"La verdad y otras mentiras" | 27 AGO 08

Me recibo de médico: ¿y ahora quién podrá ayudarme?

Acerca de la necesidad de las bienvenidas.
Fuente: IntraMed 

Hay escasos momentos en la vida de las personas en los que se define con claridad lo que desde entonces dejará de ser y lo que será. Graduarse en la carrera de Medicina es uno de ellos. Se deja de ser “un estudiante avanzado” para convertirse en un “médico inexperto”. El paso del tiempo –para quienes ya casi olvidamos aquél instante- reconfigura los recuerdos a la medida de lo que ahora suponemos ser. Ya se sabe, la memoria es pura creación. Un recuerdo es más un relato vivo y en permanente transformación que un testigo inerte. Así son las cosas, la memoria también es un producto de la imaginación.

Pero, ¿qué sentirán los jóvenes que hoy ingresan a la profesión? ¿quién les dará la bienvenida? ¿quién les abrirá las puertas?.

Cuando un colectivo profesional funciona de espaldas a quienes llegan a él corre el riesgo de que los novatos se encuentren sin historia, sin un pasado encarnado en otras personas que los encadene a los fundamentos que lo sostienen. Sin modelos a imitar, sin una mano que los acompañe y los introduzca en ese mundo nuevo, el ingreso a la Medicina como ejercicio y como práctica puede resultar una experiencia desoladora.

Cuando todo objetivo está referido a uno mismo, cuando no hay más horizonte que el espejo ni más deseo que el de satisfacerse, no es posible entregar lo que hemos recibido a quienes nos sucederán. Enseñar es el acto más generoso de cuantos puedan cometerse. Es dar lo que se posee para acortar las diferencias con el otro. Es entregarse hasta que uno mismo resulte innecesario o superado por quien recibe. Esa es la medida del éxito, la completa disolución de la necesidad del maestro.

Es posible que mientras se ejerce un culto vulgar a la novedad sin importar lo que ésta es y se relega a los viejos sin que importe lo que aún son, nos condenemos al ejercicio automático de una tarea sin pasado y, lo que es peor aún, sin futuro. Nuestros mayores en la Medicina transportan en su memoria y en sus cuerpos unos saberes tan inexpresables que raramente logran ingresar a los libros. Ellos saben lo que los papers no pueden nombrar y perciben lo que la pedantería o el exhibicionismo esconden. Es por ello, por su inexplicable habilidad para desnudar las máscaras, que los viejos son temibles. Desecharlos, esconderlos en instituciones sin contacto con las nuevas generaciones, homenajearlos mediante el ostracismo y la reclusión es una estrategia que facilita la supervivencia de los impostores pero compromete la de toda una profesión.

Hay un conocimiento experiencial que debe ser transmitido. Una historia personal que debe guiar a quienes llegan para ayudarlos a construir la suya propia. Nadie tiene derecho a privar a los más jóvenes del contacto con quienes los antecedieron ni a ellos de sentir que lo que tienen aún es útil, es deseable, es valorado. Lo malo de la vejez no es que los viejos necesiten de los demás, lo terrible es que ya nadie necesite de ellos. Enceguecidos por el presente, seducidos por el incierto futuro, ya casi nadie tiene tiempo para mirar atrás. 

¿Quién está dispuesto a recibir a los jóvenes colegas? ¿Qué verán ellos en nosotros?

Mientras los relatos que fundan una profesión estallan en multitud de discursos fragmentarios e inconexos y el “mercado” se establece como el nuevo gran relato que todo lo explica y todo lo puede. Mientras nadie les cuente las historias que los precedieron, ¿quién les dará a los más jóvenes los elementos con los que constituir su propia identidad? ¿Quién les dirá cuáles son las auténticas fuentes de la recompensa y de la felicidad para quienes ejercemos esta profesión? ¿En qué mentiras creerán si nadie les cuenta la verdad? ¿Quién les dirá –y resultará creíble- cuáles son las cosas que no tienen precio cuando todo parece tenerlo?

 

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