La verdad y otras mentiras | 24 SEP 08

“Preferiría no hacerlo...”

Acerca de la burocracia, las persecuciones y las metamorfosis.
Fuente: IntraMed 

Sabés Natalia hoy me acordé de vos. Ignoro el motivo, pero pensé en vos. Aún me sucede pese a los años que han pasado. En ocasiones, sin que nada evidente lo motive, tu figura se me aparece de improviso. Te veo frente a mí como tantas veces durante aquellos primeros tiempos de mi ingreso a la profesión. Erguida, seria, las cejas fruncidas y la boca apenas dibujada por una línea escuálida y tensa que, de Este a Oeste, te cruzaba la cara. El pié derecho golpeaba sobre el piso a un ritmo siempre idéntico a sí mismo señalando el tiempo de la espera. Yo te miraba en silencio. Esperabas mi respuesta a una pregunta que jamás me habías formulado. No la considerabas necesaria. Para vos el mundo era clarísimo y de una sola manera. Sin variantes ni dobleces. Las cosas eran así, limpias, derechitas, transparentes. Un par de minutos más tarde mi paciencia se agotaba y me subía desde el vientre una furia incontenible. Te pisaba el pié para callar el segundero insoportable en que vos lo transformabas. Aguantabas. Yo cada vez lo apretaba más. Hasta que te ponías roja como una manzana y me gritabas:

-¡Animal! Sos un verdadero animal.

-Me gustas más cuando te ponés furiosa.

- No seas idiota…

- No te entiendo, ¿qué querés?

- Que hagas las epicrisis quiero, que completes los formularios de alta. ¡Eso quiero!

- Preferiría no hacerlo...

- ¿Por qué me hacés esto?

-Porque te desperdiciás en cosas como ésta. Buscá algo más atractivo para entregarle tu furia.

-¿Vos creés que sos más inteligente que yo?

- No

- ¿Entonces? ¿Qué pensás?

- Que estás llena de pasiones inútiles. Que no voy a  hacer nada de eso, ni ahora ni nunca.

Te ibas. Rápido, con pasos cortos y ridículos. Llena de ira y sedienta de venganza. Me dabas risa. Te molestaba menos que yo impugnara un orden que considerabas divino e inalterable que los formularios que yo me negaba a completar. Apilabas las historias clínicas en mi casillero hasta que ya no hubo lugar para que guardara mis cosas. Luego ocupaste mi escritorio y, cuando estaba de guardia, las esparcías sobre la cama para que no pudiese acostarme. Yo sencillamente las tiraba al piso y dormía como un angelito. Nos declaramos la guerra. Para vos era una situación dramática pero a mí me divertía mucho. Teníamos la misma edad pero habitábamos planetas que se repelían mutuamente.  Yo no quería lastimarte, pero vos ya me habías condenado a muerte. En cada lugar por donde pasaba me encontraba con un cartel enorme denunciándome públicamente. Te aparecías en las recorridas de sala para reclamarme a voz en cuello delante de mis jefes. Interrumpías los ateneos del servicio -precisamente cuando era yo quien presentaba el caso- y reclamabas ante el auditorio por mi inconducta y mi desidia. Me denunciaste por escrito ante el director del hospital. Me conminaron a reparar mi falta y me negué. Me sancionaron. Fui suspendido una vez. Pero insististe y me volvieron a suspender durante unos días. La tercera vez que lo intentaste le dije al director que no pierda el tiempo con sanciones menores, que me expulse o me fusile en la plaza pública porque no pensaba hacer ese trabajo nunca. Me miró en silencio, se rascó el abdomen y chupó largamente la punta de su lapicera.

-¿Vos pensás que la secretaria está empeñada en una causa que no vale la pena?

- Exactamente

- ¿Y vos?

- Yo también, claro.

- Entonces, ¿Por qué no ponés tu energía en algo que verdaderamente lo justifique?

- Porque prefiero establecer mis propias reglas idiotas a seguir las que usted impone.

- Andate…

Natalia, fue inevitable, poco a poco comenzamos a odiarnos. Recién entonces me consideré tu enemigo. Ya no me causabas gracia. Ahora encarnabas todo lo que yo despreciaba. Podía comprender lo que hacías pero me parecía intolerable que creyeras en ello. Todos seguíamos reglas en las que no creíamos pero vos las admirabas y te entregabas a ese culto a la burocracia como a una misión sagrada o a una religión. Ahora los dos nos habíamos comprometido con causas inútiles. A diferencia de vos, yo lo sabía. Pero como ya no pude evitarlo, en los hechos, resultábamos idénticos.

Me perseguías como a un delincuente. Y lo era. Claro que lo era en la versión inflexible del mundo chato y sin dobleces en que vivías. Fuimos una obsesión el uno para el otro durante un par de años. Yo nunca completé un formulario de alta médica pero vos jamás dejaste de reclamármelos. Consecuentes, indoblegables, estúpidos, ambos nos entregamos a una batalla que ninguno podía ganar.

Los médicos residentes trabajábamos como animales, sin descanso, con sueño, con hambre o con el agotamiento extremo de los peores momentos. Atendíamos pacientes,  empujábamos camillas, extraíamos sangre, hacíamos los análisis de laboratorio de urgencia, salíamos en ambulancia. Mis compañeros hacían lo mismo, pero también completaban tus miserables formularios y vos me lo recordabas a cada momento. Nunca lo entendiste, pero para mí era un elogio lo que para vos era una acusación o un pecado.

Aparecías muy temprano en la mañana cuando yo me quedaba por las noches.  Revisabas como un sabueso la habitación, la cama, el baño. Buscabas las huellas de alguna mujer clandestina que hubiese pasado por aquellas largas noches de guardia. Y claro, las encontrabas. Un cabello en la bañera, la persistencia de un perfume sobre la almohada, una hebilla olvidada bajo la cama.  Más tarde te encargabas de que se enterase la única persona en el mundo que yo necesitaba que lo ignore.

Así eran tus acciones: estratégicas, contundentes, impiadosas. Eran golpes quirúrgicos, precisos como misiles teledirigidos. Fuiste subiendo la apuesta, pero lo que no sabías era que mi límite estaba mucho más allá de tus posibilidades. Poco a poco comprendiste que yo estaba inmunizado contra el escándalo y la vergüenza.

Te lo dije miles de veces, en cientos de lugares: “Preferiría no hacerlo...”. Vos intuías que ésa frase encerraba una clave pero yo nunca te la develé. Imaginé que alguna vez vos misma ibas a encontrarla, eras lectora y curiosa. Pero nunca lo lograste.

- ¿Podrías al menos negarte empleando otra frase alguna vez?

“Preferiría no hacerlo...”

Una madrugada helada de Julio llegaste con tu madre ahogándose mientras abría con desesperación su boca buscando el aire con los labios azules y una expresión agónica. Era una mujer austera, callada. Se tomaba de tu mano con una fuerza que no parecía de ella. Te miraba con los ojos a punto de salirse de las órbitas. Parecía reclamarte más una explicación que ayuda para lo que le estaba ocurriendo. Sólo te miraba a vos como si no registrara al resto de las personas que la rodeaban. Estabas pálida y aterrorizada. Te sentí tan vulnerable que me retiré de la sala de guardia y dejé que mis compañeros asistieran a tu mamá. Pensé que no era justo para ambos que yo te viera así y que te debía la discreción de no exponerte en esas condiciones ante tu mejor enemigo. Salí. Mientras esperaba el ascensor en un pasillo completamente oscuro escuché tus pasos que se acercaban. Te detuviste justo detrás de mí. Sin hablar. Cuando se abrieron las puertas entraste y te ubicaste a mis espaldas. Mirabas el suelo sin levantar la cabeza. Entonces me hablaste.

-Me gustaría que fueses vos el que atienda a mi mamá.

Me di vuelta. Te miré, pero vos no.  No te dije nada. Volvimos juntos y en silencio hasta la planta baja. Creo que llorabas, pero no me animé a volver a mirarte a los ojos. Me hice cargo de tu madre durante muchas horas esa noche y más tarde durante dos semanas hasta que estuvo en condiciones de volver a casa.

-  ¿Tengo que darte las gracias?

- No. Puedo recibirlas aunque vos no me las des.

- Quiero que sepas que esto no cambia en nada nuestra relación.

- Nunca imaginé otra cosa.

- Mi mamá te manda una torta de chocolate. Está sobre tu escritorio.

- Muchas gracias, no pienso convidarte ni un pedazo.

 

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