Médicos que hicieron historia | 30 SEP 09

Salvador Mazza

El doctor Salvador Mazza, médico sanitarista argentino, es una página destacada de la historia de la lucha contra el mal de Chagas.
Autor/a: Por IntraMed 
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Salvador Mazza - La Misión

Por: Guillermo Marín
desechosdelcielo@gmail.com

El doctor Salvador Mazza es un personaje de un temple extraordinario, uno de los grandes científicos argentinos y sudamericanos. Era un hombre de mediana estatura (medía poco menos de un metro sesenta), lampiño, el pelo algo rizado, de ojos pequeños, achinados y con avanzada miopía. Sus labios carnosos y su nariz de soberbias proporciones, que sujetaban el marco negro y grueso de sus clásicos anteojos, le imprimían un aire de científico díscolo. Y era enérgico, tanto que encolerizaba a menudo cuando sus proyectos hacían agua por culpa de algún funcionario oficinesco. Por ejemplo, cuando intentó fabricar penicilina a muy bajo costo en el país y con la venia del mismísimo sir Alexander Flemming, sus colaboradores apenas si lograron arrebatarle lo que habían destrozado sus manos cuando supo que el rector de la Universidad de Buenos Aires dejó correr el rumor de un posible interés de perpetrarse para sí, un jugoso negocio. O de cuando recibió el espaldarazo de los funcionarios del ministerio de educación tras haber proyectado la creación de programas sociales sanitarios. Lo habían acusado de desprestigiar a la Argentina inventando enfermedades donde no las había. Aquello, claro, ahuyentaba a los inversores nacionales y extranjeros, a pesar de que, a través de cientos de trabajos de campo realizados en diversas provincias del norte argentino, Mazza logró registrar cerca de mil infectados con el mal de Chagas1 y otras tantas enfermedades infectocontagiosas.

 Salvador Mazza discurría por la vida con la velocidad de un tren. Si bien trabajaba hasta tarde elaborando informes o realizando autopsias al aire libre o en precarias tolderías, se levantaba apenas despuntaba el sol (sufría insomnio). Cuando llegaba al laboratorio central del Hospital Nacional de Clínicas (fue jefe de esa área durante tres años) lo primero que hacía era saludar a sus  ayudantes mientras les repartía un sin número de tareas, cuyo cumplimiento controlaba en forma estricta durante las largas jornadas que pasaba sobre el microscopio. Miguel Jörg, uno de sus principales colaboradores, dijo muchos años después: “Era un tipo muy ambicioso y muy verticalista en el trato. Incluso, un poco militar. Había que trabajar con él como soldado. Era un chinchudo, pero también un hombre racional y sensato”.2 Pero su áspero verticalismo no le impedía ir saltando de país en país (viajó en varias oportunidades tanto al continente europeo como al  africano), de pueblo en pueblo; en tren o en avión, o sobre el lomo de una mula calzando botas y sombrero de explorador. Salvador no podía quedarse quieto un instante. Hizo construir un vagón de tren al que llamaron E600 dentro del cual instaló un complejo laboratorio y con el que viajó miles de kilómetros llegando, incluso, a Brasil, Bolivia y Chile. Concibió todo eso bajo el respaldo de la M.E.P.R.A (Misión de Estudios de Patología Regional Argentina); un instituto científico emplazado en las afueras de la provincia de Jujuy, cuyo símbolo distintivo era la imagen de una vasija indígena y que bajo sus órdenes cumplió, durante veinte años, tareas tanto asistenciales y de cirugía como de extensión universitaria. La Misión…fue pensada junto con el bacteriólogo y Premio Nobel de medicina, Charles Nicolle, quien entusiasmó a Mazza, en una de sus visitas al país, sobre la creación del Centro. Nicolle, con su mejor acento francés, le dijo en una oportunidad a Salvador: “Aquí, en este remoto punto del país, deben ustedes fundar vuestro instituto y evitarán así que el fárrago de la metrópolis, con sus intrigas e intereses dominantes, ahogue el propósito de la institución y desvíe a los hombres de su empeño”. El francés no imaginaba entonces que la M.E.P.R.A., a pesar de haberse posicionado como uno de los centros de estudio de las enfermedades tropicales más significativos de la época, iba a ser disuelta por cuestiones presupuestarias el 16 de mayo de 1959, mediante una resolución del Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires, perdiéndose así, gran parte de los preparados e informes científicos más importantes de Sudamérica y que, tras la muerte de Mazza, aquellas observaciones que había elaborado durante toda su vida, se extraviaron o fueron rematadas por su viuda, acaso, como decíamos, una pérdida irreparable para la historia de la enfermedad del Trypanosoma Cruzi.

 A pesar de la velocidad con la que el doctor vivía, tuvo tiempo para enamorarse. Y como en un abrir y cerrar de ojos ya se encontraba casado, con las maletas hechas y subido con su esposa al tren sanitario. El destino: una científica luna de miel.

Detrás de toda misión

 La mujer que lo acompañó durante toda su vida se llamaba Clorinda Brígida Razori. Había nacido en la localidad de Rosario en 1890. Una vez concluida su instrucción primaria Intentó estudiar en el magisterio la carrera docente, pero su padre, quien programó un viaje de placer a Europa, que se extendió durante un año, malograron, acaso sin razón, aquél íntimo deseo. Clorinda tenía una extraordinaria voz de soprano, de modo que la joven, quien además hablaba un perfecto inglés, francés e italiano, moderaba las tertulias en la intimidad de los hogares familiares con sus dotes vocales. Pues, estaba mal visto que una mujer de clase media, poseyera y desplegase en público, semejantes condiciones artísticas. Su biógrafo, Andrés Ivern asegura, en una escueta semblanza de 1988, que el matrimonio Mazza había logrado conseguir una honesta y fructífera relación, a pesar de la aspereza del carácter de Salvador. Hay una anécdota que lo describe sin restricciones: durante su casamiento con Clorinda, quien le llevaba a Salvador unos veinte centímetros más de altura, unos de los profesores de Mazza de la universidad, le dice a la novia: “Yo, a tu marido, le voy a enseñar ciencia; vos tenés que enseñarle educación”. Clorinda fue su amante, secretaria privada (era la encargada de tomar y revelar las fotografías no científicas y de atender la correspondencia anterior y posterior a las reuniones que tenían lugar en la M.E.P.R.A) y eficaz colaboradora. Es a ella a quien Mazza debió, en gran medida, su monumental obra científica. No tuvieron hijos, los biógrafos tanto de Salvador como de su mujer no hacen referencia alguna acerca de la descendencia de los Mazza. Pero podemos intuir que en los treinta y dos años vertiginosos que compartieron, hubo algo clave en esa unión: ambos sintieron una conexión intelectual fuerte, comprometida, donde acaso la motivación amorosa tomó la forma de la razón, y sobre todo, la de la pasión por la aventura de la investigación.  A pesar del egocentrismo que al doctor Mazza le endilgan sus colaboradores, quiso a Clorinda a su manera. Salvador combatía el vértigo de la desazón de su prédica sanitaria apoyándose en su mujer. Clorinda, por su parte, encontraba en Salvador razones suficientes para darle sentido a su propia existencia y, en definitiva, a las pautas matrimoniales que ambos eligieron y sostuvieron hasta que la muerte repentina de Salvador debió separarlos.
 
 Salvador Mazza nació en la ciudad de Rauch, provincia de Buenos Aires, el 6 de junio de 1886. Tanto su padre, Francisco Mazza, como su madre, Josefa Alfise, habían llegado de Palermo, Italia, durante la gran oleada de inmigrantes que pobló la Argentina durante la segunda mitad del siglo XIX. Francisco, junto con un socio, abrió una pequeña fábrica de soda, lo que le permitió a su primogénito y único hijo seguir estudios universitarios. El niño Salvador heredó de sus padres la religión católica (hizo la escuela primaria en un colegio Salesiano del barrio de Almagro), la disciplina y la tenacidad en el trabajo. Tras su paso por el Colegio Nacional de Buenos Aires, ingresa a la facultad de medicina en 1903. Siete años más tarde, obtiene su título de médico y la incorporación inmediata como ayudante rentado del laboratorio del Instituto Nacional de Bacteriología (hoy Instituto Carlos Malbrán) bajo las órdenes del profesor Rudolf Kraus. Todo ello resultaría vital para la formación del recién egresado. Kraus, quien contribuyó en el desarrollo de la vacuna antirrábica (fue considerado uno de los científicos más importantes del siglo XX) formó al joven Salvador en el sinuoso terreno de la investigación científica. Al tiempo le encomienda la organización del lazareto de la isla Martín García. Allí, Mazza busca portadores sanos de cólera entre los inmigrantes que ingresaban al país de Europa y Medio Oriente. En la isla, Salvador consigue aplicar las recientes metodologías de estudio de epidemias abaladas por los más importantes organismos internacionales de la época. Ese sería  su primer trabajo de campo científico, el puntapié inicial para abordar un barco y continuar su formación en París, Londres, Alemania y Argelia. Fue en este periplo de exclusiva formación intelectual, que el doctor conoce en Túnez a Charles Nicolle, quien en palabras del argentino, fue el mentor de “toda su obra científica”.

 

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