Bioética | 09 JUL 08

La Ética de la Investigación Biomédica

Un trabajo exhaustivo de la Dra. Diana Cohen Agrest. La investigación desde la perspectiva bioética en la actualidad.
Autor/a: Por Diana Cohen Agrest 

I. Un nacimiento perturbador

La Bioética es una disciplina que se ocupa del estudio de las decisiones y comportamientos humanos realizados en los campos de la atención de la salud y de la biotecnología, en cuanto que dichas conductas son examinadas a la luz de principios y valores morales. Una de sus características más peculiares –y que la vuelve especialmente apasionante– es que constituye un campo interdisciplinario que involucra abiertamente a profesionales y legos, una especie de encrucijada donde confluyen el interés por los nuevos descubrimientos científicos y las repercusiones de las investigaciones biotecnológicas en la vida humana y en la sociedad. En este dominio se reúnen la ciencia, la tecnología y las prácticas sociales; descubrimientos científicos y sofisticadas tecnologías biomédicas: los respiradores hacen posible respirar artificialmente, los aparatos de diálisis reemplazan la función del riñón, la fertilización in vitro les brinda la posibilidad de ser padres a parejas infértiles, los trasplantes de órganos posibilitan que con una sola vida se pueda ayudar hasta siete, y hasta el desciframiento del genoma, cuyos alcances en la invención de nuevas terapias son inimaginables, y tantos otros progresos, algunos de ellos recién en gestación.

       Como análisis teórico de fenómenos y prácticas sociales, el campo de la Bioética nace en la década del ‘70 en respuesta a importantes movimientos populares, en especial, aquellos que abogaban en defensa de los derechos civiles de las minorías y de los derechos de los pacientes. La ética de la investigación, que es el área de la Bioética que nos ocupará, se originaría aún antes, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, histórico momento en que salieron a la luz las graves violaciones de los derechos humanos cometidos por los médicos e investigadores de la Alemania nazi. El reconocimiento internacional de la necesidad de proteger a los participantes en una investigación –denominados en la jerga “sujetos”– se hizo patente cuando se dieron a publicidad los experimentos nazis en los campos de concentración, donde se usaron a los propios prisioneros como tales sujetos. En 1947 un tribunal internacional reunido en la ciudad alemana de Nüremberg condenaría a quince médicos alemanes, quienes habían llevado a cabo numerosos estudios tan crueles y bárbaros, que serían considerados como crímenes de lesa humanidad. Estos médicos fueron acusados de formar parte de "experimentos médicos sin el consentimiento de los sujetos". Siete de los incriminados fueron condenados a muerte, y los ocho restantes recibieron prolongadas penas de prisión. El juicio daría lugar al nacimiento del Código de Nüremberg, la primera declaración internacional de los principios que deberían seguirse de allí en adelante en la investigación biomédica en sujetos humanos. Esta declaración señalaría un hito en la historia de la humanidad pues, hasta ese momento, los médicos y los científicos habían sido los exclusivos garantes del control de los aspectos éticos de la investigación que ellos mismos conducían.

El Código de Nüremberg constituiría la primera guía imprescindible para quienes llevarían a cabo experimentación en humanos hasta los años ‘60. Pero los hechos que le dieron origen serían sólo la punta de un iceberg, pues más tarde se revelarían otras atrocidades cometidas en poblaciones vulnerables –esta vez en países democráticos–. Entre otras, con el propósito de estudiar el avance y desarrollo natural de la sífilis, y con la anuencia del gobierno, se seleccionaron en Tuskegee, pequeña ciudad de Alabama, Estados Unidos, cuatrocientos adultos negros infectados de sífilis. Allí se emprendería un seguimiento de por vida de estos enfermos, haciéndoles creer que les estaban administrando un tratamiento para curarlos definitivamente de su mal, cuando sólo se trataba de una sustancia inactiva, a la que usualmente se la conoce con el nombre de “placebo”. El experimento comenzó en 1932, cuando el tratamiento estándar de la sífilis consistía en inyecciones con distintas drogas que contenían arsénico y bismuto. La opinión médica corriente era que este tratamiento reducía la morbilidad y la mortalidad por sífilis, aun cuando se sospechaba que algunas complicaciones atribuidas a la enfermedad podían ser provocadas por el tratamiento mismo. Pese a que en la década del ‘40 fue descubierta la penicilina y ya se la reconocía como un tratamiento seguro y efectivo para este mal, increíblemente la investigación y el suministro de la droga se extendería hasta 1972. Finalmente ya en 1964, Peter Buxton, un trabajador de Sanidad, denunció el estudio, aunque las autoridades estadounidenses no reconocieron su responsabilidad hasta 1997, año en que Bill Clinton pidió disculpas en un acto público. Pero ésta no fue la única investigación que pasaría por alto ciertos requisitos éticos mínimos. En el Estado de Nueva York, en la escuela pública de Willowbrook -una institución para “personas mentalmente discapacitadas”-, los alumnos fueron deliberadamente infectados con el virus de hepatitis. Los investigadores se excusaron alegando que la mayoría de los niños contraerían la enfermedad espontáneamente y que sería lo mejor para ellos ser infectados en condiciones cuidadosamente controladas en un programa diseñado para proveer la mejor terapia disponible para la hepatitis. Por último, en el Jewish Chronic Disease Hospital se llevaría a cabo un estudio durante el cual se inyectarían células cancerosas en pacientes hospitalizados con diversas enfermedades crónicas debilitantes, con el propósito de estudiar la naturaleza del proceso de rechazo en los trasplantes humanos. Los investigadores se escudaron en el argumento de que era predecible que las células cancerosas serían rechazadas por los organismos.

Estos y otros estudios difundidos públicamente darían lugar a que en 1964 se adoptara el borrador de un código de ética elaborado por la Asociación Médica Mundial con el nombre de Declaración de Helsinki. Este documento sería sucesivamente revisado en 1975 en Tokio, en 1983 en Venecia y en 1989 en Hong Kong. En sus partes fundamentales, estas normativas establecen pautas éticas para la investigación terapéutica y no terapéutica en seres humanos, advierten sobre la necesidad del consentimiento informado de los sujetos participantes en la investigación, y proponen el análisis ético de los protocolos de investigación, que es una guía donde se estipulan las características del estudio propuesto.

Finalmente, los estudios transculturales multicéntricos, conducidos por investigadores del Primer mundo y probados en participantes del Tercer mundo, darían pie a nuevas y no menos serias preocupaciones. Los ensayos clínicos dirigidos por patrocinadores e investigadores externos efectuados en países de bajos recursos produjeron cierta desconfianza: la investigación se estaría tornando una novedosa forma de imperialismo en donde los valores y agendas de investigación del Primer mundo serían impuestos en los países en desarrollo o subdesarrollados. El tema más controvertido fue la necesidad de obtener soluciones de salud pública tecnológicamente apropiadas y de bajo precio, en especial para el tratamiento del VIH/SIDA, a través de la invención de medicamentos y vacunas cuyo costo pudiese ser afrontado por los países más necesitados de los mismos, más precisamente, los más pobres del planeta. Los expertos adoptaron posiciones opuestas acerca de este tema. Algunos, alegando razones de índole ética, insistieron en que no debía rechazarse ningún esfuerzo para ofrecer soluciones públicas apropiadas para los países en desarrollo, atendiendo al contexto de la investigación. Por regla general, se estimó que las decisiones deberían tomarse localmente, evitándose toda forma de paternalismo de los países más ricos hacia los más pobres. El desafío consistiría en estimular la investigación que tuviera por propósito el hallazgo de soluciones locales para enfermedades padecidas por una gran parte de la población mundial, pero a la vez estipular normas claras que protegieran de toda forma de explotación a los individuos y a las poblaciones vulnerables. Pero defendían una política basada en que en los países de bajos recursos se ensayaran tratamientos de menor costo, aun cuando fueran menos efectivas que el tratamiento empleado en los países en mejor situación. Para otros, por el contrario, esos ensayos eran intrínsecamente no éticos ya que consistían, o podían llegar a consistir, en una explotación de los países pobres por parte de los más ricos. Y en clara oposición a la primera de las alternativas, los defensores de esta perspectiva alegaron que los factores económicos no deberían influir en las consideraciones éticas.

Mediante sus propios recursos, algunos países en desarrollo -India y, en Latinoamérica, Brasil- ya habían vuelto accesibles algunos tratamientos de efectividad comprobada para pacientes con VIH/SIDA. Tras el camino abierto por el Código de Nüremberg y su consecución en la Declaración de Helsinki, con sus sucesivas revisiones y, finalmente, las normas éticas internacionales para la investigación biomédica del Consejo de Organizaciones Internacionales de las Ciencias Médicas -conocidas como las guías de la CIOMS- dedicarían una especial atención a las cuestiones éticas que surgen en la investigación de los países no desarrollados. 1

 

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