Un relato descarnado y veraz | 23 FEB 18

Apología del aprovechamiento cadavérico

La educación médica y los abusos acerca de los que nadie se detiene a reflexionar

Almuerzo en marcha, 12:33 y comunicado. El interno responsable por el paciente de la cama 33 recibe el indeseado mensaje: ¡33 hizo parada cardiorrespiratoria!

En pocos segundos la solitaria sala se desborda de un mocerío de delantales blancos que pese a sus aguerridos y asincrónicos esfuerzos no impiden que la existencia de 33 se diluya hacia su fin.

Cesadas las maniobras, y muy de repente, el gran jefe del servicio emite un comando inesperado.     

Vamos a “aprovechar” al 33 para practicar intubación

Respuestas mixtas, unos se emocionan, otros sucumben al pánico, y otros, quizás los menos, se anulan. Pertenezco a los últimos.

Afuera en el corredor, y sin noticia alguna, los familiares de 33 aguardan esperanzados mientras persisten e intensifican sus respectivas oraciones, las cuales ahora se tornan estériles pues hace 13 minutos que se determinó la muerte clínica.

Larga y eternamente transita por el lecho una temblorosa y serpenteante fila de delantales blancos, acertando y errando, abriendo y cerrando las fauces de 33. Unos logran insuflar los pulmones, otros insuflan el estómago; los primeros satisfechos, los segundos avergonzados. Cada resonar de dientes contra el crudo metal del laringoscopio puebla enérgicamente el dominante silencio, hecho que desata un torbellino de risas de medianos decibeles. A cada Planck! gran jefe gruñe, a cada falsa vía gran jefe ciñe la frente.

Agrega con orgullo y falsa empatía.

–Tranquilo flaco, al fin y al cabo “no le está doliendo”.

Torbellinos.

Casi sin percibirlo estoy primero en la fila, me afirmo, o al menos lo intento, pero los enormes ojos sin brillo de 33 se clavan en mis pequeños ojos confusos. Tiemblo.

Frente a mi demora, el voraz complementa.

–Vamos, vamos, es aprender ahora o nunca…

Al percibir la duda, protesta.

–Vamos que el “fiambre” ni se está enterando... Esta falta de “personalidad” de estos chicos me espanta…

Torbellinos, torbellinos.

Por grosería de la casualidad o por resguardo divino, una enfermera descuida una hoja de la puerta por la que alcanzo a vislumbrar la mirada atónita de la mujer que oraba, quien por algunos segundos, los suficientes, presencia el primitivo espectáculo.   

Su mirada me transmite su espanto, su desazón, su indignación. Desde este lado nada tendría que estar mal, con soberbio énfasis se nos inculcó esa ligereza: el afán didáctico era de tal medida que ni la muerte de un desdichado privaría esa posibilidad. Ya en cambio visto desde su lugar, se figura un grupo de jóvenes, casi niños, agolpados sobre el cuerpo de un padre recién dispuesto cadáver, practicando el sinsentido de un acto no consentido.

La fría mejilla de 33 me congela las manos. Llanamente inhalo un aire de vergüenza que revolotea en mis alveolos y entumece mi pecho; así, por impulso inexplicable, por presiones incomprensibles, decido exhalar un poco de valentía. Libero el laringoscopio sobre la almohada y me dirijo hacia gran jefe. Es mi momento de rebeldía.

 

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