La verdad y otras mentiras | 28 ABR 09

Nuevas tribulaciones de un cardiólogo en un congreso de psiquiatría

Campos de batalla y buenas constumbres.
Fuente: IntraMed 

Siempre me digo que no lo voy a hacer otra vez, pero vuelvo. Empecinadamente regreso a los congresos de psiquiatría. Alguien como yo –que no es psiquiatra- cae en la tentación de recorrer las salas de conferencias buscando algo que no sabe muy bien qué es, pero que allí no está. Con la impunidad que me da la ignorancia puedo observar como un turista atento, pero irremediablemente extranjero, lo que allí sucede. Como en ninguna otra especialidad médica en estos lugares se libra una batalla. Aunque nadie la nombre, aunque quienes se enfrentan se saluden con una civilizada amabilidad y se prodiguen elogios y promesas de integración, allí se disputa un territorio. Hay varios congresos dentro de éste. Es una experiencia curiosa para quien es ajeno a la “tribu” recorrer las salas y escuchar lo que allí se dice.

En la sala “A” alguien muestra evidencias acerca de las consecuencias del trastorno de déficit de atención, sus criterios de diagnóstico y las opciones de tratamiento. En la sala “B” otro afirma que el TDAH no existe, que sólo se trata de otra estrategia de control social para disciplinar a los niños y vender pastillitas. En la planta baja alguien encuentra en un dibujo de un pavo real hecho por un paciente los signos inocultables de la esquizofrenia. Sus ojos desmesuradamente abiertos y sin párpados, las líneas rectas del ave y la grafía de la firma del paciente señalan la enfermedad para quien se siente capacitado para interpretarlo y lo hace con mucha destreza. Nadie cuestiona su interpretación. Minutos más tarde, en el primer piso, otro conferencista encuentra las evidencias de la misma patología pero en otras imágenes que describe con una brillantez extraordinaria. Allí los signos se encuentran en la separación de los surcos de la corteza cerebral, en los signos de paquigiria y en la dilatación de los ventrículos que él puede ver pero otros consideraron normal. Por estos salones la palabra que suena más fuerte es “Yo”.

Por suerte siempre hay una mesa que apunta a la buena conciencia y a la conciliación. Entonces personas que tienen orientaciones muy diferentes discuten un caso clínico. La historia del paciente muestra –en los hechos- el conflicto entre disciplinas. A su turno cada uno de quienes hacen los comentarios despliega su perspectiva sobre la clínica, le pone nombre al trastorno, hace consideraciones sobre el tratamiento farmacológico o la psicoterapia, apuntes acerca de las posturas éticas y legales en casos complejos. En un ambiente de convivencia muy educada los expositores sostienen posiciones que simulan un acuerdo que no existe y silencian un conflicto que es evidente. Se oyen con respeto pero nadie escucha al otro porque no hay nada que escuchar. Suponen hablar de lo mismo pero no lo hacen. Lo que define una enfermedad es quien la describe más que el paciente que la padece. Por lo tanto no hay intercambio posible ya que cada uno habla de objetos epistémicos construidos por ellos mismos y que son incompatibles. No hay aquí diferencias de opinión acerca del mismo problema. Lo que se muestran son problemas diferentes. Universos discontinuos y antagónicos sobre los que ninguna síntesis parece razonable. Me detengo a observar al público. Alternativamente sacuden sus cabezas afirmando su coincidencia o fruncen los labios y se miran con el vecino expresando su desacuerdo. Sus caras indican que no sólo no coinciden con lo dicho, sospechan de quien lo dice. No es una simple discordancia de opiniones, es un juicio de valor acerca de quien las sostiene. No veo de qué modo podrán articular opciones entre las que parecen optar. No imagino una convergencia entre quienes sostienen lógicas excluyentes. Los buenos deseos de integración que se enuncian en el escenario se desmienten en los pasillos. El encuentro es un gesto diplomático, una mera declaración de cortesía entre representantes de grupos de saber y de poder que, por fuera de estos salones VIP, disputan un espacio en el que es posible que no haya suficiente lugar para los dos. Ninguno de ellos modificará nada de lo que piensa por lo que escuchó del otro. Hacerlo, sería modificarse a sí mismos y a las creencias que los fundamentan. Nadie se suicida de un modo tan radical.

En los pasillos escucho las conversaciones. Varias personas cuentan los goles del encuentro y hacen el cálculo de su resultado final. Dos mujeres maduras, apretadas en ropa varios talles menores que la que les corresponderían, lucen sus macizos pechos quirúrgicos mientras afirman que a “alguien” sólo lo mueven los intereses creados. No dudan, lo saben, están seguras. Pero yo sé que no es verdad. Al menos en este preciso caso me consta que no es verdad. A escasos metros de ellas dos residentes de psiquiatría  –una mujer y un varón- aseguran que es insostenible seguir respaldando lo que se afirma apelando a la autoridad de los próceres sagrados y mediante un exceso de interpretación. Un minuto después los cuatro se reconocen, se saludan, se invitan a cenar y se prometen un encuentro. Es posible –pienso- que deba ser más enérgico y no volver a estos congresos. Me decido por la última conferencia del día. No me arrepiento, resultó una exposición brillante que logró mantenerme fascinado durante cuarenta minutos. Tal vez yo esté equivocado y haya posibilidad para articular perspectivas. Pero si así fuese, se requiere de una mente exquisita y una humildad que en general no abundan.

Salgo del hotel donde se realiza el congreso. Camino algunas cuadras en busca de una taza de café que yo pueda pagar. Me quedo pensando en la conferencia de la que aún no acabo de salirme. Mientras camino repaso las ideas, vuelvo a sentir el embrujo de la inteligencia cuando se hace espectáculo. Ese hombre logró estremecernos. También el conocimiento -cuando no es mera reiteración- conmueve y emociona. Repaso mis apuntes desprolijos. Intento descifrar mi propia letra escrita en lápiz y recupero algunas ideas precisas y la argumentación sólida que las sostiene. Releo las citas bibliográficas y me prometo buscarlas. En el lugar suena Arjona con un volumen casi insoportable, aunque tal vez no haya ninguno en que no lo sea. Un hombre se sienta en la mesa que está delante de la mía. Veo su cuello y su nuca. Lo reconozco. Es la persona que acabo de escuchar y que me impresionó tanto. Me concentro en esa porción de su cuerpo que veo delante de mí. Es robusto y alto. Me traen el café, pero no dejo de mirarlo abstraído por el personaje. El aroma asciende desde la taza e ingresa en mi nariz y le agrega un elemento sensorial a la extraña escena que estoy construyendo. El hombre baja la cabeza. Con ambas manos se toma del cuello y permanece en esa posición. Luego frota su mano derecha en círculos sobre su nuca. Mueve la cabeza en sentido horizontal hacia un lado y otro, negando. No dejo de mirarlo ni por un segundo. Sus gestos mudos son los de un hombre atormentado. No parece el mismo que acabo de ver en la sala. Allí lucía seguro, implacable, irónico. Cada frase era un ejercicio de retórica elaborada y una muestra de una inteligencia mortífera. Ahora siento que algo lo agobia y lo derrumba en esta mesa del bar. Levanta la cabeza y apoya la espalda sobre la silla. Mira hacia el techo y se queda en esa posición. Los brazos le cuelgan al costado del cuerpo. No dejo de mirarlo. Percibo en la periferia de mi campo visual a una joven que detiene su bicicleta y se baja. Toma una cantimplora y bebe largos tragos de agua. No puedo definir su figura sin desviar la mirada y me propongo no hacerlo. Noto que también él la ve. Su cuerpo cambia en un instante. Su actitud es otra. Recupera toda la potencia y la seguridad. Enfoca su cabeza hacia la joven y sólo entonces yo también me permito hacerlo. Es bellísima, perfecta. Viste ropas de gimnasia. La remera está húmeda de sudor en la espalda y el cuello. Los pantalones elásticos le aprietan las caderas y redondean sus nalgas hasta lo sublime. Bebe y suda. Mueve sus piés pequeños al ritmo de una música que sólo ella escucha con sus auriculares pero que para mí es silencio. Ajena a todo, excepto a sí misma, se expone como una diosa inmune al acoso de las miradas. El hombre frente a mí ha recobrado la dignidad. Pienso en todo lo que él sabe y yo ignoro. Pero me consuela comprender que hay ciertos misterios que ambos desconocemos por igual.

 

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