¿Estamos siendo manipulados? | 28 ENE 18

Lo que tienen en común las galletas y las metanfetaminas

El circuito de recompensa evolucionó para ayudarnos a sobrevivir a ubicar comida o sexo en nuestro entorno pero hoy está siendo irresponsablemente manipulado
Autor/a: Por Richard A. Friedman The New York Times

Como psiquiatra, nunca he conocido a un paciente que disfrute ser drogadicto o comedor compulsivo. ¿Por qué alguien continúa consumiendo drogas a pesar de las consecuencias médicas y la condena social? ¿Qué hace que alguien coma cada vez más aunque corra el riesgo de afectar su salud?

Una respuesta a estas preguntas es que los humanos modernos han diseñado el ambiente perfecto para generar ambas adicciones.

A nadie le sorprenderá saber que el estrés posibilita que la gente busque consuelo en las drogas o en la comida. Sin embargo, persiste el mito de que la adicción es una falla moral o una conducta para la que se nace con una predisposición: que los adictos tienen el control por completo o que están mal de la cabeza.

Ahora contamos con un corpus de investigaciones que establece definitivamente la relación entre el estrés y la adicción. Además muestra que podemos cambiar el camino hacia la adicción si modificamos nuestro entorno. Los neurocientíficos han descubierto que la comida y las drogas tienen por objetivo común el “circuito de recompensa” del cerebro, y que el cerebro de los humanos y otros animales estresados sufren cambios biológicos que pueden tornarlos más susceptibles a las adicciones.

En un estudio realizado en 2010, Diana Martinez y sus colaboradores de Columbia escanearon los cerebros de un grupo de sujetos de referencia sanos, y descubrieron que un bajo estatus social y el menor grado de apoyo social percibido —ambos considerados factores de estrés— estaban correlacionados con menos receptores dopaminérgicos D2 en el circuito de recompensa del cerebro.

Todas las recompensas —el sexo, la comida, el dinero y las drogas— causan una liberación de dopamina, lo que genera una sensación de placer y le dice al cerebro algo como: “Esta es una experiencia importante. ¡No la olvides!”. El circuito de recompensa evolucionó para ayudarnos a sobrevivir empujándonos a ubicar comida o sexo en nuestro entorno. Hoy en día, mientras más receptores D2 tengas, mayor será tu nivel natural de estimulación y placer, y menor la probabilidad de que busques drogas o comida reconfortante para compensarlos.

Nora Volkow, directora del Instituto Nacional de Drogadicción de Estados Unidos, y sus colaboradores lo demostraron en un estudio sobre el medicamento Ritalin. Los sujetos sanos que no consumían drogas pero que tenían menos receptores D2 experimentaban al estimulante como algo placentero, mientras que quienes tenían más receptores lo consideraban desagradable.

La cantidad de receptores no solo predice el consumo de drogas, sino que también se ven afectados por estas. En ese mismo estudio, Volkow descubrió que las personas adictas a la cocaína, la heroína, el alcohol y las metanfetaminas presentan una reducción significativa en los niveles de receptores D2 que persiste mucho tiempo después de que se ha detenido el consumo de drogas. Estas personas son mucho menos sensibles a las recompensas, tienen menos motivación y pueden considerar el mundo un lugar aburrido, lo que los hace susceptibles a buscar un medio químico para mejorar su día a día.

La exposición a las drogas también contribuye a la pérdida de autocontrol. Volkow encontró que los niveles bajos de D2 estaban vinculados con una actividad menor de la corteza prefrontal, lo que afectaría la capacidad de pensar de manera crítica y resistir.

La misma neurociencia nos ayuda a entender por qué se come compulsivamente. La comida, como las drogas, estimula el circuito de recompensa del cerebro. La exposición crónica a alimentos ricos en grasas y azúcar se asocia igualmente con niveles más bajos de D2, y también es más probable que a la gente con niveles bajos de D2 se le antoje este tipo de alimentos. Se trata de un círculo vicioso en el que una mayor exposición da pie a más antojo.

Volkow y sus colaboradores demostraron que las personas con obesidad mórbida tenían niveles de receptores D2 reducidos, y que la reducción era proporcional a su índice de masa corporal. Las implicaciones de este circuito de recompensa disminuido es que el consumo de comida normal no les parece recompensa suficiente.

Al mismo tiempo, cuando se les expone a fotografías u olores que predicen una recompensa de comida, experimentan antojos más intensos que las personas sin obesidad. Así, al igual que los drogadictos, los obesos con menos receptores D2 también muestran una actividad reducida de la corteza prefrontal, lo que hace más difícil que tengan autocontrol.

 

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