Informe Especial | 17 MAY 06

¿Cuánto cuesta sentirse lindo?

Más de 50.000 argentinos al año pasan por el quirófano para probar las bondades que promete la cirugía plástica. Calculadora en mano, un retoque de pies a cabeza cuesta alrededor de 40 mil pesos. Ellas y ellos dicen que es un dinero bien gastado.

Los ojos más grandes y sin bolsitas ni ojeras. Y los labios más carnosos, levantados, más sensuales… Y volar los rollos a los costados de la cadera que saltan sobre el tiro bajo del jean recién comprado… La panza está bastante bien, en tabla, pero y ¿con un poco más de lolas no parecería más estilizada? Los dedos se mueven, ágiles, sobre la chica inmóvil frente al espejo. Como tantas otras mujeres de todas las edades, ella ensaya una imagen nueva de sí misma plena de promesas de felicidad. No importa si tiene 18, 30, 40 ó 50 años o que haga rato que no tenga paz frente al espejo. Ahora verse más bella o verse más joven no requiere de un pacto con el Diablo: el quirófano le ofrece un abanico de posibilidades más o menos al alcance de su mano. ¿Las razones? Las nuevas técnicas de la cirugía estética son más seguras y menos agresivas que antes; las secuelas son cada vez menos visibles y hay mayor disponibilidad para acceder a los recursos: un cirujano plástico privado, un plan premium de una prepaga o las codiciadas listas de espera de algún hospital público. Claro que no todo es un jardín de rosas. Y como suele suceder el primer dolor empieza por el bolsillo. ¿Cuánto cuesta sentirse lindo? Retoque acá y otro más allá, el paneo de pies a cabeza, calculadora en mano, muestra que la belleza lograda gracias a los avances de la ciencia tiene su precio: alrededor de 40.000 pesos, es decir, el equivalente al pago cash de un 0 km mediano.

Para muchos, y no es sólo acá, es dinero bien gastado. Las estadísticas en los Estados Unidos indican que hoy las mujeres profesionales del medio urbano destinan hasta un tercio de sus ingresos al “mantenimiento de su belleza”. Y no ganan poco.

Con desparpajo, los psicólogos aseguran que si una mujer se mira al espejo para ver si logra ser otra, los hombres corren al espejo para ver si siguen siendo los mismos. En ese afán, los varones han debido aprender que ya el trajecito de buen corte y tono sobrio no es suficiente para circular con éxito en el terreno profesional y amatorio. Una refrescadita eliminando bolsas debajo de los ojos, o párpados caídos, un poco de Toxina botulínica tipo A para desenojar el entrecejo y un microimplante capilar contra la calvicie son opciones apetecibles.

Saben que, además de la rutina de aparatos en el gimnasio y los suplementos vitamínicos que tuvieron su auge en los 90, hoy el ideal de torso con forma de yunque y espalda de cemento armado puede lograrse echando mano a una lipoaspiración que elimine los salvavidas que se fijaron en las caderas por obra y gracia de la testosterona.

Manuel (pidió reserva de su apellido), un productor de televisión de 48 años, se animó a una lipo de caderas después de haberse matado en el gimnasio durante cinco años. Pero hubo un detalle: no le avisaron que la intervención era dolorosa. Se enteró en el quirófano de que, a pesar de la anestesia, tendría conciencia de cada extracción de grasa. Tampoco le advirtieron de la hinchazón y de los dolores que tendría bajo las fajas durante los siguientes 15 días, pero pasados cuatro meses notó una diferencia que nunca hubiera logrado en el gimnasio. “Recuerdo que me costó bastante pero valió la pena porque cuidándome con las comidas nunca volví a engordar en ese lugar. ¿Contarlo a mis amigos? Jamás. Eso es algo que mejor no comentar entre hombres.”

El médico dermatólogo Jorge Cazenave admite que los varones se están animando cada vez más al bótox. “Llegan a consulta traídos por sus esposas. Poco a poco van venciendo el prurito y la vergüenza. Antes pensaban que los iban a tildar de raros.” Las estadísticas internacionales también confirman esta tendencia.

Según la Sociedad Internacional de Cirugía Plástica (ISAPS), que alcanza a 42 países, el grueso de pacientes de cirugía plástica todavía son mujeres (casi el 87 por ciento), pero los hombres cada vez parecen más dispuestos a inmolarse por las apariencias. Según el último sondeo realizado, en la Argentina dos de cada 10 personas que se operan son hombres, cuando la cifra llegaba sólo al 13% hace tres años. Bastante más valientes que en el resto de América latina, donde los varones que se hacen cirugías estéticas representan el 11% del total.

El capital de la belleza

Todo el mundo lo sabe. A la más linda del curso la sacan a bailar toda la noche. Al más buen mozo de la oficina lo miran todas las mujeres. Desde antaño hay pruebas del culto a la belleza –aunque el patrón haya cambiado con el tiempo y en las diferentes culturas – pero hoy como nunca la belleza abre puertas y hace a la autoestima. No es casual que desde los 80 los que eligen la profesión de asesor de imagen se hayan multiplicado por ocho. Frente al espejo muchas mujeres tratan de imaginarse un rostro nuevo, con ojos como los de ... y labios como los de ... y los pómulos magníficos de… Y envueltas en el mar de dudas recurren a ver al cirujano recomendado. Algunas de ellas tocan el timbre en el consultorio de Carlos Juri: “Llegan, se sientan y me preguntan qué les puedo hacer o qué les haría yo para que se vieran más lindas. ‘Yo no les haría nada’, contesto siempre. Porque una paciente que no sabe lo que quiere no necesita cirugía. También me han dicho: ‘Hágame lo que quiera’, o me han preguntado: ‘¿Cuántos años me puede sacar?’ Incluso una vez una mujer me dijo que se quería cambiar la cara porque no le gustaba. Pero eso no solamente no tiene sentido sino que además es imposible, más allá de que ahora en Europa digan que hicieron un trasplante facial. Decirlo así suena muy fácil, pero hay que ver qué quieren decir con un trasplante de cara…”

Tal vez por su carácter cosmético, antes de realizarse la primera cirugía, no hay una clara conciencia de que se trata de una intervención quirúrgica con todas las letras, como puede ser una apendicectomía. Los sueños de belleza hacen que no se alienten miedos antes ni durante la cirugía y recién cuando se diluyen los últimos efectos de la anestesia se cae en la cuenta de que la cosa duele: María José (su apellido se mantiene en reserva) cuenta su primera vez en manos de un cirujano, hace ya ocho años: “Acababa de cumplir 46 años y me habían despedido de la empresa donde trabajaba. Mi autoestima estaba en baja y el
dinero de la indemnización iba a tener que servirme hasta encontrar un nuevo empleo, pero después de algunas noches sin dormir decidí que no podría enfrentar el futuro si no me sentía mejor conmigo misma. Mis amigas me recomendaron un cirujano plástico y a la semana estaba yendo a consul ta. Me miró, me sacó fotos, me mostró cómo refrescaría mi cara y mi cuello con un lifting. Me iba a gastar todo el dinero que tenía pero no lo dudé: si no aprovechaba ese momento, cuando volviera a tener trabajo no tendría tiempo
para pasar por lo menos 15 días escondida en casa. Fui al quirófano como quien iba a comprarse el vestido de sus sueños. Nunca tuve real conciencia de que era una operación, con anestesia total y ganchos en la cabeza y dolor durante un par de días en lugares tan insólitos como los bordes de las orejas. Luego vinieron los días de vendas, la primera visión de mi cara, hinchada y con moretones, pero en ningún momento dudé de que sería para mejor. Y así fue: después de que se fueron los moretones violáceos, la hinchazón y las manchas amarillentas –deslizándose desde la frente al mentón – y pude volver a maquillarme, me vi linda como hacía tiempo no me veía. Es cierto que el doctor me dijo que antes de los 10 años me convenía hacerme un retoque, pero ya no tengo cómo volver a juntar ese dinero. Aprovechar esa oportunidad fue lo mejor que pude haber hecho.”

A veces el primer retoque es un viaje de ida. La actriz y cantante Cher, un caso extremo, se jacta de tener en su haber unas 400 cirugías y hasta de haberse extirpado dos costillas.

Pero ya ni siquiera las misses tienen belleza de cuna: Miss Brasil 2001 reconoció, tras ganar el concurso de belleza, que llevaba19 intervenciones quirúrgicas a lo largo de su vida (silicona en el busto, liposucción en la cintura, correcciones en nariz y orejas, entre otras). Y después de ese título, como quería ser Miss Universo, además se modificó los glúteos.

Operación en cámara

Esta inclinación natural a sentirse bella/o se ha visto reforzada por el comercio, la publicidad y el cine. Programas de televisión como Transformaciones , en la Argentina, que tuvo a famosos como pacientes, y Extreme Makeover o The Swan , en los Estados Unidos, pusieron a toda marcha la máquina de la vanidad mostrando la cirugía plástica como algo factible y relativamente sencillo para descubrir el galán o la diosa
que todos tenemos dentro. Los avances tecnológicos como el photoshop (que modifica las fotografías en computadora) permiten la ilusión de cuerpos y caras perfectos que no traslucen el paso del tiempo. En su libro El mito de la belleza , la antropóloga estadounidense Naomi Wolf cuenta que Bob Ciano, en una época director artístico de la revista Life , fue el primero en reconocer públicamente que nunca se deja sin retocar una fotografía de mujer... “Aunque se trate de una mujer muy conocida (y mayor) que no desea que la retoquen... seguimos empeñados en tratar de hacer aparentar no más de cincuenta años. Hoy en día los lectores de 60 años se miran al espejo y creen que parecen demasiado viejos porque se comparan con alguna cara sonriente que los mira desde la tapa de una revista”, dice Wolf al mencionar un efecto no querido pero desalentador de la compulsión por el retoque.

Lo mismo sucede en los principales semanarios argentinos. Según circula en las redacciones, es política editorial aplicar “a todo el mundo” el photoshop para “embellecerlo” de forma tal que quien no quiera ser “embellecido” debe explicitarlo de antemano. Y esto tan así es que en el caso de alguna diva, sólo puede hacer el retoque su “personal photoshoper”. A estas prácticas puede deberse el fenómeno registrado e

 

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