La verdad y otras mentiras | 04 MAR 09

"Las guerra médicas" IX

Dos carnes paralelas
Fuente: IntraMed 

“En esta vida presa de erotomanía,
voy rodando valentía pa´ decirte la verdad” 
                                                   (La Shica)

Mientras mis compañeros estaban  reunidos en el auditorio, mientras el cuerpo de Aurelio viajaba en una camilla hacia la morgue, mientras Zipo le cantaba “No woman, no cry” como su homenaje final; yo estaba parado en un pasillo sin saber qué hacer.

En cuanto me quedé solo las preguntas pendientes volvieron a interrogarme. Es necesario aturdirse para no escuchar el estruendo del silencio. Es insoportable no tener nada que hacer. Es mucho peor que estar atosigado de tareas inútiles. Es por eso que los aeropuertos, las estaciones de tren, las cárceles, las playas o los consultorios son lugares atroces. Pequeños infiernos repletos de nada. Lo dramático de todo encierro no es sólo que nos aísla de los demás, sino que nos condena a nosotros mismos. Pero hay ocasiones  en las que el vértigo de los acontecimientos nos desborda.  Entonces, buscamos la soledad y el silencio. Un cono de sombra donde quitarnos los disfraces y reencontrarnos con  los restos agónicos de lo que siempre hemos sido. Es un consuelo idiota, pero todos los son.

Tenía pendiente encontrar un momento para reflexionar sobre los sucesos que estaba viviendo. Un espacio donde recapitular las últimas horas y encontrarles un sentido. En el primer piso del hospital había una pequeña habitación empleada para almacenar insumos: frascos de suero, instrumental descartable, medicamentos. Yo tenía la llave con el objeto de reponer algún material que pudiera faltar durante las noches. No era infrecuente que me encerrara en ese cuarto para escribir dejando mi beeper encendido por si alguien me necesitaba. Decidí ir hacia allí con el propósito de aislarme y pensar durante un rato sin interrupciones. Al llegar comprobé que no tenía la llave en mi bolsillo aunque estaba seguro de que la había puesto allí. La puerta estaba abierta, la luz apagada y las ventanas cubiertas con papeles de diario ya que algunos de los fármacos debían protegerse de la radiación solar. Excepto por el hecho de que la habitación estaba abierta nada parecía irregular. Sin embargo tuve la sensación de que algo estaba ocurriendo aunque no podía identificar de qué se trataba. Cerré la puerta y permanecí unos segundos en completa oscuridad. La sensación se hizo más intensa. Me pareció percibir que alguien más estaba allí. Tal vez un animal, pensé. O la vibración aún persistente de alguien que había huido al verme llegar. Un olor a jabón inundaba la atmósfera. Encendí la luz. Pilas de cajas de cartón se elevaban casi hasta la altura del techo. Sobre una de las paredes laterales, acomodados en estantes de madera, se ordenaban cientos de envases de ampollas identificadas con pequeños trozos de cinta adhesiva blanca sobre la que alguien había escrito el nombre y un número, tal vez la fecha en que se habían recibido o la cantidad. El espacio para desplazarse era estrecho y formaba una especie de laberinto rodeado por bultos de distintos tamaños. Caminé entre ellos hasta la ventana tapiada. Un sonido apenas perceptible, un golpeteo rítmico y veloz, algo que no tiene nombre pero que es la huella indudable de una presencia que tus sentidos no pueden registrar, se me hizo evidente. Sentí temor y curiosidad. Recorrí cada rincón con la mirada. Como una cámara o una mira telescópica que rastrea a su presa con la máxima atención. Parado ante aquella ventana inútil escruté la zona como un cazador al acecho.  Sobre el piso había largos mechones de cabello, una tijera, una toalla. Seguí el rastro señalado por esos restos de pelo cada vez más pequeños hasta convertirse en fragmentos apenas visibles. En el ángulo que formaban dos paredes percibí una silueta. Allí, sentada en el piso con las piernas flexionadas y el cuerpo reclinado sobre sus rodillas estaba Mariana. Temblaba. Un estremecimiento la agitaba por completo. Sudaba. El pecho y la espalda de su chaqueta estaban empapados. Algunos cabellos cortados se esparcían por su espalda y sobre el cuello. Su cabeza estaba completamente rapada. Varios trazos delgados de sangre le cruzaban la piel desnuda del cráneo. Aún conservaba una maquinita de afeitar aferrada entre sus dedos y cúmulos de espuma de jabón sembrados de pelos se veían sobre la ropa. Era evidente que no había registrado mi presencia. Ausente, se concentraba en contener el temblor con ambos brazos apretando sus piernas contra el cuerpo, aunque no lo lograba. La cabeza tiritaba en sentido lateral como si estuviese negando algo a toda velocidad. Podía escuchar el ruido de sus dientes chocando entre sí. Apoyé mi mano sobre su mentón intentando elevarlo para mirarla a los ojos, pero fue imposible. Estaba rígida, una contractura invencible fijaba su cabeza en esa posición. Me agaché hasta quedar a su altura. La abracé pasando mis manos por el costado de sus hombros. Pude sentir el temblor en toda su intensidad y la humedad de sus ropas. El latido enloquecido de su corazón llegaba hasta mí como una vibración descontrolada desde su pecho. Algo de lo que pasaba en su cuerpo se trasladó al mío en ese abrazo y pude percibir la dimensión de lo que le estaba sucediendo. No sabía qué era. No conocía los motivos. Pero la magnitud de aquella tempestad que la estremecía ingresó en mí y me asustó. Sin que me lo hubiese propuesto coloqué dos dedos sobre su cuello e intenté contar sus latidos sobre la carótida. Tuve la horrible sensación que ya había sentido cuando enfrenté el cuerpo muerto de mi viejo caído sobre el piso del comedor. Esa espantosa confusión que se instala en la mano que se dispone a una caricia pero que, finalmente, toma el pulso. Un acto que se producía de modo automático, casi sin mi intervención. Como si tu propia mano ya no te perteneciera. Entonces, y también ahora, padecí la incertidumbre de no saber cuál de los dos era el gesto apropiado. Me sentí culpable porque la clínica se imponía a mis sentimientos y gobernaba mi mano. La apreté con más fuerza hasta que mi presión atenuó sus movimientos. Algo se relajó en ella y se derrumbó sobre mis brazos. El cuello no lograba sostener su cabeza caída sobre mi hombro y su cuerpo entero se hubiese deslizado sobre el piso si yo no la sostenía. Vacía de energía luego de aquella explosión, ahora era incapaz de cualquier movimiento. Capturada por algo que no era el sueño pero que la sustraía de la conciencia se abandonaba sin voluntad. Estiré mi brazo libre y tiré de la punta de una sábana hasta acercarla y hacer un bollo. Sequé su cara y limpié su cabeza. La envolví para darle calor. Estaba helada aunque las pequeñas gotas de sudor se reproducían apenas un instante después de que yo las secaba. Algunas pecas minúsculas se distribuían sobre el nacimiento de sus pechos. Me detuve a mirarlas y tuve una extraña sensación. Algo en aquellas manchas diminutas me acongojaba hasta la frontera del llanto. Miré su cara ausente y su cabeza rapada y la vi dramáticamente bella. La frente se continuaba con el cuero cabelludo lastimado y sangrante y los ojos adquirían unas dimensiones desproporcionadas. Su  rostro, ahora sin cabello, me reveló una extraña forma de desnudez.  Esa insólita belleza me recordó quien era yo. Quien era la mujer que sostenía en brazos como a una muñeca de trapo. Quienes eran todas las mujeres del mundo. Cuando logré salir de ese embrujo, Mariana respiraba con calma, sin dificultad. Sus latidos fueron tranquilizándose. Abrió los ojos. Miró a su alrededor y luego a mí. Sus ojos parecían la única parte viva de su cuerpo que seguía en estado de completa relajación. Sólo entonces identifiqué lo que yo mismo había sentido. Mis propias emociones, hasta ese instante ocultas tras la urgente necesidad de rescatarla de un peligro que me parecía inminente. Tomé conciencia del terror y la perplejidad que había experimentado al asistir a un episodio que, al ocurrirle a alguien tan cercano a mí, me dejaba sin respuestas.

- Me asustaste...

Mariana tragó saliva, o intentó hacerlo, pero la boca seca no se lo permitió. Con mi única mano disponible tomé un frasco de suero de uno de los estantes y lo abrí con los dientes. Lo acerqué a su boca y dejé caer algunas gotas. Luego humedecí uno de los bordes de la sábana y lo puse entre sus labios. Con el otro brazo sostenía su cabeza que deposité muy lentamente sobre mis rodillas. Se sacó la sábana y bebió largos tragos de suero. Dejó caer el frasco de plástico y el líquido se derramó formando un lago dulce alrededor nuestro. Me tranquilizó.

- Ya pasó..., quedate tranquilo. Estoy bien, gracias.

- Siempre supe que querías que te abrace, pero nunca imaginé que emplearas una táctica tan sofisticada para lograrlo.

Hincho las mejillas y escupió un fino chorro de suero entre sus incisivos que dio en el centro de mi ojo izquierdo. Esa fue su respuesta. Hizo un esfuerzo por incorporarse pero no lo logró.

- Ayudame

Sostuve su espalda hasta apoyarla contra la pared y volví a secarle la frente. Se la veía mejor.

- No es una pregunta, ahora las órdenes las doy yo. Te voy a llevar hasta una cama, te vamos a examinar y a hacerte algunas pruebas. No tenés opciones.

Volvió a hinchar las mejillas como para repetir su respuesta anterior pero ya no había nada en su boca.

- No me obligues a escupirte en el ojo otra vez. Sabés que nunca fallo.

- Hacé lo que quieras pero acabás de tener una crisis horrible y no voy a permitir que la ignores.

- Vos también tuviste una crisis hace un rato en la terraza pero yo no te torturé con ninguna clase de pruebas.

- No podés comparar una cosa con la otra. Pensé que te ibas a morir.

A medida que los colores retornaban a su piel, Mariana se fue animando y su cuerpo recobró la energía. Se sentó por sus propios medios. Los dos estábamos enfrentados por nuestras rodillas que se tocaban unas con otras. Pasó la palma de su mano sobre su cabeza, primero desde adelante hacia atrás y luego en sentido contrario varias veces reconociendo algo que aún le resultaba ajeno.

- Estás más linda que nunca.

- No quiero estar linda.

Puso sus manos sobre las mías y las apretó con fuerza. Supe que me diría algo importante. Creo que sentí que prefería que no lo hiciera. Pero lo hizo.

- Necesito que me des pruebas de que soy una mujer.

- Eso es una estupidez. No se necesitan pruebas acerca de lo que es evidente.

- Por favor...

- Bueno, dejame pensar. ¿A ver?, mmmm. Hace como diez años que dormimos en la misma habitación. ¿Te acordás cuando me pedías que me dé vuelta en la cama y no te mire porque te ibas a cambiar de ropa?

- Sí, me acuerdo.

- Nunca lo hice. Te espié durante todos esos años. Puedo darte la lista completa de tu ropa interior a lo largo de ese tiempo.

- Ya lo sabía. Eso no es suficiente.

- ¿No? No suelo espiar a los varoncitos cuando duermen conmigo.

- Volvé a intentarlo. ¡Pruebas!, necesito pruebas.

- Tal vez el hilo de baba que se me escurre desde la comisura de los labios cada vez que te ponés el pantalón blanco o cuando dejás desabrochados los botones de la blusa transparente que te regaló tu mamá. ¿Es esa una prueba suficiente?

 

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