo y los guantes. Le ofrece su cara y sus manos desnudas. Le toma la cabeza con ambas manos debajo de la mandíbula. La acaricia. La niña se serena de inmediato. Le devuelve el gesto extendiendo sus palmas hacia arriba. Entrelazan los dedos y se los aprietan mutuamente durante algunos segundos. La niña se acuesta. Toma la máscara y se la coloca ella misma. Estira el brazo para que Manuela vuelva a insertar un catéter en sus venas. Se duerme.


Sigo inmóvil dentro del auto. La noche es helada y negra. Algunas luces se derraman encendiendo pequeños sectores del parque. El resto es una oscuridad compacta que no tiene principio ni fin. Mi mente se ha independizado de mi cuerpo. Las escenas atraviesan mi cabeza como un tren furioso haciendo sonar su silbato y luego desaparecen dejando una estela de humo denso hasta que se disuelve en el horizonte.


2. Ignacio es bioquímico. Está concentrado sobre una máquina centrífuga en el laboratorio. Procesa muestras para determinaciones de PCR del virus Influenza. Yo espero el resultado de uno de mis pacientes. Sin quitar la vista de la mesada me pregunta.

- ¿Has visto algún paciente con el síndrome del miembro fantasma?

- Sí, varios.

- Ellos sienten que la pierna que les han amputado aún existe. Les duele, creen que pueden moverla.

- Sí, lo conozco bien.

Camina algunos pasos y se inclina para hacer anotaciones en un enorme cuaderno de tapas negras. Luego se sienta frente a la pantalla de una computadora y escribe.

- ¿Sabés? Creo que yo estoy padeciendo el “síndrome de la mujer fantasma”.

Nos conocemos desde hace muchos años. Trabajo casi a diario con su reciente ex mujer. Se han separado hace apenas un par de semanas. Sabe que no voy a hablar de ella de quien soy amigo y compañero. Le digo algo que no me comprometa con opiniones que no quiero dar.

- Bueno, es posible que todas las mujeres sean fantasmas. Siempre imaginamos tenerlas aunque no las hayamos tenido jamás.

- No me lo vas a creer. Pero Julia aún está en mi casa. Decidió irse hace pocos días. Pero te aseguro que aún está allí.

- ¿Y vos quisieras que termine de irse o que se quede en tu casa como un fantasma?

- Al principio creí que tenía que expulsarla definitivamente. Hacía planes. Pero luego no podía cumplirlos. ¿Sabés? Hay una sandalia suya que asoma la nariz por debajo de la cama. Es rosa o lila y tiene una tira larga con una hebilla dorada. Uno de los cuatro agujeros está gastado y más abierto que los otros. Ese detalle mínimo me rompe el corazón. Sin esa señal tan potente de su presencia podría haberla tirado la misma tarde en que Julia se fue de casa. Pero no puedo ni tocarla. No quiero hacerlo. Ni siquiera he buscado debajo de la cama para saber si está la otra sandalia. Siento que algo de ella permanece allí.

- Entiendo, creo que a mí me sucedería lo mismo. Las mujeres son así, se prolongan en todo lo que tocan. Contaminan las cosas que ya nunca vuelven a ser anónimas. Como el virus que estás buscando ahora mismo. Ingresan en nosotros y se replican hasta el infinito. Eso puede llevarte al cielo o al infierno. Pero es imposible saberlo hasta que te han infectado. Ya se sabe como son los virus

 

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